Steve Berry - El tercer secreto

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Fátima, Portugal, 1917. La Virgen María se aparece a tres niños y les hace tres revelaciones. Dos de ellas son hechas públicas: la primera presagia la II Guerra Mundial, la segunda, la conversión de Rusia. El tercer secreto es guardado bajo llave. En el año 2000 Juan Pablo II desvela finalmente el misterio: el atentado fallido contra el Papa. Pero algo indica que un mensaje mucho más importante sigue sumido en la oscuridad. En la actualidad, Clemente XV se adentra en la Riserva vaticana y estudia la caja de madera que alberga el tercer secreto. ¿Duda el nuevo pontífice de su autenticidad? Andrej Tibor, el sacerdote que lo tradujo, sabe la verdad.

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– Sé que puede que te cueste creerlo -comentó ella-, pero la verdadera sublevación no es maquillarse para las cámaras ni colgar palabras provocadoras en Internet, ni siquiera acostarse con una mujer. Una revolución significa derramamiento de sangre.

– Los tiempos han cambiado, Katerina.

– No te será tan fácil cambiar la Iglesia.

– ¿No has visto allí hoy todos esos medios de comunicación? Esa audiencia tendrá repercusión mundial. La gente se opondrá a mi excomunión.

– ¿Y si a nadie le importa?

– Recibimos más de veinte mil visitas al día en el sitio web, lo cual es mucha atención. Las palabras pueden tener un efecto poderoso.

– Igual que las balas. Murieron muchos rumanos para que pudieran pegarles un tiro a un dictador y a la zorra de su mujer.

– Si te lo hubiesen pedido, habrías apretado el gatillo, ¿no?

– Sin vacilar. Destrozaron mi país. Pasión, Tom. Eso es lo que incita a la revuelta. Una pasión honda, imperecedera.

– Entonces ¿qué piensas hacer con Valendrea?

Ella suspiró.

– No tengo elección: he de hacerlo.

Kealy se rió.

– Siempre hay elección. Deja que adivine, puede que esto te dé otra oportunidad con Colin Michener.

Ella se había dado cuenta de que le había contado demasiadas cosas de sí misma a Tom Kealy. Él le aseguró que jamás diría nada, pero a Katerina le preocupaba. De acuerdo, el desliz de Michener había sucedido hacía mucho, pero una palabra al respecto, ya fuera cierta o falsa, le costaría a él su carrera. Ella jamás admitiría públicamente nada, por mucho que odiara la decisión que había tomado Michener.

Permaneció sentada en silencio unos minutos, mirando al techo. Valendrea había mencionado que había surgido un problema que podía perjudicar la carrera de Michener, así que si ella podía ayudar a Michener y ayudarse a ella misma a un tiempo, ¿por qué no?

– Iré.

– Te estás metiendo en un nido de víboras -contestó Kealy en tono amistoso-. Pero creo que eres perfectamente capaz de luchar con ese demonio. Y deja que te diga que Valendrea lo es. Es un cabrón ambicioso.

– Al que tú eres perfectamente capaz de identificar. -No pudo evitar soltarlo.

La mano de él se posó en la pierna desnuda de Katerina.

– Tal vez. Uno más de mis múltiples talentos.

Su arrogancia era pasmosa. Nada parecía desconcertarlo: ni la audiencia de por la mañana ante aquellos prelados de rostro adusto ni la perspectiva de perder el alzacuello. Quizá fuera su osadía lo que la atrajo en un principio. Pese a todo, Kealy se estaba volviendo aburrido. Ella se preguntaba si alguna vez le había importado ser sacerdote. Si algo tenía de bueno Michener era que su devoción religiosa era admirable. Tom Kealy sólo era leal al momento. Pero ¿quién era ella para juzgarlo? Se había pegado a él por motivos egoístas, unos motivos que sin duda él conocía y explotaba. Pero todo ello podía cambiar ahora. Acababa de hablar con el secretario de Estado de la Santa Sede, un hombre que la había buscado para que llevara a cabo un cometido que podía reportarle muchos más beneficios. Y sí, tal y como había dicho Valendrea, puede que bastara para que ella volviera a trabajar con los editores que la habían dejado marchar.

Sintió un extraño hormigueo.

Los inesperados acontecimientos de la velada estaban ejerciendo en ella el mismo efecto que un afrodisíaco. Por su mente desfilaron deliciosas posibilidades relativas a su futuro, y esas posibilidades hacían que el sexo del que acababa de disfrutar pareciera mucho más satisfactorio de lo que el acto en sí garantizaba… y la atención que ahora exigía ella, tanto más tentadora.

10

Turín, Italia

Jueves, 9 de noviembre

10:30

Michener miró por la ventanilla del helicóptero la ciudad que se extendía a sus pies. Turín se hallaba envuelta en un tenue manto mientras un vivo sol matutino pugnaba por disipar la neblina. Más allá estaba el Piamonte, esa región italiana arrimada a Francia y Suiza, una llanura de tierras bajas rodeada por cumbres alpinas, glaciares y el mar.

Clemente iba sentado a su lado; enfrente, dos hombres del servicio de seguridad. El Papa había ido al norte a bendecir la Sábana Santa de Turín antes de que la reliquia volviera a su encierro. Tan particular visita había dado comienzo justo después de Pascua, y Clemente debería haber estado allí cuando fue descubierta, sin embargo se había dado prioridad a un viaje a España programado anteriormente. De manera que se resolvió que acudiría a la clausura de la exhibición, donde se sumaría a su veneración tal y como habían hecho los papas durante siglos.

El helicóptero se ladeó hacia la izquierda e inició un lento descenso. Debajo, la via Roma estaba repleta de tráfico, la piazza San Carlo igualmente congestionada. Turín era un centro industrial, fabricante de vehículos principalmente, una ciudad empresarial a la manera europea, no como muchas otras que Michener conociera en su infancia en el sur de Georgia, donde predominaban las papeleras.

Vieron el duomo San Giovanni , sus altas agujas enredadas en la niebla. La catedral, dedicada a san Juan Bautista, llevaba allí desde el siglo XV, pero el Santo Sudario no se instaló en ella hasta el XVII.

Los patines del helicóptero rozaron el húmedo pavimento.

Michener se desabrochó el cinturón de seguridad cuando cesó el gemido de los rotores. Los guardaespaldas no abrieron la portezuela hasta que las aspas no estuvieron completamente inmóviles.

– ¿Vamos? -dijo Clemente.

El Papa no había hablado mucho durante el trayecto desde Roma. Clemente podía ser así cuando viajaba, y Michener era consciente de las rarezas del anciano.

Michener salió a la plaza seguido de Clemente. Una multitud rodeaba el perímetro. El aire era fresco, pero Clemente había insistido en no llevar chaqueta. Verlo con su sotana blanca, el pectoral en el pecho, causaba gran impresión. Y el fotógrafo del Papa comenzó a sacar instantáneas para repartir entre la prensa al final de la jornada. El pontífice saludó y el gentío le devolvió la gentileza.

– No deberíamos entretenernos -le susurró Michener a Clemente.

La seguridad del Vaticano había hecho hincapié en que la plaza no era segura. Aquello sería cosa de entrar y salir, como decían los equipos de seguridad, ya que la catedral y la capilla eran los únicos lugares que habían peinado en busca de explosivos y estaban controlados desde el día anterior. Dado que esa visita había recibido mucha cobertura de prensa y había sido organizada hacía tiempo, cuanto menos permanecieran al aire libre, mejor.

– Sólo un momento -aseguró Clemente mientras seguía saludando-. Han venido a ver a su pontífice, dejemos que lo hagan.

Los papas siempre habían viajado por la península Itálica con libertad, una ventaja de la que disfrutaban los italianos a cambio de sus dos mil años de comunión con la madre Iglesia, de modo que Clemente se tomó un instante para saludar a la multitud.

Finalmente el Papa entró en el pórtico de la catedral. Michener iba en pos, rezagándose adrede para que el clero tuviera la oportunidad de fotografiarse con el Santo Padre.

El cardenal Gustavo Bartolo aguardaba dentro. Lucía una sotana de seda púrpura con una faja a juego que indicaba su elevada categoría dentro del colegio cardenalicio. Era un hombre de cabello blanco y deslustrado y barba poblada. Michener solía preguntarse si el aspecto de profeta bíblico era intencionado, ya que Bartolo no tenía reputación de brillantez intelectual ni de iluminación espiritual, sino más bien de fiel recadero. Había sido nombrado obispo de Turín por el predecesor de Clemente y ascendido al Sacro Colegio, el cual lo designó prefecto de la Sábana Santa.

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