Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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Se incorporó a un grupo de gente que caminaba hacia el teatro de la acera opuesta. Sabía que el Circo de Moscú, uno de los grandes espectáculos del mundo, era parte del circuito turístico. Él mismo había asistido hacía años, y lo habían dejado atónito los osos danzarines y los perros amaestrados.

Tenía veinte minutos hasta el inicio de la función. Cabía la posibilidad de que durante el descanso lograse hacerle llegar un mensaje a Akilina Petrovna. Si no, la buscaría al final. Quizá pudiera ella ponerse en contacto con la embajada norteamericana. Quizá pudiera entrar y salir del Voljov y hablar con Taylor Hayes. Era probable que tuviese un apartamento donde pudiera él esperar sin peligro.

El teatro se alzaba a unos cincuenta metros, al otro lado de la calle. Estaba a punto de cruzar, para dirigirse a una taquilla, cuando una voz, a su espalda, gritó: «Stoi.» Alto.

Siguió hacia delante, abriéndose paso entre la gente.

Volvió la cabeza y vio a un policía. El hombre avanzaba por entre la multitud, con un brazo levantado, mirando al frente. Lord apretó el paso y cruzó rápidamente la congestionada calle, para en seguida mezclarse con la apretada marea de gente del lado opuesto. Un autobús turístico descargaba sus pasajeros, y Lord se incorporó a una fila de japoneses que se iban metiendo en el local brillantemente iluminado. Miró de nuevo hacia atrás y no vio al policía.

Podían haber sido imaginaciones suyas.

Mirando al suelo, fue en pos de la bulliciosa muchedumbre. Pagó sus diez rublos en taquilla y entró a toda prisa, en la esperanza de encontrarse con Akilina Petrovna.

*

Akilina se puso el vestido. En el camerino común reinaba el habitual bullicio, con los artistas entrando y saliendo todo el tiempo. A nadie se le concedía el lujo de un vestidor privado. Eso era algo que Akilina sólo había visto en las películas norteamericanas, que pintaban un retrato romántico de la vida circense.

Estaba cansada, porque había dormido poco la noche anterior. El viaje de San Petersburgo a Moscú había sido interesante, por no decir otra cosa, y Akilina se había pasado el día pensando en Miles Lord. Le había dicho la verdad. Era el primer hombre de raza negra a quien había visto en aquel tren. Y no, nunca se había asustado ante él. Podía ser que el miedo de Lord la hubiese desarmado a ella.

Lord no se ajustaba a ninguna de las descripciones estereotipadas que Akilina recordaba de su niñez, cuando los profesores de los colegios estatales deploraban la espantosa maldad de la raza negroide. Recordaba comentarios sobre su inferioridad mental, sus débiles sistemas inmunológicos y su completa incapacidad para gobernarse. En Norteamérica fueron esclavos, circunstancia que los propagandistas martilleaban una y otra vez, para dar énfasis al fracaso del capitalismo. Akilina incluso había visto fotos de linchamientos, donde los blancos vestían de fantasmas con capirotes y se regocijaban en el espectáculo.

Miles, sin embargo, no hacía pensar en nada parecido. Su piel era de color óxido, como la del río Voina, que Akilina recordaba de las visitas al pueblo de su abuela. El pelo, que era castaño oscuro, lo llevaba corto y limpio. Tenía un cuerpo compacto y vigoroso. Tenía pinta de ser serio, pero también afable, y su voz gutural era de las que no se olvidan. Dio la impresión de sorprenderle de veras la propuesta que ella le hizo de pasar la noche en su compartimento, quizá porque no estuviera acostumbrado a tanta desenvoltura en una mujer. Akilina pensó que ojalá fuera todavía más profundo su refinamiento, porque le parecía un hombre interesante.

Al bajarse del tren vio salir de la estación, y subirse a un Volvo de color oscuro que esperaba en la calle, a los tres hombres que perseguían a Lord. Antes había metido el maletín de Lord en su valija, y ahora seguía custodiándolo, en espera de que él acudiese a reclamarlo.

Se había pasado el día preguntándose cómo estaría Lord. Los hombres no habían desempeñado papeles importantes en su vida de los últimos años. El circo daba función casi todas las noches, doble en verano. Si no estaban en Moscú, la compañía se desplazaba muchísimo. Akilina había estado en casi toda Rusia y en la mayor parte de Europa, e incluso en Nueva York, en el Madison Square Garden. No le quedaba mucho tiempo libre para dedicarlo a los hombres, si no contamos alguna cena ocasional y alguna que otra conversación en los trayectos largos de tren o ferrocarril.

Le faltaba un año para cumplir los treinta y se preguntaba si alguna vez se le presentaría la opción del matrimonio. Su padre siempre había querido que se estableciera en algún sitio, que abandonase el circo y se casara. Pero Akilina había sido testigo de lo que les había ocurrido a muchas amigas suyas. Todo el día trabajando, en una fábrica o en una tienda, para luego volver a casa y ocuparse de las labores del hogar, un día tras otro, sin conclusión posible. No había igualdad entre los hombres y las mujeres, por más que el régimen soviético hubiera proclamado en su momento, y con mucho orgullo, que las mujeres soviéticas eran las más liberadas del mundo. El matrimonio aportaba muy pocas ventajas. Maridos y mujeres, por lo general, trabajaban cada uno en lo suyo, con horarios distintos, incluso con vacaciones separadas, porque rara vez les coincidían los períodos de asueto. Akilina comprendía perfectamente que uno de cada tres matrimonios terminase en divorcio, y que las parejas, en su mayor parte, sólo tuvieran un hijo. No tenían ni tiempo ni dinero para más. Nunca le había parecido atractivo ese modo de vivir. Como decía su abuela, para conocer a una persona hay que compartir la sal con ella.

Se situó frente al espejo y se roció el pelo con agua, para luego hacerse un moño con las trenzas húmedas. No se ponía mucho maquillaje para salir a escena, lo justo para resistir los duros focos azules y blancos. Era de tez pálida -porque había heredado una casi total carencia de pigmentación-, rubia, con los ojos azules, como su madre eslava. El oficio le venía de su padre, que había sido acróbata durante decenios. Afortunadamente, su buen hacer les valió un apartamento más grande, más raciones alimenticias y mejor presupuesto para vestir. Gracias a Dios, el arte siempre fue un componente importante de la propaganda comunista. El circo, junto con el ballet y la ópera, había estado años exportándose, en un intento por mostrar al mundo que Hollywood no poseía el monopolio del espectáculo.

Ahora, toda la troupe estaba ahí para hacer dinero. El circo pertenecía a un conglomerado de empresas moscovitas que seguía paseando el espectáculo por todo el planeta, con la diferencia de que ahora no se hacía con fines propagandísticos, sino por obtener dinero. De hecho, Akilina ganaba un buen sueldo, para vivir en la Rusia postsoviética. Pero en el momento mismo en que ya no fuera capaz de fascinar al público desde la barra de equilibrio pasaría a incorporarse al número de los desempleados, que eran millones. De ahí que se mantuviera en excelente forma física, vigilando atentamente la dieta y regulando con precisión sus hábitos de sueño. Anoche había sido la primera vez en mucho tiempo en que no había dormido sus ocho horas.

Volvió a pensar en Miles Lord.

Antes, en su apartamento, había abierto el maletín. Recordaba que Lord se había quedado algunos papeles, pero tenía la esperanza de que los restantes arrojarían alguna luz sobre aquel hombre que tan fascinante le parecía. Pero sólo encontró un cuaderno de notas, en blanco, tres bolígrafos, unas cuantas tarjetas del hotel Voljov y un billete de Aeroflot para el vuelo Moscú-San Petersburgo del día antes.

Miles Lord. Abogado norteamericano en la Comisión del Zar.

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