Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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– Lo que está usted diciéndome, en realidad, es que los demás miembros de la colación no quieren correr el riesgo de que la Iglesia se les ponga enfrente. No estoy en la ignorancia, General. Sé que la mafiya forma parte de su grupo. Por no decir nada de las sanguijuelas del gobierno, que son aún peores. Usted, General, es una cosa. Ellos son otra.

A Hayes le constaba que el anciano tenía razón. Los miembros del gobierno estaban todos al servicio remunerado de la mafiya o de los nuevos ricos. El soborno era la forma normal de sacar adelante los asuntos públicos. De modo que preguntó:

– ¿Preferiría usted a los comunistas?

El patriarca se volvió hacia él:

– ¿Qué pueden saber los norteamericanos de todo esto?

– Llevo treinta años tratando de comprender lo que ocurre en este país. Represento a un enorme conglomerado de inversores estadounidenses. Compañías con miles de millones de dólares en juego. Compañías que también podrían hacer sabrosas contribuciones a las diversas diócesis que usted tiene.

Brotó en el rostro del anciano una sonrisa alborozada:

– Los norteamericanos se creen que todo puede comprarse con dinero.

– Y ¿no se puede?

Adriano se aproximó a una de las adornadas sepulturas, con las manos fuertemente trabadas, de espaldas a sus dos interlocutores:

– La cuarta Roma.

– ¿Perdón? -le preguntó Lenin.

– La cuarta Roma. Es lo que están ustedes proponiéndome. En tiempos de Iván el Grande, Roma, sede del primer Papa, ya había caído. Más tarde sucumbió Constantinopla, sede del Papa de Oriente. Tras ello, Iván proclamó a Moscú tercera Roma. Era el único lugar del mundo en que la Iglesia y el Estado se fundían en un solo ente político, con él, Iván, a la cabeza, por supuesto. Y predijo que nunca habría una cuarta Roma.

El patriarca se dio la vuelta para mirar de frente a los otros dos.

– Iván el Grande casó con la última princesa bizantina, poniendo así de manifiesto que su Rusia se constituía en heredera de Bizancio, por mediación de su mujer. Tras la toma de Constantinopla por los turcos, en 1453, Iván proclamó a Moscú como centro secular del mundo cristiano. Una medida inteligente, de hecho. Le permitía, de paso, proclamarse cabeza de la eterna unión entre la Iglesia y el Estado, adjudicándose la santa majestad de un rey-sacerdote universal que ejercía su potestad en nombre de Dios. De Iván en adelante, todos los Zares se consideraron directamente nombrados por Dios, y los cristianos les debían obediencia. Una autocracia de Derecho Divino, en que se concertaba la Iglesia y la Dinastía para convertirse en legado imperial. Todo funcionó perfectamente durante cuatrocientos cincuenta años, hasta Nicolás II, cuando los comunistas asesinaron al Zar y deshicieron la unión de Iglesia y Estado. ¿Cabe suponer, quizá, que ahora volveremos a lo anterior?

Lenin sonrió.

– Pero esta vez, Santidad, la unión será de grandísimo alcance. Lo que nosotros proponemos es la fusión de todas las facciones, incluida la Iglesia. Un esfuerzo unificado que asegure la supervivencia de todos. Como usted dice: la cuarta Roma.

– ¿Incluida la mafiya ?

Lenin asintió con la cabeza.

– No tenemos elección. Tienen demasiada implantación. Puede que, con el tiempo, se les pueda aclimatar a la corriente dominante de la sociedad.

– Mucho esperar es eso. Están dejando seco al pueblo. Su codicia es, en gran parte, responsable de la nefasta situación en que nos hallamos.

– Lo comprendo, Santidad. Pero no tenemos elección. Afortunadamente, las diversas facciones de la mafiya están colaborando, por el momento.

Hayes decidió aprovechar la oportunidad:

– También podemos resolver el problema de relaciones públicas que tienen ustedes.

El patriarca arqueó las cejas.

– No era yo consciente de que mi Iglesia tuviese tal problema.

– Seamos francos, Santidad. Si no tuvieran ustedes un problema, no estaríamos aquí, bajo la catedral más santa de la Iglesia Ortodoxa Rusa, planeando la manipulación de la monarquía, una vez la restauremos.

– Prosiga, señor Hayes.

Estaba empezando a gustarle el patriarca Adriano. Parecía un hombre práctico, de pies a cabeza.

– La gente va cada vez menos a la iglesia. No hay muchos rusos que deseen ver a sus hijos convertidos en sacerdotes, y son menos aún quienes hacen donativos a sus parroquias. Su flujo de caja debe de estar bajo mínimos. También tienen ustedes encima la posibilidad de una guerra civil. Por lo que me dicen, un buen número de sacerdotes y obispos están a favor de convertir la Ortodoxia en religión nacional, excluyendo todas las restantes religiones. Yeltsin se negó a hacerlo, vetando la ley que así lo establecía y volviéndola a promulgar luego, pero en versión diluida. Pero no tenía elección. Estados Unidos habría cortado las subvenciones si se hubiera puesto en marcha la persecución religiosa, y Rusia necesita la ayuda exterior. Sin el respaldo gubernamental, su Iglesia bien podría venirse abajo.

– No negaré que hay un creciente cisma entre ultra tradicionalistas y modernistas.

Hayes no perdió comba:

– Los misioneros de otras religiones están erosionando sus bases. Tienen ustedes clérigos de todos los rincones de Estados Unidos, haciendo proselitismo entre los rusos. La variedad, en teología, es siempre un problema, ¿verdad? Resulta difícil que la grey no se desmande, habiendo otros que predican opciones distintas.

– Desgraciadamente, los rusos no nos manejamos bien cuando nos dan a elegir.

– ¿Cuál fue la primera elección democrática? -dijo Lenin-. Dios creó a Adán y Eva y luego le dijo a Adán: «Puedes elegir esposa.»

El patriarca sonrió.

Hayes siguió hablando:

– Lo que usted quiere, Santidad, es la protección del Estado, sí, pero sin represión. Quiere la Ortodoxia, pero no quiere perder el control. Ése es el lujo que le ofrecemos nosotros.

– Concrete, por favor.

– Usted, en su calidad de patriarca -dijo Lenin- será la autoridad suprema de la Iglesia. El nuevo Zar se atribuirá esa posición, pero no interferirá en la administración de la Iglesia. De hecho, el Zar animará al pueblo a que practique el culto ortodoxo. Los Romanov siempre se entregaron a esa tarea con gran dedicación. Sobre todo Nicolás II. Esta dedicación, además, en modo alguno excluye la propugnación por parte del nuevo Zar de una filosofía nacionalista rusa. Usted, en compensación, hará pública su postura favorable al Zar y dará su apoyo a todo lo que haga el nuevo gobierno. Sus sacerdotes deben ser aliados nuestros. Así quedarán unidos la Iglesia y el Estado, aunque las masas no tienen por qué saberlo. La cuarta Roma, adaptada a la nueva realidad.

El anciano quedó en silencio, ponderando, sin duda, la propuesta.

– Muy bien, caballeros. Consideren la Iglesia a su disposición.

– Ha sido rápido -dijo Hayes.

– En absoluto. Llevo pensándomelo desde el día en que me hicieron ustedes la propuesta. Eso sí: quería ver con mis propios ojos y evaluar a las personas con quienes estaré en alianza. Me han gustado ustedes.

Lenin y Hayes agradecieron el cumplido con una inclinación de cabeza.

– He de preguntarles si sólo quieren tratar conmigo en este asunto.

Lenin comprendió:

– ¿Le gustaría que un representante suyo asistiera a las reuniones? Es una cortesía que podemos tener con usted.

Adriano asintió:

– Nombraré a un pope. Sólo él y yo estaremos al corriente de este acuerdo. Ya les comunicaré el nombre.

20

Moscú, 17:40

Dejó de llover en el preciso momento en que Lord salía de la estación del metro. El bulevar Tsventnoy rezumaba agua, el aire se había enfriado perceptiblemente, una niebla glacial envolvía la ciudad. Seguía sin más abrigo que la chaqueta de su traje, entre aquella densa multitud de personas envueltas en lanas y en pieles. Le venía muy bien que hubiera caído la noche. La oscuridad y la niebla le harían más fácil ocultarse.

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