Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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– ¿Ése es el motivo de que me hayas ayudado?

Ella se encogió de hombros:

– Odio tanto al gobierno como a la mafiya. El mismo perro con distinto collar.

– ¿Crees tú que esos individuos pertenecen a la mafiya?

– Sin duda alguna.

– Tengo que hablar con el conductor.

Ella sonrió.

– Sería una estupidez. En este país no hay nadie que no se venda por dinero. Esos individuos te están buscando y, por consiguiente, ya habrán untado a todo el tren.

Tenía razón. La policía no tenía nada que echarle en cara a la mafiya. Se acordó del inspector Orleg. Un mazacote de ruso que le había caído mal desde el primer momento.

– ¿Qué sugieres?

– Yo no tengo nada que sugerir. Tú eres el abogado de la Comisión del Zar. A ver si se te ocurre algo.

Lord observó la bolsa de viaje que tenía ella al lado, encima de la cucheta, con el rótulo CIRCO DE MOSCÚ estampado en un costado.

– Les dijiste que trabajabas en un circo. ¿Es verdad?

– Pues claro.

– ¿Cuál es tu especialidad?

– Adivínalo. ¿Cuál crees tú que pueda ser?

– Con lo pequeñita que eres, serías una acróbata ideal -miró sus zapatillas de deporte, de color oscuro-. Tienes los pies firmes y compactos. Seguro que con los dedos largos. Tienes los brazos cortos, pero musculosos. Apostaría a que eres acróbata, quizá en la barra de equilibrio.

– Se te da bien. ¿Me has visto actuar alguna vez?

– Llevo años y años sin ir al circo.

¿Qué tendría? Veintitantos, quizá treinta y pocos.

– ¿Cómo es que hablas tan bien el ruso? -le preguntó ella.

– Me he pasado años estudiándolo.

La mente se le detuvo en otro problema, más acuciante:

– Tengo que salir de aquí y dejarte en paz. Ya has hecho mucho más de lo que podía pedírsete.

– ¿Dónde piensas ir?

– Ya encontraré algún compartimento vacío. Mañana trataré de bajarme del tren sin que nadie me vea.

– No seas tonto. Esos individuos van a pasarse la noche registrando el tren de arriba abajo. Éste es el único lugar seguro para ti.

Puso en el suelo, entre los dos, su bolsa de viaje y se tendió en la cucheta. En seguida buscó el interruptor con la mano y apagó la luz de cabecera.

– Ponte a dormir, Miles Lord. Aquí estás a salvo. Ésos no volverán.

Lord estaba demasiado cansado para discutir. Y carecía de sentido hacerlo, porque la chica tenía razón. De modo que se aflojó la corbata, se quitó la chaqueta, se tendió en su litera e hizo lo que ella le aconsejaba.

Lord abrió los ojos. Aún rechinaban las ruedas sobre los raíles de acero. Miró la esfera luminosa de su reloj. Las cinco y veinte de la madrugada. Cinco horas durmiendo.

Había soñado con su padre. El sermón del Hijo Incomprendido que tantas veces había tenido que escuchar. A Grover Lord le encantaba mezclar la política con la religión, y su principal objetivo eran los comunistas y los ateos; le encantaba, además, utilizar la parábola de su hijo primogénito ante sus fieles. La idea funcionaba bien en las congregaciones sureñas, y el reverendo era un artista metiendo miedo a gritos, pasando luego el plato y embolsándose el ochenta por ciento antes de pasar al pueblo siguiente.

Su mujer, la madre de Lord, lo defendió hasta el final, al muy hijo de puta, negándose a aceptar la evidencia. A Lord hijo le tocó, por su condición de primogénito, recoger su cadáver de un motel de Alabama. A la mujer con quien su padre acababa de pasar la noche se la llevaron, presa de la histeria, tras haberse despertado desnuda y con el cadáver del reverendo Grover Lord a su lado. Sólo entonces se confirmaron las ya viejas sospechas de Miles: que tenía dos medio hermanos y que su padre los había mantenido, todos estos años, con el dinero de las colectas. Sólo Dios podía saber por qué no le bastó a aquel hombre con los cinco hijos que ya tenía en casa. No daba la impresión de haber hecho mucho caso de su propio sermón sobre el Adulterio y el Mal.

Trató de ver algo en la oscuridad del compartimento. Akilina Petrovna dormía tranquilamente bajo un cobertor de color blanco. Apenas si alcanzaba a percibir su rítmica respiración por encima del monótono traqueteo del tren. Pensó que se había metido en un buen lío y que tenía que salir pitando de Rusia, por mucha historia que estuviera fraguándose en aquel momento. Menos mal que llevaba encima el pasaporte. Mañana saldría con destino a Atlanta en el primer vuelo que pudiera agarrar. Pero ahora mismo, con el vaivén del compartimento y el chasquear de las ruedas, junto con la oscuridad que lo rodeaba, lo único que podía hacer era seguir durmiendo. Eso hizo.

15

Viernes, 15 de octubre

– Miles Lord.

Al abrir los ojos, vio a Akilina Petrovna mirándolo desde lo alto.

– Estamos llegando a Moscú.

– ¿Qué hora es?

– Las siete y poco.

Apartó la manta y se incorporó. Akilina volvió a sentarse en el borde de su cucheta, a medio metro. Lord tenía la boca como si se hubiera enjuagado los dientes con cola de carpintero. Le hacía falta una buena ducha y un afeitado, pero no había tiempo. También era indispensable que se pusiera en contacto con Taylor Hayes, pero había un problema. Un problema enorme. Y su anfitriona parecía saberlo.

– Esos individuos van a estar esperando en la estación.

Se pasó la lengua por la película que le cubría los dientes.

– Ya.

– Hay un modo de evitarlos.

– ¿Cuál?

– Dentro de unos minutos vamos a pasar por el Anillo Ajardinado, y el tren aminorará la marcha. Velocidad limitada. Cuando era pequeña, nos subíamos y nos bajábamos del expreso de San Petersburgo. Era un modo fácil de ir al centro y luego volver.

A Lord no le pareció especialmente atractiva la idea de tirarse en marcha de un tren, pero no podía correr el riesgo de encontrarse con Párpado Gacho y Cromañón.

– ¿Lo ves? -dijo ella.

– ¿Sabes dónde estamos?

La chica miró por la ventana.

– A unos veinte kilómetros de la estación. Deberías marcharte cuanto antes.

Lord cogió su maletín y abrió los cierres. No llevaba gran cosa: unas cuantas copias de lo que había descubierto en los archivos de Moscú y San Petersburgo y otros papeles sin importancia. Los dobló todos y se los metió en un bolsillo de la chaqueta, comprobando que también tenía el pasaporte y la cartera.

– El maletín sería un estorbo.

Se hizo cargo ella del maletín de cuero.

– Yo te lo guardo. Si quieres recuperarlo, pásate por el circo.

Él sonrió.

– Gracias. Lo mismo me paso, sí.

Pero en otro viaje, en otro momento, pensó.

Se puso en pie y se colocó la chaqueta.

Ella se acercó a la puerta.

– Voy a echar un vistazo al pasillo, a ver si todo está en orden.

Él le tocó ligeramente el brazo:

– Gracias. Por todo.

– De nada, Miles Lord. Me has hecho pasarlo bien en un viaje aburrido.

Estaban muy cerca el uno del otro, y Lord volvió a percibir el perfume floral de la noche anterior. Akilina Petrovna era atractiva, aunque su rostro mostraba ya un atisbo de los duros efectos de la vida. La propaganda soviética llegó a proclamar que las mujeres comunistas eran las más liberadas del mundo. No había fábrica que pudiera funcionar sin ellas. El sector de servicios se derrumbaría sin su contribución. Pero el tiempo nunca las trató bien. Lord había admirado siempre la belleza de las mujeres rusas, pero le daban pena los inevitables efectos en su físico de la sociedad en que vivían. Y se preguntó qué aspecto tendría esa chica tan encantadora dentro de veinte años.

Lord se echó atrás para dejarle paso y ella abrió la puerta para salir al pasillo.

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