Las personas a quienes deseaba causar buena impresión.
Como su padre.
Aún veía a Grover Lord en su ataúd, de ceniza los labios y el rostro, cerrada por la muerte la boca que tanto había cantado las alabanzas de Dios. Llevaba puesto uno de sus mejores trajes y lucía en la corbata el nudo que siempre le había gustado al reverendo. Tampoco faltaban los gemelos de oro, ni el reloj. Lord recordó haber pensado que esas tres joyas podrían haber subvencionado buena parte de sus estudios. Unos miles de fieles acudieron al funeral: desmayos, gritos, cánticos. Su madre habría querido que Lord pronunciara unas palabras, pero ¿qué decir? Aquel tipo había sido un charlatán, un hipócrita, un pésimo padre; pero tampoco era cosa de proclamarlo en público. Se negó a hablar, y su madre nunca se lo perdonó. Las relaciones entre ambos seguían siendo muy frías, aún ahora. Ella estaba muy orgullosa de haber sido la mujer de Grover Lord.
Se volvió a frotar los ojos, porque el sueño empezaba a apoderarse de él.
Su mirada se desplazó a lo largo del vagón, hasta los rostros de quienes acababan de levantarse para un refrigerio de última hora. Un hombre le llamó la atención. Joven, rubio, bajo y fornido. Estaba ahí sentado, solo, bebiendo algo de color claro; y la presencia de este hombre le provocó un escalofrío a todo lo largo de la espina dorsal. ¿Representaba una amenaza? Su pregunta halló respuesta al llegar una joven con un niño pequeño. Se sentaron ambos con aquel hombre y todos emprendieron la charla.
Lord se dijo que debía tomarse las cosas con más tranquilidad.
Pero entonces vio al otro extremo del vagón a un hombre de mediana edad, con una botella de cerveza en el regazo, el rostro delgado y adusto, los labios finos, los mismos ojos húmedos y angustiados que Lord había visto aquella tarde.
El hombre del archivo, que seguía con el mismo traje beis con bolsas en las rodillas y en los codos.
Lord se puso en guardia.
Demasiada coincidencia.
Tendría que haber vuelto junto a Zinov, pero no lo hizo, para que no se le notara tanto la inquietud. De modo que se echó al coleto el resto de la Pepsi y, a continuación, cerró con lentitud su cartera de mano. Se puso en pie y arrojó unos rublos sobre la mesa. Todo ello lo hacía con la esperanza de dar una imagen de tranquilidad, pero luego, al salir por la puerta de cristal, vio que el reflejo de aquel hombre se abalanzaba sobre él.
Abrió de par en par la puerta corredera y salió a toda prisa de la sala, no sin haber vuelto a cerrar con violencia. Cuando se volvía hacia el último coche vio que el hombre continuaba avanzando.
Mierda.
Siguió adelante y entró en el coche en que estaba su compartimento. Un rápido vistazo atrás le permitió ver que el hombre entraba también en el coche, sin detenerse.
Abrió la puerta de su compartimento.
Zinov se había marchado.
Volvió a cerrar la puerta. Podía ser que su guardaespaldas hubiera ido al servicio. Echó a correr por el pasillo adelante y tomó una ligera curva que conducía a la salida más alejada. La puerta del servicio estaba cerrada, sin el cartel de OCUPADO puesto.
Abrió.
Vacío.
¿Dónde demonios estaba Zinov?
Se metió en el servicio, pero antes abrió la puerta de acceso al vagón siguiente, para que pareciese que alguien la acababa de franquear. Cerró la puerta del servicio, sin poner la señal de OCUPADO, para que no se viese desde fuera.
Se quedó muy quieto, apoyado contra la puerta de acero inoxidable, respirando pesadamente. Le latía con mucha fuerza el corazón. Oyó pasos acercándose y cruzó los brazos a la altura del pecho, dispuesto a utilizar su cartera de mano a guisa de arma. A través de la puerta le llegó el ruido rasposo del paso entre vagón y vagón al abrirse.
Un segundo después se cerró.
Dejó transcurrir todo un minuto, sin oír nada. Abrió una rendija para mirar: no había nadie a la vista. Cerró la puerta de golpe y echó el pestillo. Era la segunda vez en dos días que se salvaba por piernas de una muerte cierta. Colocó la cartera de mano encima de la tapa del váter y se tomó un tiempo para limpiarse el sudor ante el lavabo, en cuyo borde alguien había olvidado un envase de desinfectante. Utilizó el spray para limpiar la pastilla de jabón y luego se lavó la cara y las manos, poniendo especial cuidado en no tragar agua, porque acababa de ver un pequeño rótulo en caracteres cirílicos advirtiendo de que nada allí era potable. Utilizó su pañuelo para secarse la cara. No había toallitas de papel.
Se miró al espejo.
Se le notaba el cansancio en los ojos y en la cara; y, además, necesitaba un corte de pelo. ¿Qué estaba pasando? ¿Dónde se había metido Zinov? Menudo guardaespaldas. Volvió a lavarse la cara y se enjuagó la boca, siempre con cuidado de no tragar agua. Qué extraña ironía, pensó. He aquí una superpotencia mundial con mil veces la capacidad de hacer estallar el planeta, pero incapaz de ofrecer agua limpia en los trenes.
Trató de recuperar la calma. La noche desfilaba a toda prisa tras la ventana ovalada. Cruzó a toda velocidad un tren, en la dirección opuesta: le dio la impresión de que fueron varios minutos.
Tomó aire, agarró el maletín y abrió la puerta corredera.
Le cerraba el camino un individuo alto, fornido, con marcas de viruela en la cara, con el pelo reluciente peinado hacia atrás, en cola de caballo. Lord lo miró a los ojos e inmediatamente observó la excesiva distancia que había entre la pupila derecha y la ceja del mismo lado.
Párpado Gacho.
Un puño se hundió en el estómago de Lord.
Se dobló en dos, con el aire estrangulándole la garganta. Sintió nauseas. La fuerza del golpe lo arrojó contra la pared opuesta, naciendo que su cabeza chocara con fuerza contra el cristal de la ventana y que se le fuera un momento la visión.
Quedó sentado en la tapa del váter.
Párpado Gacho se metió en el servicio y cerró la puerta.
– Vamos a terminar de una vez, señor Lord.
Lord consiguió asir el maletín y, por un momento, pensó en utilizarlo para asestarle un golpe ascendente a su enemigo, pero el margen de maniobra que tenía era tan corto, que el golpe no habría surtido ningún efecto. Empezaba a faltarle aire en los pulmones. La conmoción inicial se vio reemplazada por el miedo. Un terror helado, escalofriante.
En la mano de Párpado Gacho se abrió una navaja.
Sólo sería un momento.
La mirada de Lord se trasladó al desinfectante. Hinchó el pecho, agarró el envase y utilizó el spray contra el rostro de su asaltante. El vapor cáustico le entró en los ojos a Párpado Gacho, que profirió un alarido. Lord le propinó un rodillazo en la entrepierna. Párpado Gacho se dobló en dos y se le cayó la navaja de la mano, al suelo de losetas. Lord aferró el maletín con ambas manos y le aplicó a su rival un tremendo golpe descendente. Párpado Gacho cayó hacia delante.
Lord repitió el golpe. Y volvió a repetirlo.
Luego saltó por encima del cuerpo de Párpado Gacho y abrió la puerta corredera para salir al pasillo. Esperándolo estaba Cromañón, con la misma frente huidiza y la misma nariz abultada del día antes.
– ¿Tiene usted mucha prisa, señor Lord?
Aplicó un puntapié en la rodilla del ruso, haciéndolo caer. A su derecha había un samovar de plata que desprendía vapor y un escanciador de cristal, listo para atender a los clientes que quisieran café. Le arrojó el agua hirviendo a Cromañón.
El hombre gritó de dolor.
Lord echó a correr en la dirección opuesta, hacia la salida que había junto al servicio. Oyó que Párpado Gacho se levantaba del suelo, llamando a voces a Cromañón.
Abandonó el coche cama y siguió su carrera por el vagón siguiente, a toda la velocidad que le permitía la estrechez del pasillo. Iba con la esperanza de que apareciese algún empleado. Nadie. Sin soltar el maletín de mano, alcanzó la puerta de comunicación con el vagón contiguo. A sus espaldas, oyó el ruido de la puerta del otro extremo, al abrirse, y vio que sus dos perseguidores porfiaban en su empeño.
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