Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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Aquel profesor ruso tenía su punto de razón. Por todo lo que Lord había leído sobre Baklanov, el tipo estaba más interesado en la recuperación del prestigio zarista que en gobernar verdaderamente el país.

– ¿Puedo hacerle una sugerencia, señor Lord?

– Por supuesto.

– ¿Ha estado usted en el archivo de San Petersburgo?

Dijo que no con la cabeza.

– Echarle un vistazo podría resultarle productivo. Allí tienen muchos de los escritos de Lenin. Y también casi todos los diarios y cartas del Zar y la Zarina. Zarina -señaló los papeles-. Podría contribuir a aclarar el significado de lo que ha descubierto usted.

Parecía una buena sugerencia.

– Muchas gracias. Quizá lo haga -miró el reloj-. Ahora voy a pedirle que me perdone, pero tengo que seguir buscando un poco en los archivos, antes de que me cierren. Ha sido un placer hablar con usted. Estaré por aquí unos cuantos días más. Puede que surja la posibilidad de que charlemos otro poco.

– Yo también andaré por aquí. Si no le molesta, voy a sentarme un rato. ¿Me permite leer de nuevo esos dos documentos?

– Sí, claro.

Al regresar, diez minutos más tarde, encontró ambos papeles encima de la mesa, pero Semyon Pashenko había desaparecido.

7

17:25

Un BMW oscuro recogió a Hayes delante del Voljov. Tras un cuarto de hora de recorrido, con tráfico sorprendentemente ligero, el conductor metió el coche en un patio con puerta. La casa que había al fondo era de estilo neoclásico, databa de principios del siglo xixy era -sigue siéndolo- una de las joyas de Moscú. Bajo el mandato de los comunistas fue Centro Estatal de la Literatura y de las Artes, pero, tras la caída, como casi todo, el edificio salió a subasta y, finalmente, cayó en manos de uno de los nuevos ricos del país.

Hayes se bajó del coche y le dijo al chofer que esperara.

Como de costumbre, dos individuos armados de Kaláshnikovs hacían la centinela en el patio. La fachada de la casa, de estuco azul, parecía gris a la tenue luz de la tarde. Hayes respiró a fondo -un aire amargo por culpa de las emanaciones de carbono- y entró decididamente, por un camino de ladrillos, en un hermoso jardín otoñal. Accedió a la casa por una puerta de madera de pino, que no estaba cerrada con llave.

El interior era típico de una vivienda edificada casi doscientos años atrás. La planta baja era una mezcolanza irregular, con las zonas de recepción orientadas hacia la fachada exterior, y con varias habitaciones privadas en la trasera. La decoración era de época, y Hayes la tenía por original, aunque nunca le había preguntado al propietario. Se orientó por un dédalo de pasillos estrechos y llegó al salón revestido donde se celebraban siempre las reuniones.

Allí aguardaban cuatro hombres, cada uno con su vaso y su puro habano.

Había estado con ellos por primera vez ya hacía un año, y todos los contactos posteriores se habían efectuado mediante nombres clave. Hayes era Lincoln, los otros cuatro utilizaban los nombres que cada uno había escogido: Stalin, Lenin, Khrushchev y Brezhnev. Habían tomado la idea de un grabado que se vendía en las tiendas de regalo de Moscú. En él se veía a varios Zares rusos, emperatrices y gerifaltes soviéticos reunidos en torno a una mesa, bebiendo y fumando y no hablando de nada que no fuese la Madre Rusia. Ni que decir tiene que semejante reunión nunca existió, pero el dibujante apelaba a su fantasía para imaginar cómo habrían reaccionado tales personajes en semejante eventualidad. Cada uno de los cuatro hombres había escogido cuidadosamente su alias, poniendo de manifiesto, así, que sus reuniones no eran muy distintas de las que representaba el grabado, y que el destino de la Patria estaba ahora en sus manos.

Los cuatro le dieron la bienvenida a Hayes, y Lenin le sirvió vodka de una botella puesta a enfriar en un cubo de plata. Le ofrecieron también una bandeja de salmón ahumado y setas maceradas. Hayes no aceptó.

– Me temo que tengo malas noticias -dijo en ruso, y a continuación les contó que Lord había salido ileso del atentado.

– Hay otra cosa -dijo Brezhnev-: hasta ahora no hemos sabido que el abogado ese es africano.

A Hayes le pareció curiosa la observación:

– No es africano. Es americano. Si a lo que se refiere usted es al color, ¿qué importancia tiene?

Stalin se inclinó hacia delante. A diferencia de su tocayo, siempre se convertía en portavoz de la razón.

– Qué trabajo les cuesta a los americanos entender hasta qué punto somos sensibles al destino, los rusos.

– Y ¿qué pinta el destino en este asunto?

– Háblenos del señor Lord -le pidió Brezhnev.

A Hayes no le gustaba nada aquel asunto. Ya le había parecido extraño que se diera la orden de matar a Lord de un modo tan despreocupado, y sin saber nada de él. En el transcurso de la última reunión, Lenin le había dado el teléfono de Orleg y le había dicho que organizara el atentado con él. Aquello le molesto en principio -no le iba a ser fácil encontrar otro ayudante tan valioso-, pero era tanto lo que había en juego que no iba a preocuparse por un abogado de más o de menos. Así que hizo lo que le habían pedido. No más preguntas. No tenían sentido.

– Lord llegó a mí directamente de la Facultad de Derecho. Alumno muy destacado de la Universidad de Virginia. Interesado desde siempre en las cosas de Rusia, hizo un máster en estudios de Europa Oriental. Se le dan muy bien los idiomas. Es dificilísimo encontrar un abogado que hable ruso. Desde el principio pensé que sería una buena inversión, y no me equivoqué. Hay muchos clientes nuestros que confían exclusivamente en él.

– ¿Información personal? -preguntó Khrushchev.

– Nació en Carolina del Sur, donde se crió. Con algo de dinero. Su padre era predicador. Un evangelista de esos que van de pueblo en pueblo con su tienda de campaña, sanando gente. Según me cuenta Lord, su padre y él no se entendían bien. Miles tiene treinta y ocho o treinta y nueve años, no se ha casado nunca. Lleva una existencia bastante frugal, por lo que yo veo. Trabaja mucho. Es una de las personas con mayor índice de producción que tenemos en el bufete. Nunca me ha creado ningún problema.

Lenin se echó hacia atrás en su asiento.

– ¿Por qué le interesa Rusia?

– Ni puta idea. Hablando con él, se nota que está verdaderamente fascinado. Siempre lo ha estado. Es un fanático de la Historia, tiene el despacho lleno de libros y tratados. Incluso ha dado un par de conferencias en la universidad y en reuniones del colegio de abogados. Pero ahora me toca a mí preguntar: ¿Qué importancia tiene todo esto?

Stalin se acomodó.

– Ninguna, dado lo ocurrido hoy. El problema que representa el señor Lord tendrá que esperar. Lo que debe preocuparnos ahora es qué va a ocurrir mañana.

Hayes no estaba dispuesto a cambiar de tema:

– Que conste que yo no estaba a favor de matar a Lord. Les dije a ustedes que podía manejarlo, fuese lo que fuese lo que temían de él.

– Como quiera -dijo Brezhnev -. Hemos decidido que el señor Lord es asunto suyo.

– Me alegra que estemos de acuerdo. No será problema. Pero aún no me ha explicado nadie por qué era problema.

Khrushchev dijo:

– Su ayudante está hurgando demasiado en los archivos.

– Para eso lo envié aquí. Siguiendo las instrucciones que ustedes me dieron, debo añadir.

La tarea asignada era simple. Descubrir cualquier cosa que pudiera afectar la candidatura de Baklanov al trono. Y Lord se había pasado diez horas diarias investigando, durante las últimas seis semanas, y había dado parte de todos sus hallazgos. Hayes sospechaba que algo de lo que él había trasladado al grupo había despertado la atención de Khrushchev, Brezhnev, Lenin y Stalin.

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