Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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Nicolás y Alexis se vistieron en silencio, poniéndose la camisa, los pantalones, las botas y la gorra de campaña, mientras Alejandra se retiraba a la habitación de sus hijas. Desgraciadamente, Alexis no podía andar. Una nueva hemorragia hemofílica, dos días atrás, lo había dejado inválido, de modo que Nicolás hubo de trasladar cariñosamente a aquel chico de trece años, tan flaco, hasta el vestíbulo.

Hicieron aparición las cuatro hijas.

Todas vestían falda negra, lisa, y blusa blanca. En pos de ellas venía la madre, cojeando, apoyándose en un bastón. La preciosísima Rayo de Sol, como le llamaba el Zar, ya casi no podía andar: la ciática de su niñez había ido empeorando progresivamente. La casi constante preocupación que sentía por Alexis le había minado la salud, blanqueando su pelo castaño y velando el resplandor de unos ojos que cautivaron a Nicolás desde el día en que se conocieron, siendo ambos adolescentes. A Alejandra se le aceleraba la respiración con frecuencia, hasta el punto de que a veces se le hacía dolorosa y se le ponían los labios azules. Se quejaba del corazón y de la espalda, pero Nicolás no estaba seguro de que tales dolencias fueran auténticas, y no efectos del dolor psíquico inenarrable que padecía, preguntándose constantemente si había llegado el día en que la muerte se llevaría a su hijo.

– ¿Qué es todo esto, papá? -preguntó Olga.

Tenía veintidós años, era la primogénita. Reflexiva e inteligente, se parecía a su madre en muchas cosas; también en el mal humor y el enfurruñamiento que la dominaban a veces.

– Quizá sea nuestra salvación -le contestó él, articulando para que le leyera los labios.

La excitación recorrió su agraciado rostro. Dos de sus hermanas -Tatiana, un año más joven, y María, dos años más joven- se acercaron con almohadas. Tatiana era alta y de porte majestuoso: era quien mandaba en las chicas -la llamaban la Gobernanta-, y también la preferida de su madre. María era guapa y cariñosa -con unos ojos enormes-, y también coqueta. Quería casarse con un militar ruso y tener veinte hijos. Alejandro se dio cuenta de que sus dos hijas medianas también habían captado el mensaje.

Les hizo seña de que guardaran silencio.

Anastasia, diecisiete años, permanecía junto a su madre, llevando en brazos a Rey Carlos, el cocker spaniel que sus carceleros le habían permitido quedarse. Era bajita y rechoncha y tenía reputación de rebelde -una verdadera payasa contando chistes-, pero también poseía unos ojos azules encantadores, a los que Nicolás nunca había sabido oponer resistencia.

Los otros cuatro cautivos no tardaron en unírseles.

El doctor Botkin, médico de Alexis. Trupp, el ayuda de cámara de Nicolás. Demidova, doncella de Alejandra. Y Jaritonov, el cocinero.

Demidova también llevaba consigo una almohada, pero Nicolás sabía que ésta era especial. Oculta en lo más profundo de sus plumas iba un joyero, y el encargo que tenía Demidova era no perder de vista aquella almohada ni por un segundo. También Alejandra y las hijas llevaban tesoros encima: diamantes, esmeraldas, ristras de perlas y rubíes escondidos en el corsé.

Alejandra se le acercó cojeando y le preguntó:

– ¿Sabes qué es lo que ocurre?

– Los Blancos se acercan.

Se leyó el asombro en su fatigado rostro.

– ¿Es posible?

– Por aquí, por favor -dijo una voz conocida, desde la escalera.

Nicolás se dio la vuelta para mirar de frente a Yurovsky.

Este personaje había llegado doce días atrás, con un escuadrón de la policía secreta bolchevique, en sustitución del comandante anterior y su pandilla de obreros fabriles indisciplinados. Al principio, el cambio pareció positivo, pero Nicolás no tardó en llegar a la conclusión de que estos nuevos hombres eran todos profesionales. Quizá húngaros, incluso, prisioneros de guerra del ejército austrohúngaro, contratados por los bolcheviques para desempeñar tareas que los rusos nativos hallaban detestables. Yurovsky era su jefe. Un hombre de piel cetrina, con la barba negra, de los que jamás se apresuran, ni hablando ni actuando. Emitía sus órdenes con toda calma y esperaba ser obedecido. Le habían puesto el sobrenombre de Comandante Buey, y Nicolás pronto llegó a la conclusión de que aquel endemoniado individuo disfrutaba teniendo a los demás bajo su bota.

– Hay que darse prisa -dijo Yurovsky-. No tenemos mucho tiempo.

Nicolás pidió silencio y su cortejo lo siguió hasta el piso de abajo por una escalera de madera. Alexis dormía profundamente, con la cabeza apoyada en su hombro. Anastasia liberó al perro, que se quitó de en medio.

Los llevaron fuera, cruzando un patio, a un semisótano con ventana en forma de arco. Cubría las cuatro paredes un papel sucio, estampado a rayas. No había muebles.

– Esperad aquí a que lleguen los coches -dijo Yurovsky.

– ¿Dónde vamos? -preguntó Nicolás.

– Nos vamos -fue todo lo que dijo su carcelero.

– ¿Sin sillas? -dijo Alejandra-. ¿No podemos sentarnos?

Yurovsky, tras encogerse de hombros, dio instrucciones a uno de sus subordinados. Aparecieron dos sillas. Alejandra tomó una de ellas. María le colocó entre el asiento y la espalda la almohada que llevaba. Nicolás hizo que Alexis ocupara la otra. Tatiana le puso su almohada debajo, para que el chico estuviera más cómodo. Deminova siguió sujetando su almohada con los brazos cruzados.

Volvió a oírse el cañoneo distante.

– Tenemos que haceros fotos -dijo Yurovsky -. Hay gente convencida de que habéis escapado. Así que poneos aquí.

Yurovsky colocó a todo el mundo. Al final, las hijas estaban detrás de la madre, sentada ésta, y Nicolás permanecía en pie junto a Alexis, con los cuatro miembros de la familia detrás de él. Durante los dieciséis últimos meses habían recibido orden de hacer cosas bastante extrañas. Ésta -verse sacados de la cama en plena noche, para hacerles un retrato, y a continuación decirles que se retiraran - no era una excepción. Nadie dijo una sola palabra cuando Yurovsky salió de la habitación y cerró la puerta.

Un segundo más tarde, la puerta volvió a abrirse.

Pero no entró ningún fotógrafo con su cámara y su trípode.

Quienes entraron, uno por uno, fueron once hombres armados con sendos revólveres. Yurovsky entró el último. Llevaba la mano derecha hundida en el bolsillo del pantalón. En la otra sostenía una hoja de papel.

Comenzó a leer.

«En vista del hecho de que vuestros parientes insisten en su ataque a la Rusia Soviética, el Comité Ejecutivo del Ural ha decidido daros muerte.»

A Nicolás le contaba trabajo oír. Fuera, alguien ponía al máximo de revoluciones el motor de un vehículo, provocando un gran estruendo. Qué extraño. Miró a su familia, luego se situó frente a Yurovsky y le dijo:

– ¿Cómo? ¿Cómo?

La expresión del ruso no se alteró. Se limitó a repetir la lectura en el mismo tono monocorde. Luego, su mano derecha surgió del bolsillo.

Nicolás vio el arma.

Una pistola Colt.

El cañón se acercó a su cabeza.

6

Lord sentía una especie de flojera en el estómago cada vez que leía algo de aquella noche. Trató de imaginar cómo sería aquello cuando empezaron los tiros. El terror que tenían que haber sentido. Sin escape posible. Sin otra opción que morir de un modo horripilante.

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