¿Qué habían discutido que pudiera ser tan urgente? Uno de los temas había sido el blindado para los buques de guerra. No parecía tan crítico, pero ahora que Inglaterra había aceptado las nuevas cifras de construcción de barcos, tal vez Krupp tuviera dificultades para cumplir con las expectativas de producción. De inmediato se dijo que no podía ser: el barón no estaba informado de la victoria relacionada con el tratado. Krupp era brillante como capitalista y como técnico, pero también era un cobarde que, pese a haber despreciado al Partido antes de la subida al poder de Hitler, a partir de entonces era un converso fanático. Ernst sospechaba que la crisis no tenía nada de grave, pero Krupp y su hijo eran muy importantes para los planes de rearme y no se los podía ignorar.
– Puede coger la llamada en uno de esos teléfonos, señor. Haré que se la pasen.
– Discúlpeme un momento, mi Führer .
Hitler hizo un gesto afirmativo y continuó debatiendo con el fotógrafo el ángulo de la cámara. Un momento después sonó uno de los muchos teléfonos instalados en la pared. Una luz encendida indicó cuál era. Ernst cogió el auricular.
– ¿Diga? Soy el coronel Reinhard.
– Coronel, soy Stroud, asistente del barón Von Bohlen. Le pido disculpas por la molestia, pero él le ha enviado algunos documentos para que los examine. Un conductor los tiene allí, en el estadio donde usted se encuentra.
– ¿De qué se trata?
Una pausa.
– El barón me ha ordenado que no mencionara el tema por teléfono.
– Sí, sí, bien. ¿Dónde está ese conductor?
– En la calzada del costado sur del estadio. Lo esperará a usted allí. Es mejor ser discreto. Lo que quiero decirle, señor, es que se presente solo. Así lo indican mis instrucciones.
– Sí, desde luego.
– Heil Hitler.
– Heil.
Ernst colgó el auricular en su horquilla. Göring lo observaba como un obeso halcón.
– ¿Algún problema, ministro?
El coronel decidió ignorar tanto la fingida solidaridad como la ironía del título. En vez de mentir prefirió admitirlo:
– Krupp tiene un problema. Me ha enviado un mensaje.
Puesto que Krupp fabricaba principalmente blindados, artillería y municiones, trataba más con Ernst y los comandantes de la Marina y el Ejército que con Göring, cuyo territorio era el aire.
– Ach. -El gordo se volvió hacia el espejo provisto por el fotógrafo y comenzó a pasarse un dedo por la cara, para distribuir mejor el maquillaje.
Ernst se dirigió hacia la puerta.
– ¿Puedo ir contigo, Opa?
– Sí, Rudy, por supuesto. Por aquí.
El niño correteó tras su abuelo y ambos salieron al pasillo interior que conectaba todas las salas de prensa. Ernst le rodeó los hombros con un brazo. Después de orientarse, se dirigió hacia una puerta que debía de conducir a una escalera del lado sur. Al principio había restado importancia al tema, pero en realidad comenzaba a preocuparse. El acero Krupp estaba considerado como el mejor del mundo. El chapitel del magnífico edificio Chrysler, en Nueva York, estaba hecho con el famoso Enduro KA-2, de esa compañía. Pero eso también hacía que los logistas militares extranjeros vigilaran muy cuidadosamente la producción de la empresa. Tal vez los británicos o los franceses habían descubierto que gran parte de ese acero no se utilizaba para vías de ferrocarril, lavadoras ni automóviles, sino para blindados.
Abuelo y nieto se abrieron paso entre una multitud de obreros y capataces que trabajaban enérgicamente en esa planta: cortaban puertas para ajustar el tamaño, montaban maquinaria, lijaban y pintaban paredes. Al rodear una mesa de carpintero Ernst se miró la manga del traje e hizo una mueca.
– ¿Qué pasa, Opa? -gritó Rudy para hacerse oír sobre el alarido de una sierra.
– Hombre, mira esto. Mira lo que me ha pasado.
Tenía una salpicadura de escayola en la manga. La sacudió como pudo, pero quedó un resto. Pensó mojarse los dedos para limpiarla, pero tal vez de ese modo la escayola se fijara definitivamente en la tela. Y eso no le haría ninguna gracia a Gertrud. Era mejor dejar las cosas así por el momento. Cuando apoyaba la mano en el picaporte para salir al pasillo exterior, camino a la escalera, una voz sonó junto a su oído:
– ¡Coronel!
Ernst se volvió. El guardia de la SS había corrido hasta alcanzarlo y gritaba para hacerse oír sobre el gañido de la sierra:
– Han llegado los perros del Führer , señor, y él me ha mandado preguntar si su nieto no querría posar con ellos.
– ¿Con los perros? -preguntó Rudy entusiasmado. A Hitler le gustaban los pastores alemanes y tenía varios. Eran animales mansos, mascotas domésticas.
– ¿Te gustaría? -preguntó Ernst.
– ¡Claro que sí, Opa! ¡Por favor!
– Pero no juegues bruscamente con ellos.
– No, Opa.
Ernst lo acompañó nuevamente por el pasillo y lo vio correr hacia los animales, que olfateaban la sala, explorando. Hitler rió al ver que el pequeño abrazaba al más grande y le daba un beso en la testuz. El animal lo lamió con su enorme lengua. También Göring, con cierta dificultad, se inclinó para acariciar a los perros, con una sonrisa infantil en la cara redonda. Aunque era cruel en muchos aspectos, amaba con devoción a los animales.
Luego el coronel regresó al corredor y volvió a dirigirse hacia la puerta exterior, soplando el polvo que le manchaba la manga. Se detuvo frente a una de las grandes ventanas que daban al sur para mirar afuera. El sol caía con fiereza sobre él. Había dejado el sombrero en la cabina telefónica. ¿Convendría ir por él?
No, se dijo. Sería…
Un fuerte golpe en el cuerpo le quitó el aire de los pulmones. Se descubrió cayendo a la lona que cubría el mármol, con una exclamación agónica… confuso, asustado… Pero al chocar con el suelo el pensamiento que llenaba su mente era: «¡Ahora también me mancharé el traje de pintura! ¿Qué dirá Gertrud?».
El Munich House era un restaurante pequeño, diez calles al noroeste del Tiergarten y a cinco del pasaje Dresden. Willi Kohl había comido allí varias veces; recordaba haber disfrutado del goulash húngaro, al que agregaban semillas de alcaravea y uvas pasas, nada menos. Con la comida había bebido un estupendo vino tinto Blaufrankisch, de Austria.
Él y Janssen aparcaron el DKW frente al lugar; Kohl plantó la credencial de la Kripo en el salpicadero, para ahuyentar a los ansiosos Schupo, siempre armados de multas. Luego caminó a paso rápido hacia el restaurante, vaciando en el trayecto su pipa de meerschaum, seguido por Konrad Janssen.
El decorado del interior era de estilo bávaro: madera oscura y estucado amarillento; por doquier, bordes de gardenias de madera, torpemente talladas y pintadas. El salón olía gratamente a especias agrias y a carne asada. Inmediatamente Kohl sintió hambre; esa mañana sólo había tomado un desayuno ligero, de café y pastas. El humo era denso, pues ya casi había pasado la hora del almuerzo y la gente cambiaba los platos vacíos por café y cigarrillos.
Kohl vio a su hijo Günter junto a Helmut Gruber, el líder de las juventudes Hitlerianas, y otros dos adolescentes que también vestían el uniforme del grupo; a pesar de estar bajo techo no se habían quitado las gorras de oficial del Ejército, ya fuera por falta de respeto o por ignorancia.
– He recibido vuestro mensaje, muchachos.
El líder de las Juventudes Hitlerianas, con el brazo extendido en saludo, dijo:
– Heil Hitler, detective-inspector Kohl. Hemos identificado al hombre que usted busca. -Y mostró en alto la foto del cadáver hallado en el pasaje Dresden.
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