– ¿De verdad?
– Sí, señor.
Kohl echó un vistazo a Günter y detectó sentimientos contradictorios en la cara de su hijo. Estaba orgulloso de ver elevada su categoría frente a la Juventud, pero no le gustaba que Helmut hubiera acaparado el liderazgo de la búsqueda por los restaurantes. El inspector se preguntó si este incidente rendiría un doble beneficio: la identificación del cadáver para él y, para su hijo, una lección sobre las realidades de la vida entre los nacionalsocialistas.
El propietario o jefe de camareros, un hombre fornido y medio calvo, de polvoriento traje negro y chaleco raído con rayas doradas, se cuadró ante él. Cuando habló lo hizo con obvio desasosiego: los de las Juventudes Hitlerianas figuraban entre los denunciantes más enérgicos.
– Inspector: su hijo y estos amigos suyos preguntaban por este individuo.
– Sí, sí. ¿Y usted, señor, es…?
– Gerhard Klemp. Soy el gerente desde hace dieciséis años.
– Este hombre ¿almorzó ayer aquí?
– Sí, señor, en efecto. Viene casi tres veces por semana. La primera vez fue hace varios meses. Dijo que le gustaba comer aquí porque preparábamos algo más que comida alemana.
Como Kohl prefería que los muchachos supieran lo menos posible sobre ese homicidio, dijo a su hijo y a los Jóvenes Hitlerianos:
– Pues… gracias, hijo. Gracias, Helmut. -Y saludó con la cabeza a los otros-. Ahora nos haremos cargo nosotros. Sois un orgullo para esta nación.
– Estoy dispuesto a todo por nuestro Führer , detective-inspector -aseguró Helmut en el tono adecuado a su declaración-. Buenos días, señor. -Y volvió a levantar el brazo.
Kohl vio que su hijo extendía el suyo en un gesto similar y, a manera de respuesta, él también hizo un enérgico saludo nacionalsocialista, pasando por alto la expresión levemente divertida de Janssen:
– Heil.
Los chavales salieron, parloteando y riendo; por una vez se los veía normales: juveniles y alegres, libres de esa habitual expresión de autómatas sin cerebro, como salidos de Metrópolis, la película de ciencia ficción de Fritz Lang. Él cruzó una mirada con su hijo, que agitó la mano con una sonrisa, en tanto el grupo desaparecía por la puerta. Kohl rezó por no haberse equivocado al tomar esa decisión por su hijo; Günter bien podía acabar seducido por el grupo. Luego se volvió hacia Klemp y dio un golpecito a la foto.
– ¿A qué hora almorzó ayer?
– Vino temprano, a eso de las once, cuando acabábamos de abrir. Se fue treinta o cuarenta minutos después.
El inspector notó que Klemp, aunque atribulado por esa muerte, no se atrevía a demostrarlo, por si el hombre resultara ser enemigo del Estado. También estaba lleno de curiosidad, pero temía hacer preguntas sobre la investigación o revelar voluntariamente más de lo que se le preguntara, como la mayoría de los ciudadanos en esos tiempos. Al menos no padecía de ceguera.
– ¿Estaba solo?
– Sí.
Janssen preguntó:
– Por casualidad, ¿no vio usted si había venido acompañado o si se reunió con alguien al salir? -Señaló con la cabeza las grandes ventanas sin cortinas.
– No vi a nadie, no.
– ¿Comía habitualmente con alguien?
– No. Por lo general estaba solo.
– Y ayer, ¿hacia dónde fue al terminar? -preguntó Kohl, que iba apuntando todo en su libreta, después de tocar la mina del lápiz con la lengua.
– Hacia el sur, creo. Es decir, hacia la izquierda.
En dirección al pasaje Dresden.
– ¿Qué sabe usted de él?
– Ach, algunas cosas. Para empezar, tengo su dirección, si les sirve.
– Desde luego que sí -exclamó Kohl entusiasmado.
– Cuando comenzó a venir con regularidad le aconsejé que abriera una cuenta. -Se volvió hacia una caja de archivo, llena de tarjetas pulcramente escritas, y apuntó una dirección en un trozo de papel.
Janssen la leyó.
– Queda a dos calles de aquí, señor.
– ¿Sabe algo más de ese hombre?
– Temo que no mucho. Era reservado. Rara vez hablábamos. Y no era por el idioma, no. Era por sus preocupaciones. Por lo general leía un periódico, un libro o algún documento de negocios y no quería conversar.
– ¿Por qué ha dicho usted que no era por el idioma?
– Hombre, es que era norteamericano.
Kohl miró a su asistente con una ceja enarcada.
– ¿De verdad?
– Sí, señor -aseguró el hombre echando otro vistazo a la foto del muerto.
– ¿Y cómo se llamaba?
– Reginald Morgan, señor.
– ¿Y quién es usted?
Como respuesta a la pregunta de Reinhard Ernst, Robert Taggert levantó un dedo en señal de advertencia; luego miró atentamente por la ventana frente a la cual estaba el coronel cuando él lo había derribado, un momento antes, para quitarlo del campo visual del edificio anexo donde esperaba Paul Schumann.
Vislumbró la negra entrada del cobertizo y, vagamente, la boca del máuser, que se movía de un lado a otro.
– ¡Que nadie salga! -ordenó a los obreros-. ¡No os acerquéis a las ventanas ni a las puertas!
Luego se volvió hacia Ernst, que estaba sentado en una caja llena de latas de pintura. Varios de los obreros, que lo habían ayudado a levantarse, esperaban a poca distancia.
Taggert había llegado tarde al estadio, al volante del camión blanco. Tuvo que dar un gran rodeo hacia el norte y el oeste para asegurarse de que Schumann no lo viera. Después de mostrar sus credenciales a los guardias, había subido corriendo hasta la sala de prensa, en el momento en que Ernst se detenía frente a la ventana. Los fuertes ruidos de la construcción impidieron que el coronel oyera su grito sobre el rugido de las sierras. El norteamericano tuvo que correr a lo largo del pasillo, frente a diez o doce trabajadores atónitos, y arrojarse contra él para apartarlo de la ventana.
El coronel se sujetaba la cabeza, que se había golpeado contra el suelo cubierto de lona. No tenía sangre en el cuero cabelludo y no parecía haber sufrido mucho daño, aunque el golpe de Tagger lo había dejado aturdido y sin aire en los pulmones.
En respuesta a su pregunta el norteamericano dijo:
– Trabajo para el personal diplomático de Washington D. C. -Mostró sus papeles: una tarjeta de identificación del Gobierno y un pasaporte estadounidense auténtico, extendido bajo su verdadero nombre; no era la falsificación a nombre de Reginald Morgan, el agente de Inteligencia Naval que había matado el día anterior en el pasaje Dresden, frente a Paul Schumann, para hacerse pasar por él.
– He venido a advertirle de que hay una conspiración contra su vida -dijo-. En este momento hay un asesino allí fuera.
– Pero Krupp… ¿El barón Von Bohlen está involucrado?
– ¿Krupp? -Taggert, fingiendo sorpresa, escuchó la explicación de Ernst sobre la llamada telefónica-. No; ése debió de ser uno de los conspiradores, para hacer que usted saliera. -Señaló hacia fuera-. El asesino está en uno de los almacenes, al sur del estadio. Hemos sabido que es ruso, aunque viste el uniforme de la SS.
– ¿Ruso? Sí, sí, hubo una alerta de seguridad sobre un hombre así.
De hecho, Ernst no habría corrido peligro si se hubiera quedado ante la ventana o hubiera salido a la galería. El rifle que Schumann tenía ahora era el mismo que había probado el día anterior, en la plaza Noviembre de 1923, pero esa noche Taggert había bloqueado con plomo el cañón del arma. Aunque el sicario hubiera disparado, la bala no habría salido por la boca. Pero entonces, al comprender que le habían tendido una emboscada, quizá habría escapado, aun herido por la explosión del rifle.
– ¡Nuestro Führer puede estar en peligro!
– No -aseguró Taggert-. Sólo usted.
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