Era la una y media. Otto Webber, que estaba en la oficina de correos de la Potsdamer Platz, haría su llamada alrededor de las dos y cuarto. Había tiempo de sobra.
Continuó a paso lento, examinando el terreno y mirando dentro de los vehículos aparcados.
– Heil Hitler -dijo a unos obreros que pintaban una cerca a pecho descubierto-. Hace calor para trabajar así.
– Ach, no es nada -replicó uno-. Y en todo caso, ¿qué importa? Trabajamos por el bien de la patria.
– Sois el orgullo del Führer -dijo Paul. Y continuó caminando hacia su escondrijo de cazador.
Echó un vistazo curioso al cobertizo, como preguntándose si ofrecía algún peligro para la seguridad. Después de enfundarse los guantes de piel negra que formaban parte del uniforme, abrió la puerta y entró. El interior estaba lleno de cajas de cartón atadas con cordeles. Paul reconoció inmediatamente ese olor, que le recordaba sus tiempos en la imprenta: el aroma amargo del papel, el dulce de la tinta. Ese cobertizo se utilizaba para almacenar programas o folletos de Los Juegos. Dispuso algunas cajas de manera que formaran un puesto de tiro en la parte delantera. Luego extendió la chaqueta abierta a la derecha del sitio donde tenía previsto colocarse, para que cayeran allí los cartuchos cuando operara el cerrojo del arma. Estos detalles (recoger los casquillos y no dejar huellas) probablemente no tenían importancia. Allí no tenía antecedentes y al caer la noche estaría fuera del país. Aun así se tomaba esa molestia, sólo porque formaba parte de su oficio.
Uno debe asegurarse de que nada esté descabalado. Uno tenía que andar con mucho cuidado.
De pie, bien dentro del pequeño edificio, recorrió el estadio con la mira telescópica del rifle. Reparó en el corredor descubierto, detrás de la sala de prensa, por donde Ernst pasaría para llegar a la escalera y bajar al encuentro del mensajero o conductor que Webber le anunciaría. En cuanto el coronel saliera por la puerta, Paul tendría un blanco perfecto. También había grandes ventanas a través de las cuales podía disparar, si el hombre se detenía frente a alguna de ellas.
Era la una y cincuenta.
Paul se sentó, con las piernas cruzadas y el rifle en el regazo. El sudor le corría por la frente en gotas cada vez más gruesas. Después de enjugarse la cara con la manga de la camisa, comenzó a montar la mira telescópica del rifle.
– ¿Qué opinas, Rudy?
Pero Reinhard Ernst no esperaba respuesta. Su nieto miraba con sonriente admiración la amplitud del Estadio Olímpico. Estaban en el largo sector para la prensa, en el costado sur del edificio, encima del palco del Führer . Ernst lo alzó para que pudiera mirar por la ventana. El niño prácticamente bailaba de entusiasmo.
– Ah, ¿quién es éste? -preguntó una voz.
Ernst, al volverse, vio entrar a Adolf Hitler y a dos de sus SS.
– Mi Führer .
Hitler se adelantó con una sonrisa para el niño.
– Éste es Rudy, el hijo de mi muchacho.
Una leve expresión de simpatía en la cara del Führer reveló a Ernst que pensaba en la muerte de Mark, en ese accidente durante unas maniobras. Por un momento le sorprendió que lo recordara, pero comprendió que no debía asombrarse: la mente de Hitler era tan amplia como el campo olímpico, aterradoramente veloz, y retenía cuanto deseaba retener.
– Saluda a nuestro Führer , Rudy. Haz como te he enseñado.
El niño hizo un enérgico saludo nacionalsocialista. Hitler, riendo de placer, le revolvió el pelo. Luego se acercó unos pasos a la ventana para señalar algunos detalles del estadio. Hablaba con entusiasmo. Se interesó por los estudios del niño y le preguntó qué asignaturas prefería, qué deportes le gustaban.
Más voces en el pasillo. Llegaban juntos los dos rivales: Goebbels y Göring. Qué viaje habría sido ése, pensó Ernst, sonriendo para sí.
Tras su derrota en la Cancillería, esa mañana, Göring parecía distraído. Ernst lo notó claramente, a pesar de su sonrisa. ¡Qué diferencias había entre los dos hombres más poderosos de Alemania! Las rabietas de Hitler, aunque sin duda extremadas, rara vez tenían su origen en motivos personales; si no se conseguía su chocolate favorito o si se golpeaba la espinilla contra una mesa, se encogía de hombros sin enfadarse. En cuanto a los reveses en cuestiones de Estado, realmente tenía un mal genio que podía aterrorizar a sus amigos más íntimos, pero una vez resuelto el problema pasaba a otra cosa. Göring, por el contrario, era como un niño codicioso: todo lo que se opusiera a sus deseos lo enfurecía y lo enconaba hasta que daba con una venganza adecuada.
Hitler estaba explicando al niño a qué juegos estaba destinada cada zona del estadio. A Ernst lo divirtió notar que Göring, bajo su amplia sonrisa, se enfurecía aún más por el hecho de que el Führer prestara tanta atención al nieto de su rival.
En el curso de los diez minutos siguientes fueron llegando otros funcionarios: Von Blomberg, el ministro de Defensa del Estado, y Hjalmar Schacht, jefe del Banco Nacional, con quien Ernst había desarrollado un complejo sistema para financiar los proyectos de rearme, mediante la utilización de fondos imposibles de rastrear, conocidos como «billetes Mefo». Los otros nombres de Schacht eran Horace y Greeley, en honor del norteamericano, y Ernst bromeaba con aquel brillante economista, diciéndole que tenía raíces de vaquero. Allí estaban también Himmler, Rudolf Hess, el de la cara de piedra, y Reinhard Heydrich, el de los ojos de serpiente, quien lo saludó con aire distraído, tal como hacía con todo el mundo.
El fotógrafo instaló meticulosamente su Leica y otros equipos, a fin de poder captar tanto el sujeto en primer plano como el estadio en el fondo, sin que las luces se reflejaran en las ventanas. Ernst se interesaba por la fotografía; poseía varias Leica y había pensado comprar una Kodak para Rudy; esa cámara, importada de Norteamérica, era más fácil de utilizar que las máquinas de precisión alemanas. El coronel había tomado muchas fotografías durante algunos de los viajes que había hecho con su familia; en particular tenía buenos documentos gráficos de París y Budapest, así como de una caminata por la Selva Negra y un viaje en barco por el Danubio.
– Bien, bien -anunció el fotógrafo-. Ya podemos comenzar.
Primero Hitler insistió en que lo fotografiaran con Rudy sentado en su rodilla, riendo y charlando con él como un tío bueno. Después comenzaron las fotografías previstas.
Aunque Ernst se alegraba de que el niño se estuviera divirtiendo, comenzaba a impacientarse. La publicidad le parecía absurda. Más aún: era un grave error táctico, al igual que toda esa idea de celebrar las Olimpiadas en Alemania. Había demasiados aspectos del rearme que se debían mantener en secreto. ¿Qué visitante extranjero no vería que ésa era una nación cada día más militar?
Se dispararon los fogonazos, en tanto las celebridades del Tercer Reich se mostraban alegres, reflexivas u ominosas para las lentes. Entre una y otra foto, Ernst conversaba con Rudy o se apartaba; mentalmente estaba componiendo la carta que debía escribir al Führer sobre el Estudio Waltham; estaba ponderando qué decir y qué no.
A veces no es posible revelarlo todo…
En el vano de la puerta apareció un guardia de la SS, quien buscó a Ernst con la vista y le llamó:
– Señor ministro.
Se giraron varias cabezas.
– Señor ministro Reinhard.
Al coronel eso le resultó tan divertido como a Göring irritante: oficialmente no era ministro de Estado.
– ¿Diga?
– Tiene una llamada telefónica, señor. Del secretario de Gustav Krupp von Bohlen. Necesita informarle inmediatamente sobre un asunto muy importante. Con relación a su última entrevista con usted.
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