– En efecto.
– No corte.
Tres largos minutos después el magnate reapareció en la línea.
– Dígales que vean a nuestro hombre en el sitio de entrega habitual para Berlín. Morgan sabe cuál es. El Maritime Bank of the Americas, en la calle Unten den Linden o cómo diablos se llame. Nunca lo digo bien.
– Unter den Linden. Significa «bajo los tilos».
– Está bien, está bien. El guardia llevará el paquete.
– Gracias, señor.
– Oiga, Bull…
– ¿Diga, señor?
– A este país le faltan héroes. Quiero que ese muchacho vuelva sano y salvo. Teniendo en cuenta nuestros recursos… -Los hombres como Clayborn nunca decían «mi dinero». El empresario continuó-: Teniendo en cuenta nuestros recursos, ¿qué podemos hacer para mejorar sus posibilidades?
Gordon estudió la pregunta. Sólo se le ocurrió una cosa:
– Rezar -respondió. Y apretó la horquilla del teléfono. Luego esperó un segundo antes de soltarla otra vez.
El inspector Willi Kohl, sentado ante su escritorio en el sombrío Alex, intentaba comprender lo inexplicable, un juego practicado muy a menudo en los departamentos policiales del mundo entero.
Siempre había sido curioso por naturaleza; lo intrigaba, digamos, por qué la mezcla del simple carbón con azufre y nitrato producía la pólvora, cómo funcionaban los submarinos, por qué las aves se arraciman en determinados sectores de las líneas telegráficas, qué ocurría dentro del corazón humano como para que cualquier taimado nacionalsocialista, hablando en un acto público, provocara el frenesí en ciudadanos por lo demás normales.
La cuestión que ocupaba su mente en esos momentos era qué clase de hombre podía quitar la vida a otro. Y por qué.
Y desde luego, «¿quién?», tal como susurraba ahora, pensando en el dibujo hecho por el pintor ambulante de la plaza Noviembre de 1923. Janssen estaba ahora abajo, haciéndola imprimir, tal como habían hecho con la foto de la víctima. El boceto no era nada malo, se dijo Kohl. Había algunos borrones, restos del primer esbozo y las correcciones, pero la cara se veía con claridad: una apuesta mandíbula cuadrada, cuello grueso, pelo algo ondulado, una cicatriz en el mentón y una tirita en la mejilla.
– ¿Quién eres? -susurró.
Willi Kohl tenía los datos: el tamaño y la edad de ese hombre, el color de su pelo, su posible nacionalidad y hasta la ciudad en que debía de residir. Pero en sus años de investigador había descubierto que para hallar a ciertos criminales se necesitaba de mucho más que de ese tipo de detalles. Para entenderlos de verdad se requería otra cosa: una penetración psicológica intuitiva. Y ése era uno de los mayores talentos de Kohl. Su mente hacía conexiones y daba saltos que a veces resultaban sorprendentes incluso para él mismo. Pero ahora no surgía nada de eso. Algo en aquel caso no encajaba.
Se reclinó en la silla para examinar sus notas, mientras chupaba la pipa caliente (una de las ventajas de pertenecer a la excluida Kripo era que hasta allí, hasta aquellas destartaladas oficinas, no llegaba el desprecio de Hitler por los fumadores).
Aún no había obtenido resultados de sus solicitudes anteriores. El técnico del laboratorio no había podido hallar ninguna huella digital en el folleto de la Villa Olímpica encontrado en la escena de la pelea con los Camisas Pardas; el del archivo (Kohl, enfadado, recordó que aún contaba con un solo examinador) no había hallado equivalentes para las huellas del pasaje Dresden. Y del forense aún no se sabía nada. ¿Cuánto podía tardar uno en abrir a un difunto y analizarle la sangre?
Ese día la Kripo había recibido un torrente de denuncias sobre personas desaparecidas, pero ninguna correspondía a la descripción de ese hombre que, por cierto, debía de ser hijo de alguien, quizá padre, esposo, amante…
De los distritos circundantes habían llegado algunos telegramas con los nombres de compradores de pistolas Spanish Star modelo A o municiones Largo, pero la lista aún estaba tristemente incompleta. Para Kohl fue un desencanto descubrir que se había equivocado: el arma asesina no era tan rara como él pensaba. Quizá por la estrecha vinculación con las fuerzas de Franco en la guerra de España, en Alemania se habían vendido muchas de esas pistolas, potentes y efectivas. Por el momento la lista incluía a cincuenta y seis personas en Berlín y sus alrededores, aunque todavía faltaba consultar a varias armerías. Además la policía informaba que algunas tiendas no conservaban registros o estaban cerradas por ser fin de semana.
Por otra parte, si el hombre había llegado a la ciudad justo el día anterior, como ahora parecía, era muy probable que no hubiera comprado personalmente el arma. (Sin embargo esa lista aún podía resultar valiosa: el asesino podía haber cogido la pistola de la misma víctima o de un camarada que llevara algún tiempo en Berlín).
Entender lo inexplicable…
Kohl todavía esperaba conseguir el listado de los pasajeros del Manhattan: había telegrafiado a las autoridades portuarias de Hamburgo y a la United States Lines, propietaria y operadora del barco, solicitando una copia del documento. Pero no tenía esperanzas: ni siquiera estaba seguro de que el jefe de puerto tuviera un ejemplar. En cuanto a la línea marítima, tendrían que localizar el documento, hacer una copia y luego enviarla por correo o teletipo a la sede de la Kripo; eso podía requerir varios días. De cualquier modo, hasta el momento no había recibido ninguna respuesta.
Incluso había enviado un telegrama a Manny’s Men’s Wear de Nueva York preguntando quiénes habían comprado recientemente un Stetson Mity-Lite. También esa solicitud permanecía sin respuesta.
Echó una mirada impaciente al reloj de bronce que tenía en el escritorio. Se estaba haciendo tarde y estaba hambriento. Deseaba hacer una pausa en el caso, o regresar a su casa, a cenar con su familia.
Konrad Janssen apareció en el vano de la puerta.
– Ya las tengo, señor.
Mostraba una hoja impresa con la obra del artista callejero, fragante de tinta.
– Bien… Lo siento, Janssen, pero esta noche aún tendrá que llevar a cabo otra tarea.
– Sí, señor, lo que usted mande.
Otra cualidad del formal Janssen era que nunca ponía reparos a trabajar mucho.
– Coja el DKW y regrese a la Villa Olímpica. Enseñe el retrato del artista a todos los que encuentre, norteamericanos o no; veamos si alguien lo reconoce. Deje allí algunos ejemplares, junto con nuestro número de teléfono. Si no hay suerte allí, lleve algunas copias al distrito de la plaza Lützow. Dígales que si por casualidad encuentran al sospechoso, deberán detenerlo sólo en calidad de testigo y llamarme de inmediato. Aunque sea a mi casa.
– Sí, señor.
– Gracias, Janssen… Espere. Ésta es la primera vez que usted participa en la investigación de un homicidio, ¿verdad?
– Sí, señor.
– Pues no la olvidará jamás. Está haciendo un buen trabajo.
– Se lo agradezco, señor.
Kohl le entregó las llaves del DKW.
– Mano suave con el estárter. El aire le gusta tanto como la gasolina, si no más.
– Sí, señor.
– Si hay alguna novedad, telefonéeme a casa.
Cuando el joven se hubo ido Kohl se quitó los zapatos. Luego extrajo de un cajón del escritorio una caja con vellón de cordero y usó varios trozos para acolchar las zonas sensibles de los pies. Después de poner algunos parches estratégicos en los zapatos, volvió a calzárselos con una mueca de dolor.
Apartó la vista del retrato del sospechoso, hacia las lúgubres fotografías de los asesinatos de Gatow y Charlottenburg. No había sabido nada más sobre el informe de la escena del crimen ni sobre las entrevistas a los testigos. Probablemente no había logrado ningún efecto con el relato de esa ficticia conspiración kosi que había urdido para el inspector en jefe Horcher.
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