Jeffery Deaver - El jardín de las fieras

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Berlín 1936: Un matón de la mafia es contratado para asesinar al lugarterniente de Hitler
El protagonista de esta historia es Paul Schumann, un matón de la mafia de Nueva York, conocido por su sangre fría y su “profesionalidad”.
Sin embargo, sin que él lo sepa, está en el punto de mira de los servicios secretos de su país: acorralado, tendrá que escoger entre pudrirse en la cárcel o aceptar un “trabajo” prácticamente imposible: asesinar al lugarteniente de Hitler que está dirigiendo el plan para rearmar Alemania.
En cuanto Schumann llega al Berlín de las olimpiadas del 36, los bien trazados planes del Gobierno de Estados Unidos comienzan a torcerse cuando el mejor y más implacable detective de la policía alemana se lance en persecución del sicario americano.
A medida que se va desarrollando la trama, los dos hombres comprenderán que la mayor amenaza que se cierne sobre ellos y sus es el irrefrenable ascenso de los nazis.
Jeffery Deaver consigue atrapar al lector desde la primera página de esta trepidante novela, atípica en su trayectoria, pero consecuente con su talento.

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– Hace mucho tiempo que no entro en un restaurante -reconoció ella-. Tal vez sería agradable.

Paul frunció el entrecejo.

– Ha conjugado mal un verbo.

– ¿Sí? ¿Cuál? -preguntó ella.

– Ha debido decir «será agradable», no «sería».

Ella rió con suavidad y aceptó reunirse con él en media hora. Regresó a su cuarto, mientras Paul se duchaba y se vestía.

Treinta minutos después, un toque a la puerta. Al abrirla él parpadeó: Käthe era una persona muy diferente.

Lucía un vestido negro que hasta Marion, la diosa de la moda, habría aprobado. Ceñido, hecho de una tela brillante, con una audaz abertura al costado y mangas diminutas que apenas le cubrían los hombros. La prenda olía vagamente a naftalina. Ella parecía algo incómoda, casi abochornada por vestir con tanta elegancia, como si en tiempos recientes no hubiera usado más que batas de andar por casa. Pero le brillaban los ojos. Como antes, él notó cuánta belleza sutil, cuánta pasión contenida irradiaba de su interior, contradiciendo por completo la piel mate, los nudillos huesudos, la tez pálida y la frente surcada de arrugas.

En cuanto a Paul, mantenía el pelo oscurecido con loción, pero se había hecho otro peinado (y cuando salieran lo ocultaría con un sombrero muy diferente de su Stetson pardo: un sombrero de fieltro oscuro, de ala ancha, que había comprado esa tarde, tras separarse de Morgan). Vestía un traje de lino azul marino, de chaqueta cruzada, y una corbata plateada sobre la camisa blanca Arrow. Junto con el sombrero había comprado también más maquillaje para cubrir el moratón y el corte. Ya no llevaba la tirita.

Käthe recogió el libro de poemas, que había dejado en el cuarto de Paul para ir a cambiarse, y lo hojeó.

– Éste es uno de mis favoritos. Se llama Proximidad del amado cerca de la amada. -Lo leyó en voz alta.

Pienso en ti cuando el brillo del sol
refulge sobre el mar;
pienso en ti cuando en la fuente
riela el resplandor lunar.
A ti te veo cuando allá en el camino,
el polvo se levanta;
y cuando en la campiña todo está silencioso,
algún viandante pasa.

Oigo tu voz cuando en quedo murmullo
las olas se alborotan;
y cuando en la campiña todo está silencioso,
tu voz acecho grata.

Leía en voz baja; Paul la imaginó frente a su clase, hechizados los estudiantes por su evidente amor por las palabras.

Käthe, riendo, alzó los ojos brillantes.

– Ha sido usted muy amable. -Luego cogió el libro con manos fuertes, le arrancó la cubierta de piel y la arrojó a la papelera.

Él la miraba con el ceño fruncido. La mujer sonrió con tristeza.

– Conservaré los poemas, pero debo eliminar la parte donde el título y el nombre del poeta son más evidentes. De esa manera ningún visitante o huésped podrá ver por casualidad quién lo escribió y no sentirá la tentación de denunciarme. ¡Qué tiempos los que estamos viviendo! Y por ahora lo dejaré en su cuarto, señor Schumman. Es mejor no llevar estas cosas por la calle, aunque sea un libro desnudo. ¡Bien, vamos! -añadió con entusiasmo juvenil. Y pasó al inglés para decir-: Vamos a gozar de la ciudad. Es así como se dice, ¿no?

– Sí. Gozar de la ciudad. ¿Adónde quiere ir…? Pero tengo dos condiciones.

– ¿Cuáles, por favor?

– En primer lugar, tengo hambre y como mucho. Segundo, me gustaría ver esa famosa calle Wilhelm.

Ella quedó inexpresiva durante un instante.

– Ach, la sede de nuestro Gobierno.

Paul supuso que, perseguida como estaba por los nacionalsocialistas, no disfrutaría mucho de ese panorama. Pero él necesitaba buscar el mejor lugar para despachar a Ernst y sabía que un hombre solo despierta muchas más sospechas que si lleva del brazo a una mujer. Ésa había sido la segunda misión cumplida ese día por Reggie Morgan: no sólo investigar el pasado de Otto Webber, sino también el de Käthe Richter. Era cierto que la habían expulsado de su cátedra y que estaba marcada como intelectual y pacifista. No había evidencias de que hubiera sido nunca informante de los nacionalsocialistas.

Al verla contemplar el libro de poesía sintió remordimientos por utilizarla así, pero se consoló pensando que ella no sentía ningún afecto por los nazis y, al colaborar con él sin saberlo, colaboraría en impedir la guerra que Hitler planeaba.

Ella dijo:

– Sí, por supuesto. Se la mostraré. Y en cuanto a la primera condición, sé cuál es el mejor restaurante. Le gustará. -Y agregó con una sonrisa misteriosa-: Es el lugar perfecto para gente como usted y yo.

«Usted y yo»…

Paul se preguntó qué querría decir.

Salieron a la noche cálida. A él le divirtió notar que, en cuanto dieron el primer paso hacia la acera, ambos giraron la cabeza de un lado a otro para ver si alguien los vigilaba.

Mientras caminaban conversaron sobre el vecindario, el clima, la escasez de cosas, la inflación. Sobre la familia de Käthe: sus padres habían fallecido y tenía una sola hermana, casada y con cuatro hijos, que vivía cerca de Spandau. Ella también le hizo preguntas sobre su vida, pero el cauteloso sicario sólo daba respuestas vagas y desviaba la conversación hacia ella.

La calle Wilhelm, según explicó Käthe, quedaba demasiado lejos como para ir caminando. Paul lo sabía, pues recordaba el mapa. Aún desconfiaba de los taxis, pero resultó que no había ninguno disponible: era el fin de semana previo al comienzo de las Olimpiadas y estaba llegando gente a raudales. Ella sugirió coger un autobús de dos pisos. Subieron al vehículo y se sentaron muy juntos en un inmaculado asiento de piel del piso superior. Paul miró atentamente en derredor, pero nadie les prestaba atención en especial (aunque casi esperaba ver aparecer a los dos policías que lo habían estado buscando todo el día, el gordo del traje blanco y el delgado de verde).

Al cruzar la Puerta de Brandenburgo el autobús se bamboleó hasta casi tocar los costados de piedra; muchos de los pasajeros soltaron una exclamación divertida de alarma, como en la montaña rusa de Coney Island; probablemente esa reacción era una tradición berlinesa.

Käthe tiró de la cuerda para bajarse en Unter den Linden a la altura de la calle Wilhelm; desde allí caminaron con rumbo sur a lo largo de la amplia avenida, centro del Gobierno nazi. Era un lugar sin estilo, con monolíticos bloques de piedra gris a cada lado. La calle, limpia y aséptica, exudaba un poder inquietante. Paul había visto fotos de la Casa Blanca y el Congreso: parecían edificios pintorescos y amistosos, mientras que en aquella calle berlinesa, las fachadas y los ventanucos, en hileras y más hileras de oficinas de piedra y cemento, resultaban lúgubres.

Y algo que esa noche resultaba más importante: estaban fuertemente custodiadas. Él nunca había visto tanta seguridad.

– ¿Dónde está la Cancillería? -preguntó.

– Allí. -Käthe señaló un edificio viejo y ornamentado, la mayor parte de cuya fachada estaba cubierta de andamios.

Paul, desalentado, estudió el lugar con ojos rápidos. Guardias armados al frente. Patrullaban la calle decenas de hombres de la SS y de lo que parecía ser el Ejército regular, deteniendo a los transeúntes para pedirles los papeles. En lo alto de cada edificio había más soldados armados con pistolas. Debía de haber un centenar de uniformados en las cercanías. Hallar un sitio para disparar sería virtualmente imposible. Y aun si pudiera hacerlo, sin duda lo capturarían o lo matarían cuando tratara de escapar.

Aminoró el paso.

– Creo que ya he visto bastante. -Miraba de reojo a varios tipos corpulentos de uniforme negro, que exigían la documentación a dos hombres, de pie en la acera.

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