Jeffery Deaver - El jardín de las fieras

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Berlín 1936: Un matón de la mafia es contratado para asesinar al lugarterniente de Hitler
El protagonista de esta historia es Paul Schumann, un matón de la mafia de Nueva York, conocido por su sangre fría y su “profesionalidad”.
Sin embargo, sin que él lo sepa, está en el punto de mira de los servicios secretos de su país: acorralado, tendrá que escoger entre pudrirse en la cárcel o aceptar un “trabajo” prácticamente imposible: asesinar al lugarteniente de Hitler que está dirigiendo el plan para rearmar Alemania.
En cuanto Schumann llega al Berlín de las olimpiadas del 36, los bien trazados planes del Gobierno de Estados Unidos comienzan a torcerse cuando el mejor y más implacable detective de la policía alemana se lance en persecución del sicario americano.
A medida que se va desarrollando la trama, los dos hombres comprenderán que la mayor amenaza que se cierne sobre ellos y sus es el irrefrenable ascenso de los nazis.
Jeffery Deaver consigue atrapar al lector desde la primera página de esta trepidante novela, atípica en su trayectoria, pero consecuente con su talento.

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– No sé.

¿Qué podría ser?

Günter se encogió de hombros.

– Por favor, ¿no me permitirías ir a otra escuela hasta diciembre?

– ¿Por qué hasta entonces?

El chico, sin responder, evitó mirar a su padre.

– Dímelo -insistió Kohl, amable.

– Porque…

– Continúa.

– Porque en diciembre todo el mundo debe incorporarse a las Juventudes Hitlerianas. Y entonces… bueno, tú no me lo permitirás.

Ah, eso otra vez. Un problema recurrente. Pero ¿sería verdad esa nueva información? ¿Sería obligatorio asociarse? La idea daba miedo. Los nacionalsocialistas, al asumir el poder, habían unificado a los numerosos grupos juveniles en las Juventudes Hitlerianas; ahora las otras estaban prohibidas. Kohl era partidario de que los chicos se organizaran (en su adolescencia le había encantado pertenecer a clubes de natación y montañismo), pero la de Hitler no era más que un organismo para el entrenamiento militar, manejado por los mismos jóvenes; cuanto más rabiosamente nacionalsocialistas fueran los líderes, tanto mejor.

– ¿Y tú quieres participar?

– No sé. Todo el mundo se burla de mí por no ser miembro. Hoy, en el partido de fútbol, estaba Helmut Gruber, que es nuestro líder de las Juventudes Hitlerianas. Me dijo que haría bien en afiliarme pronto.

– Pero no debes de ser el único que no se ha incorporado.

– Cada día son más los que se les unen -replicó Günter-. A los que no somos miembros nos tratan mal. Cuando jugamos a arios y judíos, en el patio de la escuela, siempre me toca ser judío.

– ¿A qué dices que jugáis? -Kohl frunció el entrecejo. Nunca había oído hablar de eso.

– Pues a eso, padre, a arios y judíos. Ellos nos persiguen. Se supone que no deberían hacernos daños; el doctor-profesor Klindst dice que no nos hacen nada. Se supone que es como jugar al pilla pilla. Pero cuando él no mira nos empujan y nos tiran al suelo.

– Tú eres un chico fuerte y te he enseñado a defenderte. ¿No contraatacas?

– A veces sí. Pero los que hacen de arios son muchos más.

– Pues mira, me temo que no puedes ir a otra escuela -dijo Kohl.

Su hijo contempló la nube de humo que se elevaba desde la pipa al techo. De pronto le brillaron los ojos.

– Podría denunciar a alguien. Tal vez así me permitirían hacer de ario.

Él hizo un gesto ceñudo. La denuncia: otra de las plagas nacionalsocialistas.

– No denunciarás a nadie -dijo con firmeza-. El denunciado iría a la cárcel. Podrían torturarlo. O matarlo.

Günter frunció el ceño ante la reacción de su padre.

– Pero sólo denunciaría a un judío, padre.

Kohl se encontró sin palabras, con las manos trémulas y el corazón acelerado. Por fin preguntó, con calma forzada:

– ¿Denunciarías a un judío sin motivo alguno?

El chico pareció confundido.

– No, por supuesto. Lo denunciaría por ser judío. He estado pensando… El padre de Helen Morrell trabaja en los grandes almacenes de Karstadt. Su jefe es judío, aunque lo niega. Habría que denunciarlo.

Kohl aspiró hondo y sopesó las palabras como un carnicero en tiempos de racionamiento:

– Vivimos una época muy difícil, hijo. Todo es muy confuso. Si lo es para mí, para ti ha de serlo mucho más. Lo único que no debes olvidar jamás, pero tampoco decirlo a nadie, es que cada uno decide por sí mismo lo que está bien y lo que está mal. Lo sabe por lo que ve de la vida, de cómo vive y actúa la gente, por lo que siente. En el fondo uno siempre sabe lo que es bueno y lo que es malo.

– Pero los judíos son malos. Si eso no fuera verdad no nos lo enseñarían en la escuela.

Al inspector se le estremeció el alma de ira y dolor al oír eso.

– No denunciarás a nadie, Günter -dijo con severidad-. Eso es lo que espero de ti.

– De acuerdo, padre. -El chico se alejó.

– Günter. -Se detuvo ante la puerta-. ¿Cuántos hay en tu escuela que no se hayan afiliado a las Juventudes?

– No sé, padre. Pero cada día son más los que se apuntan. Pronto sólo quedaré yo para hacer de judío.

El restaurante que Käthe había escogido era el Lutter y Wegner; según explicó, tenía más de cien años y era toda una institución en Berlín. Los salones, medio en penumbra, eran íntimos y acogedores y estaban llenos de humo. Y el lugar se encontraba libre de Camisas Pardas, agentes de la SS y hombres de traje con brazaletes rojos y la temible cruz gamada.

– Te he traído aquí porque, como te he dicho, solía ser el refugio de gente como tú y yo.

– ¿Tú y yo?

– Sí. Bohemios. Pacifistas, pensadores. Y escritores, como tú.

– Ah, escritores. Sí.

– Aquí buscaba inspiración E. T. A. Hoffmann. Bebía champán copiosamente, botellas enteras. Y luego se pasaba toda la noche escribiendo. Habrás leído su obra, por supuesto.

No era así, pero Paul hizo un gesto afirmativo.

– ¿Sabes de algún otro mejor entre los escritores del romanticismo alemán? Yo no. El cascanueces y el rey de los ratones… mucho más tenebroso y real que lo que hizo Tchaikovsky después con el cuento. El ballet es pura espuma, ¿no te parece?

– Claro que sí – convino Paul. Lo había visto una vez en Navidad, de niño. Lamentó no haber leído el libro para poder hablar del tema con inteligencia. ¡Cómo le gustaba conversar con ella! Mientras bebían los cócteles a pequeños sorbos, reflexionó sobre el sparring que había hecho con Käthe en el trayecto hacia allí. Había sido sincero al decir que le gustaba discutir con ella. Era estimulante. En tantos meses como llevaba saliendo con Marion no recordaba un solo desacuerdo entre ellos. Ni siquiera recordaba que ella se hubiera enfadado alguna vez. En ocasiones, al descubrir una carrera en el par de medias nuevas, dejaba escapar un «¡Caramba!»; luego se llevaba los dedos a la boca, como si fuera a lanzar un beso… y se disculpaba con una risita.

El camarero les trajo la carta. Ordenaron manitas de cerdo, coles, spaetzle y pan («¡ Ach , mantequilla de verdad!», susurró ella, atónita, fija la vista en los diminutos rectángulos amarillos). Para beber ella escogió un vino dulce y dorado. Comieron sin prisa, sin dejar de conversar y reír. Cuando hubieron terminado Paul encendió un cigarrillo. Notó que ella parecía estar indecisa. Al fin dijo, como si se dirigiera a sus estudiantes:

– Hoy estamos demasiado serios. Te contaré un chiste. -Su voz se redujo a un susurro-. ¿Sabes quién es Hermann Göring?

– ¿Algún funcionario del Gobierno?

– Sí, sí, el más íntimo de los camaradas de Hitler. Es un hombre extraño. Muy obeso. Y se exhibe por allí con disfraces ridículos, en compañía de famosos y mujeres hermosas. Pues bien, el año pasado se casó, por fin.

– ¿Ése es el chiste?

– No, todavía no. Se casó de verdad. El chiste es éste -Käthe hizo un mohín exagerado-: ¿Te has enterado de que la esposa de Göring ha abandonado la religión, pobrecilla? Debes preguntarme por qué.

– Dime, por favor: ¿por qué ha abandonado la religión la señora Göring?

– Porque tras la noche de bodas perdió la fe en la resurrección de la carne.

Los dos rieron con ganas. Él notó que Käthe se había ruborizado hasta el carmesí.

– Ay, Paul, qué cosa. Yo contando chistes verdes a un hombre que no conozco. Y por un chascarrillo así podríamos acabar los dos en la cárcel.

– Los dos no -corrigió él, muy serio-. Sólo tú. No he sido yo quien lo ha contado.

– Pues sólo por haberte reído te arrestarían.

Él pagó la cuenta y salieron. En vez de coger el tranvía regresaron a la pensión a pie, a lo largo de una acera que bordeaba el Tiergarten por el lado sur. Paul estaba algo achispado por el vino, que rara vez bebía. La sensación era agradable, mejor que la del whisky. La brisa cálida resultaba agradable. Y también la presión del brazo de Käthe contra el suyo.

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