Mientras caminaban hablaron sobre libros y política, un poco discutiendo y un poco riendo; eran una rara pareja paseando por las calles de esa ciudad inmaculada.
Paul oyó voces de hombres que se acercaban. Unos treinta metros más adelante vio a tres Camisas Pardas. Bromeaban ruidosamente. Con los uniformes marrones y las caras juveniles parecían traviesos escolares. A diferencia de los belicosos matones con quienes se había enfrentado en la librería, ese trío sólo parecía pensar en disfrutar de la noche. No prestaban atención a nadie.
Al sentir que Käthe aminoraba el paso se volvió a mirarla. Su cara era una máscara, su brazo comenzaba a temblar.
– ¿Qué sucede?
– No quiero pasar junto a ellos.
– No tienes nada que temer.
Käthe lanzó una mirada a la izquierda, presa del pánico. El tráfico era denso y el cruce para peatones estaba a varios cientos de metros. Para evitar a los Camisas Pardas sólo tenían una opción: el Tiergarten.
– ¡Pero si no corres ningún peligro! -insistió él-. No tienes por qué preocuparte.
– Siento tu brazo, Paul. Siento que estás listo para pelear con ellos.
– Por eso no corres peligro.
– No. -Ella miró hacia el portón que conducía al parque-. Por aquí.
Entraron. El denso follaje apagaba en gran parte el ruido del tráfico; pronto llenaron la noche el cric-cric de los insectos y la voz de barítono de las ranas. Los Camisas Pardas continuaron por la acera, ajenos a todo lo que no fuera su bulliciosa conversación y sus cantos. Pasaron sin echar siquiera una mirada al interior del parque. Aun así Käthe mantuvo la cabeza gacha. La rigidez con que caminaba hizo que Paul recordara sus propios movimientos después de haberse roto una costilla en un entrenamiento de boxeo.
– ¿Te sientes bien? -preguntó.
Silencio. Ella miró a su alrededor, estremecida.
– ¿Te da miedo este lugar? ¿Quieres que salgamos?
Seguía sin decir nada. Llegaron a un cruce de caminos; el de la izquierda los conduciría hacia el sur, fuera del parque y de regreso a la pensión. Käthe se detuvo. Pasado un momento dijo:
– Ven. Por aquí. -Y lo condujo hacia el norte, por senderos serpenteantes que se adentraban en el parque. Por fin llegaron a un estanque donde había decenas de botes para alquilar, boca abajo y alineados uno contra otro. En esa noche calurosa la zona estaba desierta.
– Hacía tres años que no entraba en el Tiergarten -susurró ella.
Paul no dijo nada. Por fin ella continuó.
– Ese hombre, el dueño de mi corazón…
– Sí, tu amigo, el periodista,
– Michael Klein. Era cronista del Munich Post. Hitler comenzó en Munich. Michael cubrió su ascenso y escribió mucho sobre él y sus tácticas: la intimidación, las palizas, los asesinatos. Llevaba la cuenta de los homicidios no resueltos de quienes se oponían al Partido. Hasta creía que Hitler había hecho matar a su propia sobrina, en el año treinta y dos, pues estaba obsesionado por ella y la chica amaba a otro.
»El Partido y los Camisas Pardas lo amenazaron, a él y también a todos los que trabajaban en el Post. Decían que el periódico era «tuca cocina de veneno». Pero mientras los nacionalsocialistas no asumieron el poder no sufrió ningún daño. Luego se produjo el incendio del Reichstag… Mira, allí se ve. -Señaló hacia el noreste. Paul distinguió un edificio alto, acabado en una cúpula-. Nuestro Parlamento. Alguien lo incendió desde el interior, apenas unas semanas después de que Hitler fuera nombrado canciller. Él y Göring culparon a los comunistas y detuvieron a varios millares, tanto entre ellos como entre los socialdemócratas. Los arrestaron basándose en un decreto de emergencia. Entre ellos estaba Michael. Lo enviaron a una de las cárceles provisionales instaladas en los alrededores de la ciudad; allí lo retuvieron durante semanas enteras. Yo estaba desesperada. Nadie me decía qué pasaba, dónde lo retenían. Era terrible. Más adelante él me dijo que lo golpeaban, le daban de comer a lo sumo una vez al día y lo obligaban a dormir desnudo en el suelo de cemento. Por fin un juez lo dejó en libertad, puesto que no había cometido ningún delito.
»Cuando lo liberaron me reuní con él en su apartamento, no lejos de aquí. Fue en un bello día de mayo, a las dos de la tarde. Íbamos a alquilar un bote aquí mismo, en este lago. Yo había traído un poco de pan duro para dar de comer a los pájaros. Mientras estábamos aquí vinieron cuatro Camisas Pardas y me arrojaron al suelo. Nos habían seguido. Dijeron que lo vigilaban desde que había salido. Que el juez había actuado ilegalmente al liberarlo y que iban a ejecutar la sentencia. -Por un momento se sofocó-. Lo mataron a golpes delante de mí. Aquí mismo. Yo oía el ruido de sus huesos al quebrarse ¿Ves…?
– Ah, Käthe, no…
– ¿…ves esa baldosa de cemento? Allí cayó. En ésa, la cuarta a partir del césped. Allí quedó la cabeza de Michael mientras moría.
Él la rodeó con un brazo. Käthe no se resistió, pero tampoco encontró ningún consuelo en el contacto: estaba petrificada.
– Ahora mayo es el peor de los meses -susurró. Luego contempló el dosel de los árboles estivales-. Este parque se llama Tiergarten.
– Sí, lo sé.
Ella explicó en inglés:
– Tier significa «animal», «fiera». Y Garten es «jardín», por supuesto. Esto es el Jardín de las Fieras, el sitio donde cazaban las familias reales de la Alemania imperial. Pero en nuestra jerga Tier también significa «matón», «criminal». Eso eran los que mataron a mi amante: criminales. -Su voz se tornó fría-. Aquí mismo, en el Jardín de las Fieras.
Él ciñó su abrazo. Käthe miró una vez más hacia el estanque y el cuadrado de cemento. El cuarto a partir del césped. A continuación dijo:
– Llévame a casa, Paul, por favor.
Se detuvieron en el pasillo, frente a la puerta de Paul.
Él deslizó la mano en el bolsillo en busca de la llave. Käthe mantenía la vista clavada en el suelo.
– Buenas noches -susurró el norteamericano.
– He olvidado tantas cosas… -Ella alzó los ojos-. Pasear por la ciudad, ver parejas de enamorados en las cafeterías, contar chistes verdes, sentarme en las sillas que antes ocupaban escritores y pensadores famosos… El placer de esas cosas. He olvidado cómo es. He olvidado tanto…
La mano de Paul fue hacia la diminuta pieza de tela que le cubría el hombro; luego le tocó el cuello; sintió moverse la piel contra sus huesos. «Qué delgada», pensó. «Qué delgada».
Con la otra mano le apartó el pelo de la cara. Luego la besó.
Käthe se puso tensa repentinamente. Paul comprendió que había cometido un error. Ella estaba vulnerable; acababa de ver el sitio donde había muerto su amante, de caminar por el Jardín de las Fieras. Iba a apartarse, pero de pronto ella lo abrazó para besarlo con violencia; sus dientes le golpearon el labio; sintió sabor a sangre.
– Oh, perdona -dijo, espantada.
Pero Paul rió con suavidad. Entonces ella lo imitó.
– He olvidado mucho, como te decía -susurró-. Parece que ésta es otra cosa que mi memoria ha perdido.
Él la atrajo hacia sí. Seguían de pie en el pasillo, a oscuras, frenéticos los labios y las manos. Las imágenes pasaban como destellos: un halo alrededor de su pelo dorado, creado por la lámpara de atrás; el encaje color crema de la enagua sobre el encaje más claro del sostén; su mano al descubrir la cicatriz dejada por la bala del Derringer de Albert Reilly: sólo una 22 milímetros, pero al tocar el hueso se había desviado y acabó saliendo por el costado del bíceps; su gemido agudo, su aliento caliente, el roce de la seda, del algodón; la mano de Paul que se deslizaba hacia abajo y encontraba los dedos de ella, listos para guiarlo entre complicadas capas de tela y tirantes; el liguero raído y vuelto a coser.
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