Jeffery Deaver - El jardín de las fieras

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Berlín 1936: Un matón de la mafia es contratado para asesinar al lugarterniente de Hitler
El protagonista de esta historia es Paul Schumann, un matón de la mafia de Nueva York, conocido por su sangre fría y su “profesionalidad”.
Sin embargo, sin que él lo sepa, está en el punto de mira de los servicios secretos de su país: acorralado, tendrá que escoger entre pudrirse en la cárcel o aceptar un “trabajo” prácticamente imposible: asesinar al lugarteniente de Hitler que está dirigiendo el plan para rearmar Alemania.
En cuanto Schumann llega al Berlín de las olimpiadas del 36, los bien trazados planes del Gobierno de Estados Unidos comienzan a torcerse cuando el mejor y más implacable detective de la policía alemana se lance en persecución del sicario americano.
A medida que se va desarrollando la trama, los dos hombres comprenderán que la mayor amenaza que se cierne sobre ellos y sus es el irrefrenable ascenso de los nazis.
Jeffery Deaver consigue atrapar al lector desde la primera página de esta trepidante novela, atípica en su trayectoria, pero consecuente con su talento.

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– Vaya, qué triste.

– Mis abuelos iban en ese barco. No murieron, pero él sufrió quemaduras graves por rescatar a otra gente y ya no pudo continuar trabajando. Entonces la mayor parte de la comunidad alemana se mudó a Yorkville, más hacia el norte de Manhattan. Con tanto dolor no querían quedarse en la Pequeña Alemania. La imprenta empezó a decaer, pues el abuelo estaba muy enfermo y había menos vecinos que encargaran trabajos. Entonces mi padre se hizo cargo. Él no quería ser impresor: quería jugar al béisbol. ¿Sabes qué es el béisbol?

– Sí, desde luego.

– Pero no había otra opción. Tenía que alimentar a una esposa, tres hijos y ahora también a sus padres. Pero se puso a la altura de las circunstancias. Se mudó a Brooklyn, comenzó a imprimir también en inglés y expandió la empresa. La convirtió en un gran éxito. Durante la guerra, mi hermano no pudo ingresar en el Ejército y trabajó con él mientras yo estaba en Francia. A mi regreso me uní a ellos y dimos un gran impulso a la empresa. -Paul rió-. Mira, no sé si estás enterado de esto, pero en nuestro país hubo algo que se llamó Prohibición…

– Sí, sí, claro. Recuerda que leo novelas de crímenes. ¡Beber licor era ilegal! ¡Qué locura!

– La imprenta de mi padre estaba en Brooklyn, junto al río; tenía muelle y un depósito grande para el papel y para guardar los trabajos terminados. Una de las pandillas quería utilizarla para almacenar el whisky con el que hacían contrabando desde el puerto. Mi padre dijo que no. Un día vinieron un par de matones y golpearon a mi hermano. Como mi padre aún se resistía, le pusieron los brazos en la prensa grande.

– ¡Atiza!

Paul continuó:

– Quedó gravemente mutilado y murió pocos días después. Al día siguiente, mi hermano y mi madre vendieron la planta a la pandilla, por cien dólares.

– Y así, al quedarte sin trabajo, te enredaste con los chicos malos -adivinó Weber.

– No, no fue así -dijo Paul en voz baja-. Fui a la policía. No tenían ningún interés en ayudarme a encontrar a esos asesinos. ¿Comprendes?

– ¿Me preguntas si sé lo que es la corrupción policial?

Webber rió con ganas.

– Entonces cogí mi viejo Colt del Ejército, mi pistola. Averigüé quiénes eran los asesinos. Los seguí durante toda una semana. Cuando lo supe todo sobre ellos, los despaché.

– ¿Los qué?

Paul había traducido literalmente la expresión; en alemán no tenía sentido.

– Les metí una bala en la nuca.

Ach, sí -susurró su compañero, ya sin sonreír-. Aquí diríamos «apagar».

– Bueno. También sabía para quién trabajaban, quién era el contrabandista que había mandado torturar a mi padre. También lo despaché.

Webber se quedó en silencio. Paul cayó en la cuenta de que nunca hasta entonces había contado aquella historia.

– ¿Recuperaste tu empresa?

– Pues no. Los federales, el Gobierno, ya habían invadido y confiscado el local. En cuanto a mí, desaparecí en Hell’s Kitchen, un barrio de Manhattan, y me preparé para morir.

– ¿Para morir?

– Había matado a un hombre muy importante, un jefe de la mafia. Sabía que sus socios o algún otro vendrían por mí para matarme. Había cubierto muy bien mi rastro; la policía no pudo descubrirme. Pero las pandillas sabían que había sido yo. No quería poner en peligro a mi familia. Aunque por entonces mi hermano había instalado su propia imprenta, en vez de asociarme con él conseguí empleo en un gimnasio, donde servía de sparring y hacía la limpieza a cambio de alojamiento.

– Y esperabas que te mataran. Pero veo que aún estás vivito y coleando, señor John Dillinger. ¿Cómo sucedió?

– Otros hombres…

– Jefes de banda.

– … se enteraron de lo que yo había hecho. No estaban de acuerdo con el tipo al que yo había matado; no les gustaba su manera de trabajar, como lo de torturar a mi padre y matar policías. Ellos pensaban que los criminales debían ser profesionales, caballeros.

– Como yo -dijo Webber, dándose una palmada en el pecho.

– Sabían cómo había matado a ese mafioso y a sus hombres. Limpiamente, sin dejar pruebas. Sin que saliera herido un solo inocente. Me pidieron que hiciera lo mismo con otro hombre, que también era muy malo. Yo no quería, pero me enteré de lo que había hecho: había matado a un testigo y a toda su familia, incluidos dos niños. Entonces acepté. Y lo despaché a él también. Me pagaron muchísimo dinero. Después maté a alguien más. Con lo que me pagaron compré un pequeño gimnasio. Quería dejar aquello. Pero ¿sabes lo que significa «quedar encasillado»?

– Sí, desde luego.

– Pues esa casilla ha sido mi vida desde hace años. -Paul calló-Bueno, ésa es mi historia. La pura verdad, sin mentiras.

Por fin Webber preguntó:

– ¿Te molesta? ¿Ganarte la vida así?

Hubo una pausa.

– Creo que debería molestarme más. Me sentía peor durante la guerra, cuando despachaba a vuestros chicos. En Nueva York sólo liquido a otros asesinos. A los malos, los que actúan como aquellos otros con mi padre -rió-. Suelo decir que sólo corrijo los errores de Dios.

– Eso me gusta, señor John Dillinger -asintió Webber-. Los errores de Dios. Pues mira, aquí tenemos unos cuantos de ésos, ya lo creo. -Acabó su cerveza-. Oye, hoy es sábado, día difícil para conseguir información. Espérame mañana por la mañana en el Tiergarten. Al final del pasaje Stern hay un lago pequeño, en el lado del sur. ¿A qué hora te va bien?

– Temprano. A las ocho, digamos.

– Muy bien. -Webber arrugó la frente-. Sí que es temprano. Pero seré puntual.

– Necesito algo más -dijo Paul.

– ¿Qué? ¿Whisky, tabaco? Puedo conseguirte hasta algo de cocaína, aunque no queda mucha en la ciudad.

– No es para mí. Es para una mujer. Un regalo.

Webber sonrió ampliamente.

Ach, señor John Dillinger, ¡enhorabuena! Con tan poco tiempo como llevas en Berlín y tu corazón ya ha hablado. O tal vez la voz proviene de otra parte de tu cuerpo. Oye, ¿le gustaría a tu amiga un bonito liguero, con medias a juego? Francesas, por supuesto. ¿Un sostén rojo y negro? O quizá es más recatada. Un jersey de cachemira. Algunos bombones belgas, tal vez. O encaje. Perfume: eso siempre viene bien. Y por ser para ti, amigo mío, te haré un precio muy especial, desde luego.

16

Eran días de mucho trajín.

Había muchos asuntos que podrían estar ocupando la mente de ese hombre enorme y sudoroso que, ya avanzada la tarde del sábado, seguía en su oficina, tan amplia como correspondía a su categoría, dentro del Ministerio del Aire, cuarenta mil metros cuadrados recientemente completados en el edificio de la calle Wilhelm, más grande aún que la Cancillería y las habitaciones de Hitler juntas.

Hermann Göring podría, por ejemplo, continuar trabajando en la creación del enorme imperio industrial que planeaba en esos días (y que llevaría su nombre, desde luego). Podría haber estado redactando un memorándum para las gendarmerías rurales de todo el país, a fin de recordarles que debían imponer estrictamente la Ley Estatal para la Protección de los Animales, creada por él mismo, y castigar severamente a quien pillaran cazando zorros con galgos.

También estaba ese vital asunto de su propia fiesta para celebrar las Olimpiadas, para la cual estaba construyendo su propia villa dentro del Ministerio; había logrado echar un vistazo a los planes de Goebbels para ese evento, tras lo cual se empeñó en mejorar los suyos a fin de superar a ese gusano en muchos miles de marcos. Y además, por supuesto, estaba el importantísimo problema de qué ponerse para la fiesta. Hasta podía estar reunido con sus ayudantes para tratar su actual cometido dentro del Tercer Imperio: construir la mejor fuerza aérea del mundo.

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