Según contó Bei, Jiao recibía muy pocas visitas. Era un complejo muy vigilado y todos los visitantes tenían que llamar desde la entrada, por lo que Bei estaba muy seguro de ello. Tampoco recordaba haberla visto en compañía de ningún hombre. Entonces se acordó de que, haría medio año, Jiao recibió una visita inusual. Acudió a visitarla una anciana pobre y harapienta, algo inusual en el complejo, que afirmó venir del antiguo barrio de Jiao. La mujer era inculta y resultaba incoherente al hablar, por lo que Bei la interrogó con detalle. Cuando por fin llamó a Jiao, ésta bajó a toda prisa para recibirla. Al cabo de dos o tres horas, Jiao acompañó a su visitante hasta la salida llamándola «abuelita», y después le paró un taxi. La anciana nunca volvió a aparecer.
No sorprendía demasiado que Jiao recibiera una visita de su antiguo barrio. Si acaso, cabía preguntarse de qué barrio se trataba.
Jiao se había criado en un orfanato. Después de aquello, compartió habitación con varias «hermanas provincianas», hasta que se trasladó al complejo.
Lo cierto es que Jiao tenía otros visitantes, al menos uno más, al que ni Bei ni Seguridad Interna llegaron a ver jamás. El Viejo Cazador se preguntó, tras beber otro sorbo de la taza casi vacía y levantar la mano, si debería dar un golpe en la mesa como un cantante de ópera de Suzhou, pero se contuvo. Lo que había visto la noche anterior, después de su conversación con el guarda de seguridad, confirmaba las sospechas de Peng sobre la vida secreta de Jiao. Aunque desde el otro lado de la calle apenas se divisaba su habitación, y pese a que el Viejo Cazador sólo había alcanzado a verlos fugazmente, la imagen de la pareja de pie junto a la ventana era inconfundible.
Tal vez un guarda de seguridad como Bei no hubiera vigilado con atención a cada residente a todas horas, pero la cámara de vídeo de Seguridad Interna debía de haberlo registrado. ¿Cómo había entrado el hombre misterioso en el edificio y luego en el piso de Jiao sin que nadie lo viera? El Viejo Cazador masticó las hojas de té que habían quedado en el fondo de la taza. Era un hábito que había adquirido después de leerlo en una biografía sobre Mao.
La investigación del asesinato de Yang tampoco avanzaba, por lo que le habían dicho. Todavía no habían detenido a nadie, y ni siquiera estaban siguiendo a ningún sospechoso. El teniente Song se enfureció al enterarse de que Chen se había ido de vacaciones sin dar ninguna explicación.
Al igual que el subinspector Yu, el Viejo Cazador no creía que el inspector jefe se hubiera tomado vacaciones por motivos personales, aunque el número para emergencias que les había proporcionado indicaba que durante su estancia en Pelan estaría en contacto con su antigua novia, por no decir en su compañía.
Entonces sonó el móvil del Viejo Cazador. Era Chen.
Sin decir ni una sola palabra sobre sus vacaciones, Chen explicó la sospechosa participación de la escuadra especial de Pekín al principio de la Revolución Cultural. Entre otras cosas, Chen mencionó la gran afición de Shang a sacar fotografías, algunas de las cuales tal vez aún se conservaran, y habló también de la criada de Shang. Era una llamada apresurada; Chen sonaba cauto, como si temiera que le hubieran pinchado el teléfono. No divulgó su fuente y colgó antes de que el Viejo Cazador tuviera tiempo de hacerle alguna pregunta.
De todos modos, el Viejo Cazador guardó el número de Pekín. No era el número habitual de Chen. La llamada telefónica era sin duda una pista para indicarle al Viejo Cazador el rumbo que debía seguir su investigación en Shanghai.
El Viejo Cazador solicitó información a sus contactos sobre la escuadra especial, pero no obtuvo respuesta. Había pasado demasiado tiempo desde que los miembros de la escuadra vinieron a Shanghai, y su viaje estuvo rodeado de gran secretismo.
Sobre las fotografías de Shang, tampoco había sacado nada en claro. Hoy en día estaba de moda coleccionar fotografías antiguas, no sólo de Shang, sino también de otras figuras célebres. En cualquier caso, el Viejo Cazador no encontró ninguna fotografía tomada por Shang, o en la que apareciera ella.
Sólo le quedaba ponerse en contacto con la criada. Tal vez se tratara de la misma anciana que había visitado a Jiao.
Tras consultar las Páginas Amarillas, el Viejo Cazador llamó al orfanato sin más dilación. Según la secretaria que contestó al teléfono, tenían constancia de que algunas personas habían visitado a Jiao años atrás, pero no quedaron registrados ni el nombre ni la dirección de los visitantes.
Con todo, podría tratarse de la criada de Shang. En la ópera de Suzhou aparecían algunas criadas sacrificadas y leales como ésta.
Después de hacer varias llamadas más, el Viejo Cazador obtuvo algunos datos sobre la criada; se llamaba Zhong y ahora tendría más de ochenta años. Tras salir de la casa de Shang, en lugar de volver al campo, Zhong continuó viviendo sola en la ciudad, subsistiendo a duras penas gracias a la prestación mínima a que tenía derecho por estar registrada como residente en Shanghai.
El Viejo Cazador volvió a meterse en el bolsillo la bolsita con hojas de té. El propietario de la casa del agua caliente aún estaba detrás del tabique de separación, disfrutando de un popular culebrón televisivo. A cinco céntimos el termo de agua caliente, el negocio sólo era una excusa para tenerlo registrado como local comercial y obtener así una mayor compensación económica en el caso de que lo demolieran para construir nuevos edificios. Ya había pasado la hora de la comida y nadie volvería a entrar hasta la cena, cuando los trabajadores de provincias acudieran a comprar agua para calentar su arroz frío.
El Viejo Cazador dejó diez céntimos sobre la mesa y salió del establecimiento con la intención de visitar a Zhong.
Tuvo que tomar dos autobuses antes de apearse en una parada cercana al puente de Sanguantang, que se alzaba sobre las oscuras aguas del arroyo Suzhou. Zhong vivía en el distrito de Putou, una zona en la que se mezclaban las chabolas, los nuevos rascacielos y los edificios de cemento y acero en plena construcción.
¿Le diría algo Zhong? El Viejo Cazador no pensaba dirigirse a ella como un poli, como alguien con autoridad que podía obligarla a hablar. Aminoró el paso al llegar al pequeño claro situado bajo el principio de la curva del puente, sólo a un par de minutos del callejón en el que vivía Zhong, y encendió un cigarrillo sin dejar de pensar.
En un comercio de ultramarinos situado junto a la entrada del callejón, compró una bolsa de plástico con lichis secos. Al final del pequeño callejón divisó un edificio muy antiguo de dos plantas. La puerta, pintada de negro, conducía a un estrecho pasillo repleto de cocinas con briquetas de carbón y cestos de bambú, y a una oscura escalera que llevaba a un desván. Tras palpar la pared durante un buen rato sin encontrar el interruptor, el Viejo Cazador tuvo que subir la escalera a tientas en la oscuridad, oyendo cómo crujían los escalones bajo sus pies, hasta que llegó al desván.
La puerta se abrió antes de que él llamara. En el umbral apareció una anciana bajita y encogida, probablemente de más de ochenta años. Bajo la luz que entraba por la ventana del desván, la mujer parecía una vieja campesina de alguna aldea remota. Llevaba el cabello envuelto en una toalla gris y una ristra de cuentas budistas alrededor del cuello, y daba vueltas a otra ristra más corta en la mano derecha. Con todo, parecía muy despierta para su edad.
– ¿Qué quiere de mí? -preguntó la anciana, frunciendo la frente surcada de arrugas.
– ¡Ah! Usted debe de ser la tía Zhong. Soy el Viejo Yu. -El Viejo Cazador había preparado qué decir-. Por favor, discúlpeme por haberme tomado la libertad de venir a visitarla. Soy un viejo jubilado al que sólo le queda un deseo por cumplir en este mundo vulgar.
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