Gianrico Carofiglio - El pasado es un país extranjero

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«El pasado es un país extranjero. Allí las cosas se hacen de otra manera». L. P. Hartley – El mensajero
Estudiante modelo, hijo de intelectuales burgueses, Giorgio tiene una vida tranquila, en la que parece que nunca pasara nada. Hasta que conoce a Francesco, un joven un poco mayor que Giorgio que pasa a representar todo a lo que éste aspira. Porque Francesco es atractivo y elegante, anda siempre rodeado de mujeres e irradia la irresistible fascinación de una persona con tratos con el misterioso mundo del delito. A partir de su encuentro con Francesco, la existencia de Giorgio cambiará para siempre. Su nuevo amigo lo iniciará en el universo del juego y de la trampa, del sexo y el lujo, de la miseria y de la ilegalidad. Al tiempo que Giorgio va pasando, casi sin darse cuenta, de la alta sociedad a las márgenes de la criminalidad, Chiti, un novato policía que acaba de llegar a Bari, debe enfrentarse a una seguidilla de violaciones cuyo culpable siempre consigue evadir la acción policial.
Galardonada con el prestigioso premio Bancarella y éxito instantáneo de público y crítica, El pasado es un país extranjero es una novela sobre las amistades peligrosas y sobre el doloroso paso de la juventud a la adultez, a la vez que un inquietante thriller psicológico sobre la iniciación al mal y a la vida.

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– Me invitó a jugar, le faltaba el cuarto. Ya te lo dije ayer, cuando te enfadaste.

– No me dijiste quién te había invitado a jugar.

– Bueno, como ves, no había nada que esconder. Hasta cierto punto era una partida del todo normal. Luego sucedió esa mano increíble con dos póqueres servidos. Yo no forcé el juego pero fue así.

Mientras contaba aquello de aquel modo, tenía la neta percepción de que mi vida se estaba partiendo por la mitad. Una parte normal y otra zona de sombra de la que no habría podido hablar con nadie. En aquel momento supe que tenía una doble vida.

Y pensé que me gustaba.

– ¿Puedes explicarme cómo os hicisteis amigos?

– No nos hemos hecho amigos, y, de todos modos, no veo en ello nada de malo ni de extraño. -Sentía una tensión inusual en mi voz mientras pronunciaba aquella frase para defender a Francesco del prejuicio implícito en las palabras de Giulia. Y me di cuenta de que tampoco en ese momento era sincero con ella. Me había vuelto en verdad amigo de Francesco y quería que él se convirtiese en mi amigo, pensé mientras continuaba hablando.

– La noche de los golpes en casa de Alessandra nos fuimos juntos. Y me parece natural, en vista de lo que había ocurrido. En el momento de despedirnos quedamos en que podríamos vernos algún día. Luego le faltó el cuarto para el póquer y me llamó. Eso es todo.

– ¿Y si en vez de ganar hubieses perdido ese dinero?

– No podía perder esa mano con un póquer de damas. -Me dije que era cierto, sólo estaba omitiendo algún detalle.

Giulia permaneció un rato en silencio. Luego cogió la cartera, la hizo girar entre las manos, se la colgó del hombro para probársela.

– ¡Es preciosa!

Yo asentí con una sonrisa idiota.

Al fin dejó la cartera a un lado y me preguntó si debía preocuparse, puesto que era tan afortunado en el juego. Yo dije que esperaba que no, que no hubiese nada de lo que preocuparse. Si queríamos, lo podríamos controlar. Si pudiéramos tener un poco de privacidad. La teníamos, en realidad, puesto que la hermana se había casado hacía seis meses, el padre estaba fuera de Bari en una convención y la madre en un buraco. Para variar.

Hicimos el amor en su cuarto y yo tenía una extraña conciencia de mis movimientos y mis gestos. Aun de los más insignificantes. Un sentido de control inquietante. Una percepción de estar allí mientras nuestros cuerpos se movían juntos, con un ritmo diferente del de otras veces; y de estar en otra parte al mismo tiempo.

Estábamos tendidos uno junto al otro, apretados en su cama, y Giulia me dijo que si ganar al póquer me hacía ese efecto, estaba dispuesta a dejarme ir alguna otra vez. Yo no dije nada.

Miraba el techo. Estaba solo en aquella habitación.

8

Transcurrieron por lo menos dos semanas. Francesco no había vuelto a llamarme. Después de algunos días me convencí de que lo había pensado mejor, que se daba cuenta de su imprudencia y había decidido dejarme a un lado.

Sentía el impulso de llamarlo pero me contuve. No quería que se diera cuenta de cuán fascinado estaba yo por su propuesta. No quería admitirlo ni siquiera conmigo mismo; me dije que era mejor así. Mi vida volvió a correr cenagosa.

Un viernes por la tarde, mientras trataba de concentrarme en el manual del Código de Procedimiento Civil, llegó la llamada telefónica. Cuando oí su voz tuve una descarga de adrenalina. No me dijo por qué no había aparecido antes y no se lo pregunté. ¿Me iba bien salir esa noche? Dije que sí y pensé en qué tendría que inventar con Giulia. Porque estaba claro que tendría que inventar algo.

– Está bien -dijo él-, paso a buscarte a las diez. Vamos fuera de Bari.

– ¿Adónde?

– A una fiesta.

Esa noche no tuve problemas con Giulia. Había pillado una gripe y cuando la llamé ella misma me dijo que no fuera para evitar contagiarme. Está bien, dije con tono de cierto disgusto. Entonces tal vez saliera con algún amigo -de los míos- y fuéramos a tomar algo para pasar la noche.

Lo dije para evitar que me llamara a casa cuando ya hubiera salido con Francesco. Al día siguiente pensaría qué contarle.

Francesco fue puntual. Cuando bajé él ya estaba ante el portal, estacionado en doble fila con su DS. Tenía una especie de sonrisa que pronto aprendería a reconocer pero que nunca logré descifrar.

Nos deslizamos a gran velocidad por las calles semidesiertas y en pocos minutos salimos de la ciudad. Era una noche fría y límpida; había luna llena y la campiña que corría alrededor de nosotros estaba impregnada de una claridad azulina y mágica. Se podía viajar sin luces; se podía ir a cualquier parte en una noche así.

Casi no hablamos. En general, el silencio me daba ansiedad y hablaba para llenarlo, pero aquella noche no. Aquella noche sentía una especie de excitación tranquila, como un hormigueo interior. Una ligera ebriedad mezclada con una sensación de control completa. No necesitaba hablar.

Enfilamos un camino arbolado. Pinos altos y, alrededor, un parque que parecía un bosque. Al fondo la casa y a la derecha un claro donde estaban aparcados varios automóviles, la mayoría lujosos y relucientes. Allí aparcamos también nosotros y subimos una ancha escalinata para entrar en la casa.

– ¿De quién es la fiesta? -pregunté al darme cuenta en ese momento de que no lo sabía.

– Se llama Patricia. Su padre es multimillonario. Tienen centenares y centenares de hectáreas de cereales y otras cosas. Creo que hace unos días fue su cumpleaños.

Estuve a punto de decir algo acerca de presentarnos con las manos vacías, luego pensé que en el fondo era su problema. Si es que había un problema.

Detrás de la puerta vidriera había un gran vestíbulo; de allí pasamos a un salón enorme.

El ambiente estaba en penumbra. La araña central estaba apagada y la iluminación, escasa, provenía de luces bajas. Ocultas.

Hacía calor. Había mucha gente; personas de nuestra edad y otras mayores. Algunas seguramente de más de cuarenta años. Se sentía olor de cigarrillos, de perfumes sobre cuerpos humanos ligeramente sudados, de muebles lustrados a la cera. Había algo concreto en el aire; algo físico y carnal.

Mientras saludaba a alguien, Francesco miraba alrededor en busca de la dueña de la casa. En cierto momento una joven lo tomó por los hombros, lo hizo girar y lo abrazó con efusividad.

– ¡Has venido! Qué bien, me alegro.

– ¡Cómo! ¿No debía venir?

Me pareció notar un tono burlón en su voz. O tal vez lo imaginé y, en cualquier caso, en aquel momento me importaba poco.

– Éste es Giorgio. Mi amigo Giorgio. Patricia, una de las mujeres más peligrosas de la región. Es campeona de judo.

Se volvió hacia mí y parecía en verdad contenta de conocerme: el amigo de Francesco. Yo no sabía cómo comportarme, darle la mano me parecía torpe y burocrático. Sonreí acercándome un poco y diciéndole ¡hola!, ¿cómo estás? Ella resolvió mi dilema. Me abrazó y me besó como si nos conociésemos de toda la vida. Era morena, no muy alta, robusta, con ojos oscuros ligeramente agitados, una nariz larga y masculina. Transmitía una sensación de vigor físico, una sensualidad alegre y elemental. Mis pensamientos se habían apartado de sus senderos habituales. Pensé en cómo sería desnuda y cómo sería tirármela. Me imaginé su cuerpo blanco y musculoso apoyado en la pared y que yo la tomaba brutalmente, por detrás. Con muchos saludos para el judo.

– ¿Y eres un bandido como él? ¿Hay que estar en guardia también contigo? -dijo alegremente y yo pensé que no sabía si era un bandido o qué. Sonreí mirándola a los ojos y no dije nada.

– Allá hay comida y bebidas. -Hizo un gesto hacia otra habitación, más iluminada, en la que se entreveía una gran mesa cubierta de bandejas y botellas. Luego alguien la llamó desde un sofá y ella contestó que ya iba-. Nos vemos después -dijo dirigiéndose a Francesco, con una mirada llena de sobreentendidos-. No intentes desaparecer como de costumbre. -Francesco le sonrió, entrecerrando los ojos y con una inclinación de asentimiento con la cabeza. Una expresión hermosa y simpática. Espontánea.

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