Otra pausa. Su cabeza se volvió de nuevo hacia nuestro banco. Alessandra era una especie de esfinge. Si bien, mirándola con atención, se podía percibir en ella una minúscula y rítmica contracción de la mandíbula un poco por debajo del pómulo. Pero eso sólo mirándola con mucha atención.
– Así que solicitamos, en primer lugar, probar que la presunta -dijo presunta con un bisbiseo que casi pareció un escupitajo- persona ofendida está aquejada de patologías psiquiátricas que sabrá exponer mejor nuestro asesor, debidamente consignado en la lista, el profesor Genchi. Un nombre que no necesita presentación. Pedimos, además, demostrar la existencia de dichas patologías, las razones de la separación que tuvo lugar a su debido tiempo y, con carácter más general, las de una situación de grave inadaptación social e inadecuación personal de la presunta parte ofendida a través de los testigos incluidos en nuestra lista. Solicitamos también que preste declaración el profesor Scianatico, quien, lo comunico ya desde ahora, accede ciertamente a ser interrogado y a responder a cualquier pregunta para, de esta manera, poder facilitar ulteriores elementos que demuestren su inocencia. No tenemos ninguna consideración que hacer acerca de las peticiones de prueba presentadas por el ministerio público. Y tampoco acerca de las presentadas por la parte civil, la cual, a decir verdad, no parece haber hecho ninguna que sea especialmente significativa. Gracias, Señoría, he terminado.
Cuando Dellissanti terminó de hablar, Caldarola ya estaba empezando a dictar su decreto.
– El juez, oídas las peticiones de las partes, considerando…
– Pido perdón, Señoría, pero tengo algunas observaciones que hacer sobre la petición de pruebas formulada por la defensa. Si me concede usted la palabra.
Alessandra había hablado con una voz baja y cortante, apenas modulada por su leve acento de la región del Véneto. Caldarola adoptó una expresión un tanto turbada e incluso me pareció observar un atisbo de rubor en su rostro, habitualmente amarillento. Como si lo hubieran sorprendido haciendo algo vagamente vergonzoso.
– Faltaría más, señora fiscal.
– No tengo ninguna observación acerca de la petición de admisión de los numerosos testigos señalados en la lista. Me parecen excesivos, pero no es la cuestión que pretendo plantear. No ahora, por lo menos. Quisiera decir algo, en cambio, acerca de la petición de comparecencia del profesor Genchi, señalado en la lista de la defensa como asesor especializado en psiquiatría. Deseo plantear un par de cuestiones acerca de esta petición. Una se refiere específicamente al caso que desde hoy nos ocupa. La otra es de carácter más general y se refiere a si puede admitirse semejante petición. ¿El profesor Genchi ha visitado alguna vez a la señora Martina Fumai? ¿El profesor ha visto por lo menos alguna vez a la señora Martina Fumai? La defensa no nos lo ha dicho, mientras que sí nos ha dicho, en cambio, con gran, apodíctica y, sobre todo, ofensiva seguridad que la señora Martina Fumai es una desequilibrada. Si, tal como yo creo, el profesor Genchi jamás ha visitado a la persona ofendida en este juicio, me pregunto sobre qué debería versar su declaración como asesor. Porque la defensa, violando la esencia de su deber de revelar la información obtenida para sus alegatos, no nos lo ha dicho. ¿Es posible solicitar la realización de pruebas psiquiátricas a un testigo, o incluso a un acusado, sin que de las actas se pueda deducir la necesidad de llevarlas a cabo? Hay que responder a esta pregunta de carácter general antes de adoptar una decisión acerca de la petición de la defensa. Porque, señor juez, acceder a semejante petición sin que ésta se fundamente en algo significa crear un peligroso precedente. Cada vez que un testigo no sea de nuestro agrado, por las más variadas razones, buenas o menos buenas, podremos solicitar que venga un psiquiatra a hablarnos de los problemas privados y personales de este testigo. ¿Y quién no tiene problemas personales, emocionales o dependencias? Incluso problemas de alcoholismo. Unos problemas que sólo son asunto de cada uno y que el testigo desearía, con toda justicia, que siguieran siendo sólo asunto suyo.
Silabeó las últimas palabras volviéndose a mirar a Dellissanti, sentado en su banco. Entre los distintos rumores que corrían acerca de él, se incluía su afición por las bebidas de alta graduación. Incluso en horarios no convencionales como, por ejemplo, a primera hora de la mañana en bares de la zona donde tenía el despacho. El otro no devolvió la mirada. Mostraba un rostro ceñudo, con las mandíbulas fuertemente apretadas. La atmósfera estaba empezando a resultar un poco opresiva.
– Y, por consiguiente, señor juez, me opongo rotundamente a la admisión de la declaración del asesor señalado por la defensa. Por lo menos hasta que no se nos aclare en términos concretos a qué datos tendría que referirse dicha declaración y de qué manera los mencionados datos guardan relación con el objeto de este proceso.
Yo me adherí a la oposición del ministerio público. Después Dellissanti pidió nuevamente la palabra. Su tono ya no era tan relajado como al principio.
– Yo, la verdad, Señoría, no entiendo de qué tienen miedo el ministerio público y la parte civil. O quizá sí lo entiendo, si he de ser sincero, pero prefiero evitar los pretextos polémicos. Y, de todos modos, las situaciones que se plantean son dos. O la señorita Martina Fumai no tiene problemas de carácter psiquiátrico, en cuyo caso no hay nada de qué preocuparse, tratándose de la declaración de un especialista como el profesor Genchi. O la señorita Fumai sí tiene problemas de naturaleza psiquiátrica. En cuyo caso estos problemas, así los llamo en términos deliberadamente genéricos, conviene que emerjan a la superficie para que se pueda establecer su incidencia en la capacidad de prestar declaración y, más en general, para evaluar la credibilidad de dicha declaración. Y, en cualquier caso, Señoría, para evitar la prolongación de una polémica y de unas protestas claramente instrumentales, yo puedo ya de entrada presentar fotocopia de la documentación médico-psiquiátrica referente a la presunta persona ofendida.
Dellissanti tomó una carpeta de color azul cielo y la alargó con un vago gesto de la mano hacia el juez. Uno de sus bien adiestrados ayudantes se levantó de golpe, recogió la carpeta y la depositó en el estrado del juez.
En aquel momento, me levanté y pedí la palabra.
– Muy brevemente -me advirtió Caldarola, que ahora ya estaba empezando a perder la paciencia.
– Sólo dos palabras, Señoría -me estaba escuchando hablar a mí mismo y mi voz sonaba tensa-. En primer lugar, nos gustaría saber de qué manera la defensa ha entrado en posesión de esas fotocopias. Es más, si he de ser sincero, nos gustaría, en primer lugar, examinar dichas fotocopias, siendo así que el abogado Dellissanti no ha tenido la amabilidad de ponerlas a disposición del ministerio público y de la parte civil. Tal como, antes que las normas procesales, hubieran exigido las de la educación.
Dellissanti, que acababa de sentarse en una silla que a duras penas podía contener su enorme trasero, se volvió a levantar con una agilidad insospechada. Se puso muy colorado, no sólo la cara, sino también el cuello. El rubor formaba un extraño contraste con el cuello blanco de su camisa. Que apretaba un cuello brutal, casi el doble del mío. Gritó que él no aceptaba lecciones de procedimiento, y tanto menos de buena educación, de nadie. Gritó otras cosas, supongo que ofensivas; pero yo no las oí porque también levanté la voz y, en cuestión de un momento, la vista se convirtió en lo que se dice una indigna trifulca.
A veces ocurre. Las llamadas salas de justicia raras veces son lugares de reunión de caballeros. No las que yo he visto y frecuentado. No la de Caldarola aquella mañana.
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