Gianrico Carofiglio - Con los ojos cerrados

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Guido Guerrieri es un abogado muy especial. Despues de anos de defender a personajes impresentables y de tocar fondo en todos los aspectos de su vida, Guerrieri, quiza en busca de alguna modesta redencion, empieza a trabajar en casos de esos que no aportan dinero ni gloria sino tan solo nuevos enemigos. En Testigo involuntario era un inmigrante senegales acusado del brutal asesinato de un nino. En Con los ojos cerrados, Guerrieri se topa con el caso de una mujer golpeada que ha tenido el valor de denunciar el acoso de su ex pareja. Hasta ahora, ningun abogado quiere representarla por temor a los poderosos personajes implicados. Pero cuando un inspector de policia se presenta en su despacho para pedirle ayuda, y lo hace acompanado de Sor Claudia, una monja que, mas que religiosa, parece una mujer policia, Guido Guerrieri se da cuenta de que este puede ser el caso mas interesante, y mas dificil, de toda su carrera

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Cuando le dije que me iba a mi casa para trabajar, ella me miró directamente a los ojos.

– ¿Ahora vas a trabajar?

– Pues sí, ya te lo he dicho. Tengo ese juicio que empieza mañana. Habrá un montón de cuestiones preliminares, es un juicio muy pesado y tengo que volver a organizado todo.

– Eres uno de los peores embusteros que jamás he conocido.

– Conque soy muy malo, ¿eh?

– De los peores.

Me encogí de hombros, pensando que antes se me daba bastante bien decir mentiras. Aunque con ella jamás me había ejercitado.

– ¿Qué es lo que te ocurre? Si te apetece estar solo, basta con decirlo.

Claro, basta con decirlo.

– Creo que esta noche no voy a dormir y, por consiguiente, no quiero que tú también te quedes despierta.

– ¿No vas a dormir? ¿Y eso por qué?

– No voy a dormir. No sé exactamente por qué. A veces me ocurre. Lo de saberlo por adelantado, quiero decir.

Me miró de nuevo a los ojos, pero ahora con una expresión distinta. Se preguntaba cuál debía de ser el problema, puesto que yo no se lo había dicho y puede que ni siquiera lo supiera. Se preguntaba si podía hacer algo. Al final, llegó a la conclusión de que aquella noche no podía hacer nada. Entonces me apoyó la mano en un hombro, me lo apretó un segundo y después me dio un rápido beso.

– Muy bien, pues buenas noches, nos vemos mañana. Y, si te entra sueño, no te quedes despierto sólo por coherencia.

Me retiré con una especie de sensación de culpa indefinida y desagradable.

Después todo se desarrolló según el guión. Una hora dando vueltas en la cama con la estúpida esperanza de haberme equivocado en la interpretación de los signos premonitorios. Más de una hora delante de la pantalla del televisor viendo hasta el final El lobo de la Sila, con Amedeo Nazzari, Silvana Mangano y Vittorio Gassman.

Interminables minutos leyendo Minima Moralia, el duro texto de Adorno. Con la esperanza, que trataba de ocultarme a mí mismo, de aburrirme hasta el extremo de experimentar una sensación de sueño invencible. Me aburrí, pero el sueño no llegó.

Me quedé un poco traspuesto -una especie de ansioso duermevela- sólo cuando una luz enfermiza y un ligero, metódico e inexorable rumor de lluvia empezaron a filtrarse a través de las persianas, anunciando el día que se avecinaba.

Crucé la ciudad bajo aquella misma lluvia, tratando de protegerme con un paraguas de bolsillo adquirido unas cuantas semanas atrás a un vendedor ambulante chino. Tal como suele ocurrir la segunda vez que se utiliza algo comprado a un chino -es decir, aquella mañana-, el paraguas se rompió y yo me mojé. Cuando, a punto de sonar las nueve y media, llegué a la sala del tribunal, no estaba de buen humor.

18

La sala donde se celebraban las vistas de Caldarola se encontraba hacia la mitad de un pasillo. Como todos los días en que se celebraban juicios, la confusión era tremenda. Se mezclaban entre sí los acusados, sus abogados, los agentes de la policía y los carabineros que tenían que declarar, amén de unos cuantos jubilados que pasaban las interminables mañanas asistiendo a juicios en lugar de jugar a cartas en los bancos de los parques. A aquellas alturas, todo el mundo los conocía y ellos conocían y saludaban a todo el mundo.

A unos cuantos metros de distancia de aquel numeroso grupo había otras personas con unas hojitas de papel en la mano y una expresión desorientada; la expresión de alguien que no habría deseado estar allí. Eran los testigos de los juicios, por regla general, las víctimas de los delitos. En las hojitas decía que estaban obligados a presentarse ante el juez y que «en caso de incomparecencia no causada por legítimo impedimento, podrían ser obligatoriamente acompañados por la policía judicial y condenados al pago de una suma…», etcétera, etcétera.

Estaban a punto de vivir una experiencia irreal en el mejor de los casos. Una experiencia que no serviría para aumentar su confianza en la justicia.

Entre los dos grupos se filtraba la muchedumbre de paso con un movimiento ininterrumpido. Funcionarios con carritos y montones de expedientes; acusados que buscaban la sala en que se iba a celebrar su juicio o bien a sus abogados; agentes de la policía penitenciaria que acompañaban a detenidos esposados; rostros sombríos y extraviados; delincuentes con aire de habituales de los tribunales y las comisarías; otros delincuentes que al poco rato identificabas como agentes de la brigada antitironeros; jóvenes abogados con bronceados fuera de temporada, grandes cuellos de camisa y grandes nudos de corbata; personas normales desperdigadas por los tribunales por los más variados motivos. Casi nunca buenos.

Todos habrían querido irse de allí cuanto antes. Yo también.

Sentada en un banco, con la mirada fija en una sucia pared, estaba sor Claudia. Con su habitual chaleco de piel negra y pantalones militares con grandes bolsillos. Nadie se había sentado a su lado. Ninguna de las personas que permanecían de pie se encontraba situada demasiado cerca de ella. Distancia de seguridad, vi escrito en mi cabeza durante un par de segundos.

No sé cómo se las arregló para verme, porque su mirada estaba aparentemente clavada en la pared que tenía delante y yo me encontraba situado hacia un lado entre la gente. Pero lo cierto es que cuando ya estuve a cinco o seis metros de ella, volvió la cabeza como obedeciendo a una orden silenciosa e inmediatamente se levantó con aquel movimiento suyo tan fluido y peligroso de animal depredador.

Me detuve a unos diez centímetros de ella, rozando aquella burbuja en la que los demás no se atrevían a entrar. La saludé con un movimiento de cabeza y ella correspondió de la misma manera.

– ¿Cómo así ha venido?

Por una décima de segundo, me pareció captar en su rostro algo similar a la turbación y una sombra de rubor. Una décima de segundo, pero puede que sólo fueran figuraciones mías. Cuando habló, su voz era la de siempre, gris como el acero de ciertos cuchillos.

– Martina no viene. Se lo dijo usted. Y entonces he venido yo para ver qué ocurre y contárselo a ella después.

Asentí con la cabeza y dije que ya podíamos entrar en la sala. La sesión no tardaría en empezar y era mejor estar allí para averiguar a qué hora empezaría nuestro juicio. Mientras lo decía, me di cuenta de que aún no había visto a Scianatico y tampoco a Dellissanti.

19

Sor Claudia se sentó detrás de la balaustrada que separa el espacio destinado al público del correspondiente a los abogados, los acusados, el ministerio público y el secretario. El juez. En resumen, el lugar en el que se celebra el juicio.

Tras haberle explicado brevemente lo que iba a ocurrir en cuestión de un momento, me dirigí al secretario judicial, que ya estaba sentado en su sitio. Tenía delante dos columnas de expedientes: los juicios que teóricamente se tenían que celebrar en aquella sesión. Teóricamente. En la práctica, habría suspensiones, nulidades, aplazamientos a petición de la defensa o bien «a causa de la excesiva acumulación de casos del día de hoy». Es decir, al término de la sesión, el juez sólo habría dictado sentencia en tres o cuatro causas como máximo.

Caldarola no pensaba que el exceso de trabajo fuera algo muy digno de un magistrado.

Le pedí al secretario que me dejara ver el expediente. Quería comprobar la lista de los testigos del ministerio público y de la defensa. Yo no había entregado ninguna lista, porque daba por descontado que Alessandra Mantovani ya habría solicitado todos los testigos relevantes.

El secretario me entregó el expediente y yo fui a sentarme en uno de los bancos reservados a los abogados. Todos todavía desiertos, a pesar de la muchedumbre que había fuera.

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