Gianrico Carofiglio - Las perfecciones provisionales

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En Bari, la vida del abogado Guido Guerreri transcurre en un perfecto equilibrio entre su trabajo de abogado y los éxitos que éste le reporta -acaba de mudarse a un moderno despacho donde cuenta con dos eficientes colaboradores- y su solitaria vida privada siempre con tendencia a sumergirle en la melancolía. Una melancolía que combate con su música, sus largos paseos nocturnos y su saco de boxeo al que trata como un auténtico amigo.
Sin embargo, como todos los equilibrios perfectos, el de Guido Guerreri está condenado a ser provisional y cuando recibe la petición de un colega de investigar la desaparición de la joven Manuela, a quien nadie ha visto desde hace ya varios meses, su rutina se verá alterada y se verá obligado a mirar a los ojos a una juventud que, por más que le pese, ya nada tiene que ver con la suya.
Fenómeno de ventas en Italia y adorado por la crítica, Gianrico Carofiglio posee la maestría de los grandes narradores y, al mismo tiempo, la contención de sus historias y la sutil ironía de sus personajes convierte sus novelas en un delicioso entretenimiento.

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Los carabinieri referían que en los días inmediatamente posteriores a la desaparición de Manuela no había sido posible localizar a Cantalupi. Según sus padres estaba de vacaciones, en el extranjero. La respuesta había dejado perplejos a los inspectores (en el informe se leía que la actitud de los familiares les había parecido evasiva), quienes habían pedido autorización para ver el listado de llamadas del móvil de Cantalupi y del de Manuela, además de los datos de la tarjeta del cajero automático de esta última. Querían averiguar cuáles habían sido los últimos contactos de la joven, los últimos de Cantalupi y, sobre todo, si era verdad que Cantalupi estaba en el extranjero desde hacía varios días.

Una semana después, en un nuevo, extenso informe, los carabinieri referían el resultado de sus ulteriores investigaciones. En primer lugar, habían tomado declaración a Michele Cantalupi, que mientras tanto había regresado del extranjero. Cantalupi confirmaba que había sido novio de Manuela durante casi un año; confirmaba que la relación había tenido un final borrascoso, pero puntualizaba que todo había terminado muchos meses antes de la desaparición de la joven, es más, en los últimos tiempos sus relaciones habían mejorado mucho. La relación se había acabado por diversos motivos y había sido ella la que había tomado la decisión de cortar. Sí, habían tenido varias peleas, algunas incluso violentas. Sí, a veces éstas se habían producido delante de los amigos. No, nunca llegaron a la violencia física. Tomaba nota de que una amiga de Manuela había declarado que una vez, delante de ella, llegaron a las manos. Sí, hubo una bofetada, pero fue Manuela la que se la dio a él, no él a ella. Sí, él le había dado un empujón y ella reaccionó dándole un guantazo. Ahí había acabado la cosa, fue la única vez en que se produjo entre ellos algo parecido al maltrato. No, él no tenía otra novia. No, no sabía si Manuela tenía en Roma otra historia con alguien. Sí, se lo había preguntado pero ella le había contestado que eso no era asunto suyo. Sí, volvieron a verse, se tomaron juntos un café, charlaron. En el centro de Bari, a primeros de agosto. No, no hubo ningún problema, es más, se despidieron con toda normalidad el uno del otro.

La declaración me dejó perplejo. Entre las líneas de la prosa policial se percibía el esfuerzo de Cantalupi por hacer pasar su historia con Manuela por una historia tranquila y normal cuando, probablemente, muy tranquila no debía haber sido, a juzgar por lo que contaban las amigas de Manuela.

Por otra parte, el listado de llamadas parecía confirmar que Michele Cantalupi se encontraba en el extranjero cuando desapareció la joven. En primer lugar, el teléfono del joven se había registrado en celdas extranjeras durante aquellos días, así que era cierto que se encontraba fuera del territorio nacional. En segundo lugar, no había ningún contacto -ni aquel domingo ni en los días precedentes- entre la joven y su ex novio.

La actividad del móvil de Manuela era escasa. Los listados eran los correspondientes a la semana anterior a su desaparición: pocas llamadas, pocos SMS, todos dirigidos a amigas o a su madre. Ningún número pertenecía a alguien fuera de su círculo habitual de amistades; no había nada anormal, salvo, quizá, la escasa actividad. Pero el dato, en sí, era insignificante.

El domingo, Manuela había recibido sólo dos llamadas e intercambiado algunos mensajes: una vez más, con su madre y con una amiga. La última señal de vida del teléfono era un SMS dirigido a su madre, por la tarde. Luego, nada. El aparato había muerto del todo.

La amiga había prestado declaración ante los carabinieri pero no había suministrado información de interés alguno. Había hablado con Manuela para despedirse, en vista de que ella tenía que volver a Roma y que en los días anteriores no habían conseguido encontrar un hueco para verse. No tenía ni idea de qué era lo que tenía que hacer esa noche, de cómo pensaba ir a Roma y, como es lógico, de qué podía haberle pasado.

El cajero automático tampoco había proporcionado ningún elemento útil, dado que la última cantidad se había retirado en Bari, el viernes que precedió a la desaparición de la joven.

En los días siguientes se habían difundido, en la prensa local y en el programa de televisión ¿Quién la ha visto?, algunas fotos de Manuela, y se había dado la descripción de la ropa que, probablemente, llevaba esa tarde. Algunas de esas fotos figuraban en el dosier. Las observé durante un buen rato, buscando un secreto o, al menos, una idea. Como es lógico, no encontré nada y la única brillante conclusión a la que conseguí llegar fue que Manuela era -o había sido- una chica muy guapa.

Después de la publicación de las fotos, tal y como me había dicho Fornelli, y como siempre ocurre en estos casos, habían aparecido numerosos personajes -casi todos ellos por encima del nivel mínimo exigido para la reclusión en un hospital psiquiátrico- que habían llamado por teléfono para informar que habían visto presuntamente a la chica.

El contenido de la tercera parte del dosier se resentía de la publicación de aquellas fotos y de sus efectos sobre desequilibrados de todo tipo. Había como una decena de declaraciones, procedentes de los cuarteles de carabinieri de media Italia. Todas ellas de personas que afirmaban, con mayor o menor seguridad, y según el grado de deterioro de su estado de salud mental, que habían visto a Manuela.

Estaba el mitómano profesional del que me había hablado Fornelli, el que había visto a la joven haciendo la calle en las afueras de Foggia; la señora que se había fijado en ella mientras daba vueltas, con aire ausente, por los pasillos de un hipermercado en Bolonia; y había un tipo que juraba haber visto a Manuela en Brescia, entre dos sujetos de aspecto equívoco, que hablaban algún idioma del este y que la habían metido de un empujón en un coche que arrancó al instante, haciendo chirriar los neumáticos.

Los carabinieri afirmaban que ninguna de esas declaraciones parecía mínimamente fiable. Y mientras las leía pensé que nunca había estado tan de acuerdo con un informe policial.

En el dosier había también diversas cartas anónimas dirigidas directamente a la comisaría. En ellas se hablaba de trata de blancas, de complots internacionales, de servicios secretos turcos e israelíes, de sectas satánicas y misas negras. Me impuse a mí mismo el leerlas todas, de cabo a rabo, y salí de la experiencia totalmente hundido y sin un solo dato que me pudiera ser de utilidad.

Manuela había sido silenciosamente engullida por la nada banal e inquietante de aquel domingo de finales del verano, y yo no tenía ni la más mínima idea de qué otras investigaciones se podían emprender para mantener con vida la desesperada esperanza de papá y mamá Ferraro.

Fui a la nevera, me serví otro vaso de vino. Volví a echarle un vistazo a las pocas notas que había tomado y pensé que eran unas notas totalmente insulsas.

Me estaba empezando a poner nervioso e, incapaz de controlar mis pensamientos, me pregunté qué habrían hecho en mi lugar los protagonistas de las novelas policíacas americanas que años atrás devoraba en cantidades industriales. Me pregunté, por ejemplo, qué habrían hecho Matthew Scudder, o Harry Bosch, o Steve Carella si hubiesen tenido que ocuparse de ese caso.

La pregunta era ridícula pero, paradójicamente, me ayudó a reorganizar mis ideas y dar con un punto de partida.

Los detectives de las novelas, sin excepción, lo primero que habrían hecho sería hablar con el policía encargado del caso para preguntarle qué idea se había formado, con independencia de lo que hubiera escrito en el informe. Luego habrían contactado con las personas que habían sido interrogadas, para intentar sacar a la luz algún detalle que no habían recordado, no habían contado o no constaba en la declaración.

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