Gianrico Carofiglio - Las perfecciones provisionales

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En Bari, la vida del abogado Guido Guerreri transcurre en un perfecto equilibrio entre su trabajo de abogado y los éxitos que éste le reporta -acaba de mudarse a un moderno despacho donde cuenta con dos eficientes colaboradores- y su solitaria vida privada siempre con tendencia a sumergirle en la melancolía. Una melancolía que combate con su música, sus largos paseos nocturnos y su saco de boxeo al que trata como un auténtico amigo.
Sin embargo, como todos los equilibrios perfectos, el de Guido Guerreri está condenado a ser provisional y cuando recibe la petición de un colega de investigar la desaparición de la joven Manuela, a quien nadie ha visto desde hace ya varios meses, su rutina se verá alterada y se verá obligado a mirar a los ojos a una juventud que, por más que le pese, ya nada tiene que ver con la suya.
Fenómeno de ventas en Italia y adorado por la crítica, Gianrico Carofiglio posee la maestría de los grandes narradores y, al mismo tiempo, la contención de sus historias y la sutil ironía de sus personajes convierte sus novelas en un delicioso entretenimiento.

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Asintió, sin decir una palabra. En vista de ello, proseguí.

– Me gustaría saber qué idea se ha formado usted del asunto, con independencia de lo que se lee en su informe.

Evité preguntarle expresamente si creía que era factible continuar con las investigaciones. Incluso una persona inteligente y serena como Navarra tiene sus susceptibilidades. Pensé que quizá sacaría algo en claro si tratábamos el tema informalmente.

– Es difícil hacer hipótesis serias sobre las desapariciones de personas. Según mi experiencia (pero también según las estadísticas), el índice de probabilidades de que una persona desaparecida aparezca, pasado mucho tiempo, es muy bajo.

Se detuvo, como si acabara de recordar una cosa importante.

– Supongo que sabe de sobra que el inspector Tancredi es un excelente especialista en este tipo de casos. Ha acumulado una experiencia increíble con los casos de niños desaparecidos. Creo que usted lo conoce, ¿no?

– Sí, Tancredi y yo somos amigos.

– Bueno, pues si es amigo de Tancredi, escuche también su opinión. No me sentiré ofendido. En cualquier caso, lo que usted quiere saber es si yo tengo alguna idea más sobre el caso, al margen de lo que haya escrito en el informe.

– Me sería de gran ayuda, en efecto.

Navarra cerró con fuerza los labios. Se rascó la nuca. Movió ligeramente la cabeza, como preguntándose si hacía bien en fiarse y, por lo tanto, en decirme lo que pensaba. La respuesta que se dio fue, obviamente, afirmativa.

– Si hubiese podido dedicarle mucho tiempo a este caso, mejor dicho, si le hubiese podido dedicar todo mi tiempo a este caso, habría investigado la vida que la chica llevaba en Roma. Tengo la impresión de que las dos amigas (Abbrescia y Pontrandolfi) no contaron todo lo que sabían, de que ocultaron algo, aunque no sé el qué. Que quede claro que mi primera elección como sospechoso fue Cantalupi, el ex novio de Manuela. Es un niño de papá, un idiota, presumido y mimado, que parece que está deseando que le den dos guantazos. Pero según los listados de las llamadas cuando Manuela desapareció él estaba en Croacia y regresó cuatro o cinco días después. Vamos, que salvo que le tele-transportaran, no tenía posibilidad alguna de entrar en contacto con la joven cuando ésta desapareció.

– Que Cantalupi estaba en Croacia sólo lo prueban los listados de las llamadas.

Me miró con una sonrisa.

– Yo tampoco quería abandonar la idea de que ese tipejo estuviese implicado en la desaparición de la chica. Y yo también tuve la sospecha, insensata, si me permite decírselo, de que el móvil lo hubiera usado una tercera persona. Pero los listados registran llamadas del número de su casa, es decir, de sus padres. Y, de todas formas, en vista de que el tipo no me gustaba, hice comprobaciones, de forma extra oficial, con el skipper del barco en el que viajó. Me temo que no hay dudas. Durante esos días, ese cabroncete estaba al otro lado del Adriático.

Mientras me contestaba pensé que la hipótesis era, en efecto, absurda: Cantalupi le deja el móvil a alguien en Croacia para fabricarse una coartada mientras regresa a Italia para secuestrar o asesinar a su ex. ¿Y por qué, además? Me sentí un poco imbécil, a pesar de que un investigador profesional como Navarra hubiese hecho un razonamiento análogo al mío.

– ¿Qué me decía, en cambio, de las dos amigas?

– Las amigas, sí. Vaya por delante que yo soy muy cauto con mis sensaciones acerca de la espontaneidad o la sinceridad de los testigos o de las personas investigadas. ¿Sabe cuál es el método infalible para saber si un investigador es un gilipuertas?

– No, dígamelo. Puede serme útil.

– Preguntarle si es capaz de darse cuenta de cuándo alguien le está mintiendo. Los que responden que sí, y que es imposible que ellos se traguen una mentira, son los más gilipuertas de todos. Y también son a los que un mentiroso hábil se las mete dobladas con más facilidad y más a gusto.

– Conozco a un par de fiscales que afirman que ellos se dan cuenta en el acto de cuándo un imputado o un testigo les están mintiendo. Y, sí, en efecto, son los más gilipuertas de toda la fiscalía.

– Deben ser los mismos en los que yo estoy pensando. De todas formas, la digresión venía a cuento para dejar muy claro que yo soy muy cauteloso con mis impresiones sobre la posible sinceridad de la persona a la que estoy escuchando. Lo que no significa que las ignore. Las tomo como un punto de arranque, algo desde lo que profundizar.

Llegados a ese punto, le pregunté si quería un café u otra cosa. Él dijo que sí, gracias, que justo ahora estaba pensando en que le apetecía un capuchino. Llamé por teléfono al bar, pedí dos capuchinos, y me dirigí de nuevo a Navarra.

– ¿Y…?

– Cuando escuché a las dos chicas tuve la impresión de que algo no cuadraba.

– ¿El qué, en concreto?

– Sospeché que no me lo estaban contando todo. Le pondré un ejemplo. En un momento dado le pregunté a Nicoletta, la compañera de piso de Manuela, y luego a la otra, si Manuela consumía drogas.

– Sí, lo he leído en las declaraciones. Las dos contestaron que no, que ellas supieran, salvo algún porro.

– Sí, la cuestión es cómo lo dijeron. Había algo en la respuesta que me dieron las dos que no me terminó de convencer. Insistí algo más y ellas se cerraron. No tenía nada con lo que contraatacar, así que tuve que dejarlo. Pero me quedé con la sensación de que no me lo habían contado todo. Y la que parecía más incómoda era Nicoletta Abbrescia.

– ¿Le ha comentado sus dudas a sus superiores o al fiscal?

– Sí, claro. Y, por cierto -añadió como si de repente se hubiera dado cuenta de que estaba contándome detalles reservados de una investigación formalmente aún en curso-, esta conversación nunca ha tenido lugar.

– Por supuesto. ¿Y qué le han dicho sus superiores y el fiscal?

– El capitán se encogió de hombros. Quizá yo tenía razón, pero, ¿qué podíamos hacer con mis sospechas a falta de elementos concretos? Le sugerí que siguiéramos a las chicas durante un par de días. Me miró como si me hubiera convertido en un extraterrestre. Luego me preguntó dónde pretendía hacer algo así, como de película americana. Como es obvio, yo quería hacerlo en Roma. ¿Autorizaba yo la misión en Roma? Y ya que estábamos, ¿la pagaba yo también, con mis fondos reservados, en vista de que nos han recortado el presupuesto hasta para la gasolina? Entonces le dije que podíamos intervenir sus teléfonos, conseguir los listados. Me contestó que lo hablara directamente con el fiscal.

– ¿Y qué hizo usted?

– Fui a la fiscalía y hablé con el magistrado.

– ¿Y éste qué le dijo?

– Fue hasta amable, a fin de cuentas. Me preguntó si pensaba solicitar una orden para intervenir un teléfono escribiendo que el maresciallo Navarra dudaba sobre la sinceridad de dos personas preguntadas sobre los hechos. Me preguntó si me imaginaba lo que iba a contestar el juez. Yo le dije que sí, que me lo imaginaba, y la cosa acabó ahí. Ni siquiera llegué a redactar la petición, obviamente.

En ese preciso instante llegó el chico del bar con nuestros capuchinos. Navarra se tomó el suyo sujetando la taza con las dos manos, como un niño. Se le quedó algo de espuma sobre el labio superior. Se limpió cuidadosamente con un par de servilletas de papel, como alguien que sabe qué ocurre cuando uno se toma un capuchino, y procede en consecuencia.

Esa simple y precisa secuencia de gestos me gustó mucho. Sólo había consistido en quitarse de los labios un poco de espuma del capuchino, pero pensé que me hubiera gustado ser el tipo de persona que hace gestos tan cuidadosos, conscientes y exactos.

Navarra arrugó las servilletas y se dirigió de nuevo hacia mí.

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