– Pues vaya.
– ¿Y qué hicieron con el dedo? -preguntó Matthew.
– Mmmm, pues nos deshicimos de él -farfulló Gunnar. El rubor le subió por las mejillas y alcanzó la raíz de los cabellos-. Pero está claro que eso no tiene ninguna relación con el crimen, de ahí que no hubiese motivo para ir a soltarle ese desdichado incidente a la policía. Tenían otras cosas en qué pensar.
– Pues vaya -repitió Þóra. Un dedo, ojos, una carta sobre orejas cortadas… ¿qué será lo siguiente?
Þora se desperezó y volvió a apoyarse en el respaldo de la silla. Acababa de conectar el último cable al ordenador y ya no quedaba sino encenderlo. Ella y Matthew se encontraban en el estudio de Harald; por fin se había ido el inoportuno de Gunnar Gestvík.
– He de reconocer que esa intuición tuya y de la familia Guntlieb sobre el asesino desconocido me resulta cada vez más alejada de cualquier sentido común. -Manipuló el ordenador y de inmediato se oyó un zumbido que indicaba que el aparato estaba iniciándose-. Eso de la sangre en la ropa de Hugi, por ejemplo. ¿Cómo encaja eso con vuestras intuiciones? -Matthew no respondió, así que Þóra continuó-. Y lo de los papeles… no veo ninguna relación entre el crimen y la tesis, especialmente porque Harald no parecía tener las ideas muy claras a la hora de consultar sus fuentes.
– Yo estoy seguro de lo que pienso -dijo Matthew sin mirarla directamente.
Algo en su comportamiento llamó poderosamente la atención de Þóra. No era propio de él no mirarla a los ojos, pero aparte de ese detalle, se percató de cómo miraba sin parar la pantalla de su teléfono móvil: como si estuviera esperando alguna llamada y temiese que la conversación con ella se la hiciese perder. Þóra enlazó las manos y aguzó la vista.
– Me estás ocultando algo.
Matthew seguía observando la pantalla, a la espera de algo.
– Sí, pero la verdad, espero que en el poco tiempo que hace que nos conocemos no haya dejado al descubierto todos mis secretos -dijo Matthew con una artificial ironía en la voz.
– No digas tonterías; sabes perfectamente lo que quiero decir. Tiene que haber algo escondido, además del dinero que desapareció y de los ojos. -A Þóra le seguía resultando un tanto difícil hablar de la desaparición de los ojos del cadáver. Aún no había sido capaz de construir una sola frase al respecto que diera impresión de naturalidad. Por lo que fuese, las palabras no conseguían expresar nada cuando se trataba de aquel tema.
– De verdad, no hay nada más… bueno, unos cuantos mensajes de correo electrónico que de por sí no dicen nada, y ahora ese dedo de la universidad, que puso a los catedráticos tan nerviosos que acabaron tirándolo a la basura. -Matthew se metió el móvil en el bolsillo-. Y aunque te estuviera escondiendo algo… ¿estás dispuesta a aceptar mi palabra de que Hugi no puede ser el asesino o de que, por lo menos, no lo perpetró él solo?
Þóra soltó una risa:
– No… realmente no.
Matthew se puso en pie.
– Una pena. Pero te diré que no puedo tomar decisiones sobre ciertos asuntos por mi cuenta y riesgo -dijo, apresurándose aañadir-: Es decir, si realmente hubiese algo más.
– Si imaginamos que es así… e imaginamos que quien puede tomar la decisión de que yo participe quizá lo permitiría… ¿no estaría bien que lo reconocieras tú ya?
Matthew la miró y salió al pasillo. Ella se percató de que tenía otra vez el móvil en la mano. Al parecer había sonado. Þóra prestó atención pero sólo pudo escuchar a duras penas que se estaba produciendo una conversación en el pasillo. Renunció a seguir intentándolo y se volvió hacia el ordenador. Una cajita gris en medio de la pantalla le decía que escribiese el password del Administrador. Þóra ignoraba la clave y tuvo que ensayar una palabra tras otra: Harald, Malleus, Windows, Hexen y otras por el estilo. Nada. Se echó hacia atrás y miró desesperada a su alrededor, en busca de inspiración. En una estantería que había encima del escritorio había una fotografía enmarcada, y la cogió. Era la foto de una mujer joven, inválida, sentada en una silla de ruedas. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que era La hermana de Harald, la que había muerto unos años antes. ¿Pero cómo se llamaba? ¿No le habían puesto el nombre de su madre? ¿Anna? No, pero era algo que comenzaba por A. No era Ágata ni Angelina. Amelia: se llamaba Amelia Guntlieb. Þóra escribió el nombre. Nada. Suspiró, pero decidió volver a intentarlo, ahora escribiendo el nombre en minúsculas… quitando la mayúscula del principio… amelia.
¡Bingo! El ordenador produjo la archiconocida melodía de Windows y Þóra ya estaba dentro. Pensó en cuánto tiempo habría necesitado la policía para encontrar la clave, pero se dio cuenta de que ellos debían de tener algún especialista en informática que entrara por la puerta de atrás. No perdían el tiempo en pruebas inútiles. La imagen de la pantalla era bastante poco corriente, y Þóra precisó de un rato para comprender lo que mostraba. No todos los días tenía la oportunidad de ver una boca abierta en una pantalla de diecisiete pulgadas. Y no digamos una boca cuya lengua estaba separada a los lados, sujeta por dos pinzas de acero inoxidable y con una hendidura de color rojo fuego en el centro de la punta de la lengua, o más exactamente, de las dos puntas de la lengua. Aunque a ella le resultara asqueroso pensarlo, era evidente que la foto se había tomado cuando estaban rajando la lengua. O la operación estaba aún en marcha o acababan de terminarla. Þóra habría apostado lo que fuera con quien fuera a que sabía quién era el propietario de aquella lengua. Tenía que ser Harald en persona. Tosió para librarse de las náuseas.
En el ordenador había aproximadamente cuatrocientos documentos de texto. Þóra los ordenó por antigüedad, de modo que los más recientes apareciesen en primer lugar. Los nombres eran reveladores. En las primeras posiciones se hallaban archivos que tenían en común contener en el título la palabra Hexen. Como se había hecho ya bastante tarde, Þóra metió la mano en su bolso y sacó su pendrive USB. Copió en él todos los archivos de brujería para poder mirarlos tranquilamente en casa por la noche… si Matthew le confiaba lo que la familia Guntlieb le había estado ocultando hasta aquel momento. Si no lo hacía, dedicaría la velada a considerar si no tenía ya motivo más que suficiente para mandarlos a freír espárragos. No le apetecía lo más mínimo trabajar de figurita de adorno.
Matthew seguía sin dar señales de vida, así que Þóra decidió ver los archivos codificados que pudiera haber en el ordenador. Con la más exquisita de las cortesías, le pidió al perrito que le enseñara todos los archivos que acabaran en.pdf y obtuvo como recompensa unos sesenta. Los ordenó cronológicamente e hizo copias de los más recientes, que incorporó al pendrive. Tenía ya tarea de sobra para la noche, eso ya estaba más que claro. Pensó en echar un vistazo a las fotos que hubiera en el ordenador y las recuperó. Harald tenía cámara de fotos digital y la usaba con diligencia. Aparecieron cien archivos pero los nombres no le dijeron nada, pues el ordenador, por su cuenta y riesgo, les había asignado códigos numéricos. Harald no se había entretenido en dar nombre a los archivos, pero tampoco Þóra lo hacía cuando descargaba las fotos en su propio ordenador. Decidió elegir la opción de vista previa para poder hacerse una idea, con un vistazo rápido, de lo que había en cada foto. Como las veces anteriores, las ordenó cronológicamente. Vio que las fotos más recientes se habían tomado en el apartamento. La temática de aquellas imágenes era un tanto peculiar… en realidad ninguna era una foto de nada, hablando con propiedad, la mayoría estaban tomadas en la cocina durante la preparación de la comida, fotografiada por arriba y por abajo. No se veía a nadie en las fotos, pero en dos de ellas podían reconocerse unas manos, y Þóra las copió en el pendrive, por si se diera el caso de que las fotos mostrasen al asesino. Nunca se sabe. Las otras fotos, de viejos platos de pasta en diferentes estadios de su preparación, las dejó en paz.
Читать дальше