Yrsa Sigurðardóttir - El Último Ritual

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«No hallarás nunca paz ni consuelo. Arde para siempre…»
Así reza la carta que, escrita con la propia sangre de su hijo Harald, recibe en Alemania Amelia Gotlieb, días después de que la policía islandesa encontrara el cadáver del muchacho en la Facultad de Historia de Reykjavik: un cadáver al que, además, le han sacado los ojos y lleva marcados en su cuerpo extraños signos que dejan a los forenses entre el estupor y el espanto. Descontentos con el trabajo de la policía, y deseosos de que la verdad se descubra de la forma más discreta posible, los padres del difunto contratan entonces los servicios de Þóra, una letrada islandesa a la que ayudará Matthew, el abogado alemán que envía la familia.
Þóra y Matthew inician una investigación que les llevará desde la moderna Reykjavik al extremo noroeste de la isla, una zona inhóspita y salvaje donde, como en tantos otros lugares de Europa, se llevaron a cabo ejecuciones de decenas de personas acusadas de brujería. A los dos abogados no les quedará otro remedio que sumergirse en los restos y documentos de aquel nefasto episodio de la historia de Islandia para encontrar la clave de un asesinato que parece haber sido inspirado en ancestrales rituales.

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Tuvo suerte; los tres primeros despachos estaban vacíos. Se limpiaba mucho mejor cuando no había nadie presente. Sobre todo cuando se trataba de limpiar ventanas, porque tenía que encaramarse a una silla o a cualquier otro mueble para llegar a a la parte de arriba. Le resultaba incomodísimo hacerlo con espectadores con los que no podía charlar. Sería más fácil cuando pudiese manejarse ya en el idioma. En Filipinas siempre era decidida y hasta atrevida. Aquí nunca conseguía manejarse a gusto excepto entre sus compatriotas… en el trabajo solía sentirse, en realidad, como un objeto más que como una persona; la gente hablaba y se comportaba como si ella no estuviese. Todos menos el supervisor de limpiezas, Tryggvi. Aquel hombre se comportaba siempre con una cortesía exquisita, hacía todo lo que estaba en su mano para relacionarse con Laura y sus compañeras, aunque la mayoría de las veces no llegaba más allá de unos gestos que no había forma de desentrañar. Pero tampoco parecía que el hombre se partiese de risa cuando ellas intentaban adivinar qué podía estar intentando decir. Era un tipo estupendo, y Laura esperaba con alegría el momento en que pudiere decirle algo en su propia lengua, dentro de poco. Pero una cosa sí que era indudable: jamás podría llegar a pronunciar su nombre, aunque se apuntase a todas las clases de lengua islandesa que se ofrecían. Decía en voz baja «Tryggvi» y acababa sonriendo al oír lo que le salía.

Laura fue hacia el cuarto despacho. Era una estancia grande que pertenecía a los estudiantes y se utilizaba como una especie de club social. Dio un golpecito en la puerta y entró. En el destartalado sofá de la sala estaba sentada una chica que Laura reconoció como miembro del grupo de amigos del estudiante asesinado. Era fácil, en realidad, reconocer a aquellos jóvenes, siempre parecían nubes de tormenta, tanto por su gesto como por sus ropas. La chica pelirroja estaba ensimismada en una conversación por el teléfono móvil, y aunque hablaba en voz baja, resultaba evidente que el tema de conversación no era nada divertido. La muchacha miró disgustada a Laura y se puso una mano delante de la boca y la parte inferior del teléfono, como para asegurarse de que Laura no la oyera. Se despidió de su interlocutor, metió el teléfono en su funda protectora de color de camuflaje, se puso en pie y se fue, pasando ensimismada al lado de Laura. Ésta intentó sonreírle y se esforzó enormemente para decir «adiós» cuando salía. La chica se dio la vuelta en el umbral, asombrada por la despedida, y dijo entre dientes algo incomprensible antes de salir y cerrar la puerta. «Lástima», pensó Laura. Era una chica muy maja, se podía decir incluso que guapa, si hiciese el más mínimo intento de mejorar su aspecto, si se quitase aquellos aros espantosos de las cejas y la nariz, y sonriese aunque sólo fuera muy de vez en cuando. Bueno, y qué, las ventanas esperaban y el tiempo pasaba. Laura se puso manos a la obra. Echó limpiacristales sobre el primer panel de la ventana y pasó el paño en repetidos círculos por el cristal. No había demasiada suciedad como para tener que utilizar un método más enérgico. Aquellas ventanas tenían casi siempre las cortinas echadas, y por eso no caía nada sobre los cristales. Fue limpiando las ventanas una tras otra pero cuando estaba a punto de terminar con la última, se percató de la primera suciedad seria. En realidad no estaba en el cristal mismo, sino que era una manchita marrón al lado de la manija de acero que servía para abrir la ventana.

La mujer volvió a sacar el paño sucio que acababa de meterse en el bolsillo de la bata. No era necesario enguarrar el paño que tenía en la mano en esos momentos; aún estaba inmaculado. Esparció el líquido sobre la manija y pasó el paño por ésta y por debajo. Evidentemente, las limpiadoras más jóvenes pasaban de limpiar los lugares que no estaban a la vista, y Laura vio que aquella porquería, fuera lo que fuese, estaba metida también por debajo del acero. Se alegró de haberle echado la vista encima a aquello; sólo faltaría que alguno de aquellos sucios estudiantes que usaban la sala abrieran la ventana, notase el acero manchado y fuera a quejarse inmediatamente por lo mal que limpiaban su estancia.

Laura refunfuñó por la conducta de los que utilizaban aquel sitio: la manija no era sino un ejemplo más del comportamiento de aquellos guarros. Pero ¿quién podía tener unas manos tan sucias? Fuese lo que fuese aquello, se quitaba como si nada, y Laura pasó la bayeta por otros sitios, simplemente por cubrir el expediente. Miró satisfecha el acero limpio: sintió como si acabara de obtener una pequeña victoria sobre Gunnar. Cuando estaba a punto de volver a meterse el paño en el bolsillo, vio con claridad la mancha que se había formado dentro. Era de color rojo oscuro. El color parduzco se había diluido en el paño. Aquello era sangre, no cabía duda alguna. ¿Pero cómo había llegado hasta la manija? Laura no recordaba haber visto sangre en el suelo; quien hubiera agarrado la manija tenía que haber sangrado en algún otro sitio. Pensó si aquello podría tener alguna relación con el asesinato, pero le pareció poco probable. Las ventanas se habían limpiado varias veces desde entonces.

Le apremió una idea. No recordaba haber limpiado aquellas ventanas ella misma, lo que quería decir que lo había hecho alguna otra persona. Intentó quitarse la idea de la cabeza: ¿no habían limpiado el ala este el día después del asesinato? Claro que sí, qué ocurrencias». Naturalmente que lo habían hecho: la policía, encima, había interrogado a una de las chicas más jóvenes, esa Gloria que hacía los turnos de fin de semana.

¿Pero qué estupidez estaba haciendo? No le faltaba más que intentar explicar aquella ocurrencia en islandés. Para eso no bastaba con decir «frío» y «caliente». Además podía verse en problemas con las autoridades, simplemente por haber quitado aquello de la manija, eliminando así las posibles huellas digitales del asesino. También podría meterse en líos si intentaba hacer una montaña de cualquier cosa que pudiese tener una explicación sencilla. Aquello era un completo absurdo. Recordaba perfectamente la que montó Gloria con el interrogatorio al que la sometieron; hasta soltó unas cuantas lágrimas al contarles lo dura que había sido la policía con ella. En aquel momento, Laura pensó que las lágrimas habían sido más bien de cocodrilo, pero ahora no estaba ya tan segura. Repasó el suelo con la vista en busca de sangre. Si la encontraba, el asunto estaría resuelto, porque ella en persona había fregado aquel local varias veces después de cometerse el asesinato. Así que habría tenido que tratarse de algo muy reciente, que tendría su explicación natural.

En el suelo no había nada de sangre, ni siquiera en las rendijas entre las tablas. Laura se mordió el labio inferior, pensativa. Se animó a sí misma. La policía ya había detenido al asesino. Aquello no tenía la menor importancia. Si la sangre tenía alguna relación con el asesinato, no sería sino una prueba más en contra del culpable. Laura respiró hondo. Pensó en los periódicos que le solían mostrar con grandes aspavientos al llegar de Filipinas; traían entrevistas con una persona, su hijo o su hija, así como fotos suyas, en las que contaban las cosas más increíbles, como si tuviesen una necesidad urgentísima de decirlas a los cuatro vientos. Laura no podía verse a sí misma con la manija de la ventana al lado de su mejilla, en la foto, en uno de esos periódicos. No, aquello no era más que una locura y una tontería por su parte: alguno de los estudiantes habría sangrado por la nariz, se mareó y quiso respirar un poco de aire fresco. Laura respiró tranquila durante un minuto, basta que recordó a sus propios hijos cuando sangraban por la nariz. Se iban enseguida al baño… no a abrir una ventana.

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