Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera.
Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás.
Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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Esta vez no pudo contenerse.

– ¡Mc Ginnis está muerto, imbécil! Lo enterré en el desierto. Iba a hacer lo mismo con tu puta después de terminar con ella.

Amagué otra acometida con la lámpara e intenté seguir hablando.

– No lo entiendo, Courier. Si está muerto, ¿por qué no te has largado? ¿Para qué arriesgarlo todo yendo a por ella?

En el mismo momento en que abría la boca para responderme, amagué que iba a darle en el pecho con la base de la lámpara y en el último instante la levanté para darle en la cara. Le alcancé de lleno en la mandíbula. Courier retrocedió un momento y actué rápido, lanzándole la lámpara primero y luego yendo a por el cuchillo con las dos manos. Caímos sobre un mueble de televisor y luego al suelo, conmigo encima y forcejeando por el control del cuchillo.

Courier desplazó el peso debajo de mí y rodamos tres veces, de modo que él acabó encima. Yo le sujeté la muñeca con ambas manos y él me agarró la cara con la mano libre y trató de zafarse. Al final conseguí doblársela en un ángulo doloroso. Courier soltó un grito y el cuchillo cayó y rebotó en el suelo de cemento. Con un codo lo lancé hacia el hueco de la escalera, pero se detuvo justo en el límite, balanceándose bajo la barandilla azul. Había quedado a dos metros de distancia.

Fui a por él como un animal, lanzándole puñetazos y patadas, guiado por una rabia primaria que nunca había sentido. Le agarré una oreja e intenté arrancársela. Le clavé un codo en los dientes. Pero la energía de la juventud poco a poco le fue dando ventaja. Yo sentía que me cansaba rápidamente y él consiguió retroceder y poner algo de distancia. Me dio un rodillazo en la entrepierna que me dejó sin respiración. Sentí un dolor paralizante y no pude mantener la presa. Él se soltó del todo y fue a por el cuchillo.

Reuní la última reserva de mis fuerzas para medio arrastrarme y medio arrojarme tras él, al tiempo que intentaba ponerme en pie. Estaba dolorido y agotado, pero sabía que si él conseguía llegar al cuchillo, yo moriría.

Me abalancé sobre él desde atrás. Courier se tambaleó hacia delante y el tronco se le dobló por encima de la barandilla. Sin pensarlo, me agaché, lo agarré por una pierna y lo lancé por encima de la barandilla. Intentó aferrarse a los tubos de acero, pero las manos le resbalaron y cayó.

El grito solamente duró dos segundos. La cabeza chocó con una barandilla o contra el revestimiento de hormigón del hueco, y después de eso siguió cayendo en silencio y rebotando a un lado y a otro en su caída de trece pisos.

Lo miré durante todo el trayecto. Hasta el final, cuando el fuerte impacto volvió hasta mí en forma de eco.

Me gustaría poder decir que me sentí culpable, o que tuve algún remordimiento. Pero la verdad es que disfruté de cada momento de su caída.

A la mañana siguiente volví a Los Ángeles de verdad y dormí durante todo el trayecto de avión apoyado en la ventanilla. Había pasado casi toda la noche en las dependencias del FBI, que ya se me habían hecho familiares. Volví a hablar con el agente Bantam en la unidad móvil para entrevistas con testigos durante varias horas. Le expliqué y le volví a explicar lo que había hecho la tarde anterior y cómo Courier había acabado cayendo desde el piso trece. Le dije lo que Courier había dicho sobre Mc Ginnis y el desierto y el plan para Rachel Walling.

Durante la entrevista, Bantam no se quitó nunca la máscara de agente federal indiferente. En ningún momento expresó agradecimiento alguno por haberle salvado la vida a una compañera suya. Se limitó a hacer preguntas, algunas cinco o seis veces en diferentes momentos y de diferentes maneras. Y cuando por fin terminó, me informó de que los detalles concernientes a la muerte de Marc Courier se presentarían ante un jurado de acusación del estado para determinar si se había cometido un crimen o si mis acciones entraban en el marco de la legítima defensa. Solamente entonces salió de su papel y me habló como a un ser humano.

– Tenía sentimientos encontrados con usted, Mc Evoy. Sin duda ha salvado la vida de la agente Walling, pero subir a por Courier no fue lo correcto. Tendría que haber esperado. De haber sido así, lo tendríamos vivo en este momento y podríamos obtener algunas respuestas. Tal y como están las cosas, si Mc Ginnis realmente ha muerto, la mayor parte de los secretos cayeron por el hueco de esa escalera con Courier. El desierto que tenemos ahí fuera es enorme, ¿entiende?

– Sí, bueno, lo siento, agente Bantam. Pera la verdad es que yo lo miro desde otro ángulo. Creo que si no hubiera ido tras él quizás habría conseguido escapar. En ese caso, ahora tampoco dispondrían de más respuestas. Solo podría haber más cadáveres.

– Quizá. Pero no lo sabremos nunca.

– Bueno, ¿qué ocurrirá a partir de ahora?

– Tal como le he dicho, presentaremos el caso ante el jurado de acusación. No creo que tenga problemas. No me parece que el mundo vaya a sentirse apesadumbrado por la desaparición de Marc Courier.

– No me refiero a mí. Eso no me preocupa. Me refería a qué ocurrirá con la investigación.

Bantam reflexionó en silencio, como para considerar si tenía que decirme algo.

– Intentaremos reconstruir sus pasos. Es lo único que podemos hacer. Todavía no hemos acabado en Western Data. Continuaremos allí e intentaremos reunir una imagen de todo lo que hicieron esos hombres. Y seguiremos buscando a Mc Ginnis, vivo o muerto. Solo disponemos de la palabra de Courier de que esté muerto. Personalmente, no sé si creérmelo.

Me encogí de hombros. Yo había informado concienzudamente de lo que Courier me había dicho. Dejaría a los expertos que determinaran si era la verdad. Si querían colgar el retrato de Mc Ginnis en todas las oficinas de correos del país, a mí me parecía bien.

– ¿Puedo volver a Los Ángeles ahora?

– Puede irse si quiere. Pero si se le ocurre algo, llámenos. Del mismo modo que le llamaremos nosotros.

– Entendido.

No me dio la mano, se limitó a abrir la puerta. Cuando salí del autobús, Rachel estaba esperándome. Estábamos frente al aparcamiento del Mesa Verde Inn. Eran casi las cinco de la mañana, pero ninguno de los dos parecía demasiado cansado. El personal de la ambulancia la había atendido. La hinchazón había empezado a disminuir, pero tenía un corte desagradable, el labio magullado y una contusión bajo el ojo izquierdo.

No había querido que la llevaran al hospital para que le hicieran más exámenes. La última cosa que quería hacer Rachel en un momento como ese era abandonar el centro de la investigación.

– ¿Cómo te encuentras? -pregunté.

– Estoy bien -dijo ella-. ¿Cómo estás tú?

– Bien. Bantam dice que puedo irme. Creo que voy a subir al primer vuelo que salga hacia Los Ángeles.

– ¿No vas a quedarte a la conferencia de prensa?

Negué con la cabeza.

– ¿Qué van a decir que no sepa ya?

– Nada.

– ¿Cuánto tiempo vas a pasar todavía aquí?

– No lo sé. Supongo que hasta que terminen. Y eso no ocurrirá hasta que sepamos todo lo que hay que saber.

Asentí y miré mi reloj. El primer vuelo a Los Ángeles probablemente no saldría antes de un par de horas.

– ¿Quieres que desayunemos en algún sitio?

Intentó contraer los labios en señal de desagrado por la idea, pero el dolor frustró el esfuerzo.

– La verdad es que no tengo mucha hambre. Solamente quería despedirme. Quiero volver a Western Data. Han encontrado la mina de oro.

– ¿Y eso qué es?

– Un servidor no documentado al que habían estado accediendo tanto Mc Ginnis como Courier. Tiene vídeos archivados, Jack. Grabaron sus crímenes.

– ¿Y los dos salen en las grabaciones?

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