Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera.
Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás.
Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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– Hágalo.

Me agaché y puse la cara en el cuello de Rachel. La abracé, aspiré su perfume y le susurré al oído.

– Ha ido arriba. Voy a por él.

– ¡No, Jack, espera aquí! ¡Espera aquí conmigo!

Me incorporé y la miré a los ojos. No dije nada hasta que oí que las puertas del ascensor se abrían. Entonces miré al tipo de la cocina con el que había hablado al principio. Llevaba el nombre bordado en la camisa blanca: Hank.

– ¿Dónde están los de seguridad?

– Tendrían que estar aquí -me dijo-. Ya vienen.

– Muy bien, quiero que esperen aquí con ella. No la dejen sola. Cuando lleguen los de seguridad, díganles que hay otra víctima en las escaleras del séptimo y que he ido arriba a buscar al tipo. Pídanles que cubran todas las salidas y los ascensores. Ese tipo ha subido, pero en algún momento tendrá que intentar bajar.

Rachel empezó a levantarse.

– Voy contigo -dijo.

– No, tú no vas a ninguna parte. Estás herida. Te quedarás aquí y yo volveré enseguida. Te lo prometo.

La dejé allí y me metí en el ascensor. Apreté el botón del piso doce y volví a mirar a Rachel. Cuando la puerta se cerraba vi que Hank, el de la cocina, encendía nerviosamente su cigarrillo.

Tanto él como yo sentíamos que aquel era un momento para enviar las normas al cuerno.

E l montacargas subía muy despacio y me dio por pensar que en gran parte el rescate de Rachel se había debido puramente a la suerte: un montacargas lento, mi decisión de quedarme en Mesa para sorprenderla, la de ir por la escalera con mi botella de vino. Pero no quería hacer conjeturas con lo que podría haber llegado a pasar. Me concentré en el momento y cuando el montacargas llegó por fin a lo alto del edificio estaba en guardia, con la hoja de dos centímetros del sacacorchos desplegada. Al abrirse la puerta comprendí que tenía que haber escogido algún arma mejor de entre las disponibles en la cocina, pero ya era demasiado tarde.

El vestíbulo de limpieza de la doce estaba vacío salvo por la chaqueta roja de camarero que vi abandonada en el suelo. Empujé las puertas de doble batiente para meterme en el pasillo central. Ya oía las sirenas procedentes del exterior del edificio. Un montón de sirenas.

Miré a ambos lados, no vi nada y empecé a pensar que una búsqueda llevada a cabo por un solo hombre en un hotel de doce plantas casi tan ancho como alto iba a ser una pérdida de tiempo. Entre ascensores y escaleras, Courier podía elegir múltiples vías de escape.

Decidí volver con Rachel y dejar la búsqueda para la seguridad del hotel y la policía que llegaba.

Pero sabía que en mi camino hacia abajo podía cubrir por lo menos una de esas rutas de fuga. Quizá seguiría estando de suerte. Escogí la escalera del lado norte porque estaba más cerca del garaje del hotel. Además, era la escalera que Courier había utilizado para esconder el cuerpo del camarero del servicio de habitaciones.

Seguí adelante por el pasillo, doblé la esquina y empujé la puerta de la escalera. Lo primero que hice fue asomarme a la barandilla y mirar al hueco: no vi nada y lo único que oí fue el eco de las sirenas. Estaba a punto de empezar a bajar cuando vi que, aunque estaba en el piso superior del hotel, la escalera seguía hacia arriba.

Si había un acceso al tejado, tenía que comprobarlo. Empecé a subir.

Las escalera estaba en penumbra, apenas iluminada por un aplique en cada rellano. Cada piso estaba dividido por dos tramos de escaleras con un rellano en medio. Cuando llegué y giré para subir el tramo siguiente hasta lo que sería el piso trece, vi que el último descansillo estaba lleno de mobiliario de las habitaciones del hotel. Subí hasta donde la escalera terminaba en un gran almacén. Había mesillas de noche amontonadas una encima de otra y colchones en filas de cuatro apoyados en la pared. Había pilas de sillas y de minineveras y televisores anteriores a la era de la pantalla plana. Me acordé de los archivadores que había visto en los pasillos de la Oficina del Defensor Público. Allí seguro que se violaban múltiples normas, pero ¿quién lo veía? ¿Quién subía allí? ¿A quién le importaba?

Me abrí paso entre un grupo de lámparas de pie de acero hacia una puerta con una pequeña ventana cuadrada que me quedaba a la altura de la cabeza. Habían pintado la palabra AZOTEA con una plantilla, pero cuando llegué a la puerta vi que estaba cerrada. Hice fuerza en la barra de apertura, pero no se movió. Algo interfería o bloqueaba el mecanismo y la puerta no cedía. Miré por la ventana y vi una terraza plana de grava que se extendía detrás de los pretiles cubiertos de tejas del hotel, así como la estructura que albergaba los ascensores en medio de una extensión de cuarenta metros de grava. Detrás había otra puerta que daba a la escalera del otro lado del hotel.

Me incliné hacia la izquierda y me acerqué más a la ventana para tener una visión más amplia de la azotea. Courier podía estar ahí fuera.

En el momento en que lo hacía, vi el reflejo de un movimiento en el cristal.

Alguien estaba detrás de mí.

Instintivamente, salté hacia un lado y me volví al mismo tiempo. El brazo de Courier, armado con un cuchillo, no me acertó por muy poco e impactó en la puerta.

Planté los pies y lancé mi cuerpo contra el suyo, alzando la mano y clavándole la hoja del sacacorchos en el costado.

Pero mi arma era demasiado corta. Logré alcanzarle con un golpe directo, pero la herida no bastó para derribarlo. Courier aulló y me golpeó el puño con su antebrazo, de manera que mi arma cayó al suelo. Luego, rabioso, me lanzó un potente gancho. Conseguí agacharme y al hacerlo vi con claridad su arma. Medía por lo menos diez centímetros, y sabía que si conseguía clavármela todo habría acabado para mí.

Courier me atacó de nuevo y esta vez lo eludí por la derecha y lo agarré por la muñeca. La única ventaja que tenía era mi tamaño. Era mayor y más lento que Courier, pero le sacaba veinte kilos. Sujetándole la mano del cuchillo, volví a lanzarme contra él y rodamos sobre el bosque de lámparas y luego al suelo de cemento.

Courier logró zafarse en la caída y se levantó con el cuchillo preparado. Agarré una de las lámparas y sostuve su base redonda por delante, listo para defenderme con ella y desviar el siguiente ataque.

Por un momento no ocurrió nada. Él blandió su cuchillo ante mí y parecía que ambos nos tomábamos las medidas, a la espera de que el contrario tomara la iniciativa. Decidí cargar con la base de la lámpara, pero él la esquivó con facilidad. Volvimos a ponernos en guardia. Tenía una sonrisa de desesperación en la cara y respiraba agitadamente.

– ¿Adónde vas a ir, Courier? ¿No oyes todas esas sirenas? Están aquí, tío. La policía y el FBI estará por todas partes en menos de dos minutos. ¿Adónde irás entonces?

No dijo nada y me arriesgué a otra acometida con la lámpara. Él agarró la base y por un momento forcejeamos por controlarla, pero logré empujarle hacia un montón de minineveras y estas cayeron al suelo.

No tenía ninguna experiencia en la lucha con cuchillos, pero el instinto me decía que tenía que seguir hablando. Si distraía a Courier, reduciría la amenaza y tal vez lograría darle de lleno. De modo que seguí preguntándole, a la espera de mi oportunidad.

– ¿Dónde está tu compañero? ¿Dónde está Mc Ginnis? ¿Te ha enviado para que te encargaras del trabajo sucio? Como en Nevada, ¿no? Has vuelto a desperdiciar la ocasión.

Courier me hizo una mueca, pero no mordió el anzuelo.

– Él te dice lo que tienes que hacer, ¿eh? Como si fuera tu mentor en el asesinato o algo así, ¿no? Pues el amo no va a estar demasiado contento contigo esta noche. ¡Porque vamos cero a dos, tío!

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