Michael Connelly - El Poeta
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– Es ésta. Ésta es la que buscamos -dijo.
– ¿Cómo lo sabes? -le pregunté.
– Es una tienda de entrada libre en una calle transitada. Las otras dos parecían más bien oficinas de venta por correo, sin escaparates. Gladden habría preferido la del escaparate. Mayor estimulación visual, gente saliendo y entrando, más distracciones. Era mejor para él. Quería pasar desapercibido.
Era una tienda pequeña con dos escritorios en la sala de exposición y cajas cerradas amontonadas por ahí. Había dos expositores circulares con terminales de ordenador y equipos de vídeo, junto con montones de catálogos de equipos informáticos. Un hombre calvo con gafas de montura negra, que estaba sentado detrás de uno de los escritorios, nos miró cuando entramos. En el otro no había nadie y daba la impresión de que no se utilizaba.
– ¿Es usted el encargado? -preguntó Thorson.
– Más que eso, soy el dueño -el hombre se levantó con orgullo de propietario y sonrió mientras nos acercábamos a su mesa-. Más que eso, soy el dependiente número uno.
Como vio que no nos uníamos a su carcajada, nos preguntó en qué podía ayudamos.
Thorson le enseñó el interior de la cartera donde llevaba la chapa.
– ¿FBI?
Le pareció inaudito.
– Sí. Ustedes venden la digiShot 200, ¿verdad?
– Sí. La mejor cámara digital. Pero ahora mismo no me quedan existencias. Vendí la última la semana pasada. Se me removieron las tripas. Habíamos llegado demasiado tarde.
– Puedo conseguir una en tres o cuatro días. De hecho, tratándose del FBI puedo intentar que me la envíen en un par de días. Sin recargo, por supuesto.
Sonrió y asintió pero, detrás de las gafas, sus ojos tenían una mirada burlona. Le ponía nervioso tratar con el FBI, especialmente al no saber de qué iba la cosa.
– ¿Y cómo se llama usted?
– Olin Coombs. Soy el dueño.
– Sí, ya nos lo ha dicho. Muy bien, señor Coombs. No me interesa comprar nada. ¿Tiene el nombre de la persona que le compró la última digiShot?
– Oh… -arqueó una ceja, probablemente sopesando si debía preguntar si era legal que el FBI pidiera ese tipo de información-. Desde luego, tengo un registro. Puedo consultarlo.
Coombs se sentó y abrió un cajón del escritorio. Buscó en un archivo de carpetas colgantes hasta que encontró lo que buscaba, sacó una hoja de papel y la alisó sobre la mesa. Después le dio la vuelta para que Thorson no tuviera que leerla al revés. Thorson se inclinó, examinó el documento y vi cómo giraba ligeramente la cabeza hacia la derecha y después volvía al papel. Miré el recibo y me pareció que se habían comprado muchas piezas del equipo junto con la cámara digiShot.
– Esto no es lo que estoy buscando -dijo Thorson-. Busco a un hombre que creemos que sólo quería comprar una cámara digiShot. ¿Ésta es la única que ha vendido esta última semana?
– Sí… Ah, no. Es la única con albarán de entrega. Vendimos otras dos, pero tuvieron que encargarse.
– ¿Y todavía no se han entregado?
– No. Mañana. Espero un camión por la mañana.
– ¿Alguno de los dos encargó sólo la cámara?
– ¿La cámara?
– Ya sabe, sin el resto de los accesorios. El software, el cable, el equipo completo.
– Ah, sí. Oh, en realidad, hay…
Sus palabras se perdieron cuando volvió a abrir el cajón y sacó una tablilla sujetapapeles con diversos formularios de color rosa. Empezó a despegarlos y a leer.
– Tengo un tal señor Childs. Sólo quería la cámara, nada más. Pagó en metálico y por adelantado. Novecientos noventa y cinco más la tasa de ventas de California. Ascendía a…
– ¿Dejó algún teléfono o dirección?
Contuve el aliento. Lo teníamos. Tenía que ser Gladden. La ironía del nombre que había dado -el hecho de que en inglés childs significara «niños»- no se me había pasado por alto. Un escalofrío me recorrió la espalda.
– No dejó teléfono ni dirección -dijo Coombs-. Puse una nota para mi control particular. Dice que el señor Wilton Childs llamará para confirmar la llegada del equipo. Le dije que llamara mañana.
– Entonces, ¿vendrá a recogerla?
– Sí, si ya ha llegado vendrá a buscada. Como le dije, no tenemos su dirección, así que no podemos hacer la entrega.
– ¿Recuerda su aspecto, señor Coombs?
– ¿Su aspecto? Oh, bueno, supongo que sí.
– ¿Podría describírmelo?
– Era un hombre blanco, me acuerdo. Él…
– ¿Rubio?
– Oh, no. Moreno. Con barba incipiente, de eso me acuerdo.
– ¿De qué edad?
– Unos veinticinco o quizá treinta.
Thorson tuvo bastante con eso. Tenía una aproximación y el resto de la información encajaba. Señaló el escritorio vacío.
– ¿Nadie utiliza esa mesa?
– De momento, no. El negocio no va muy bien.
– Entonces, ¿no tiene inconveniente en que la use yo?
39
Había un perceptible zumbido eléctrico en el ambiente cuando nos reunimos alrededor de una mesa en la sala de conferencias con vistas de salón de millonario. Después de que la llamada telefónica de Thorson nos convocara a toda prisa, Backus decidió trasladar su puesto de mando estratégico del hotel Wilcox a las oficinas del FBI en Westwood. Nos reunimos en el piso diecisiete del edificio federal, en una sala de conferencias con una vista panorámica de la ciudad. Veía Catalina Island flotando en un océano dorado que reflejaba el espectacular inicio naranja y rojo de un nuevo crepúsculo.
Eran las cuatro y media, hora del Pacífico, y la reunión se había retrasado para darle a Rachel el mayor margen de tiempo posible para que consiguiera y ejecutara una orden de registro sobre los movimientos de la cuenta bancaria de Gladden en Jacksonville.
En la sala de conferencias, además de Backus, Thorson, Cárter, Thompson y yo, había seis personas que no me habían presentado, pero que supuse que eran agentes locales. Quantico y todas las oficinas locales involucradas en la investigación también participaban en la conferencia telefónica. Y hasta esas personas invisibles parecían nerviosas. Brass Doran iba diciendo por el altavoz:
– ¿Estamos listos para empezar?
Finalmente, Backus, sentado en el centro de la mesa, cerca del altavoz del teléfono, llamó al orden a todo el mundo. Detrás de él, en un caballete, alguien había dibujado un tosco plano del almacén de la Data Imaging Answers y de la manzana de Pico Boulevard donde estaba ubicado.
– Bueno, chicos, están pasando cosas -dijo-. Para eso hemos estado trabajando. Así que vamos a hablar de ello y después lo ejecutaremos y lo haremos bien.
Se levantó. Quizás a él también se le había contagiado la tensión del momento.
– Tenemos como prioridad una pista en la que estamos trabajando y sobre la que queremos que nos hablen Rachel y Brass. Pero antes que nada prefiero que Gordon nos haga un resumen de lo que tenemos previsto para mañana.
Mientras Thorson explicaba a la embelesada audiencia las operaciones y los descubrimientos que habíamos hecho aquel día, dejé que mi mente vagara. Me imaginé a Rachel en algún lugar de Jacksonville, a cuatro mil kilómetros de su investigación y escuchando a un hombre que no le gustaba, y al que probablemente incluso despreciaba, explicar su mayor logro. Yo deseaba hablar con ella y consolarla, pero no delante de veinticinco oyentes. Quería preguntarle a Backus dónde estaba para llamarla más tarde, pero sabía que tampoco podía hacerla. Entonces me acordé del busca. Lo haría más tarde.
– Nuestro equipo de Incidentes Críticos ya no va a vigilar a Thomas -dijo Thorson-. Lo hará el equipo de vigilancia del LAPD que se ha duplicado. Estamos reorganizando a nuestros hombres para integrarlos en un doble plan que facilite la detención de este criminal. Antes que nada, hemos instalado un localizador de llamadas en los teléfonos de la Data Imaging. Dispondremos de un receptor móvil para controlar las llamadas que se reciban en ambas líneas, y la oficina local nos está proporcionando todo el personal disponible para los equipos de recepción. Localizaremos la llamada de este sujeto cuando se ponga en contacto para preguntar si ha llegado su encargo, e intentaremos mantenerlo al teléfono hasta que lleguen los nuestros. Si lo consiguen, se seguirá el proceso habitual de detención de delincuentes. ¿Alguna pregunta hasta aquí?
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