Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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Thorson me señaló con un gesto y Sweetzer y su teniente me miraron detenidamente. Yo estaba cada vez más

enfadado. El teniente volvió a mirar a Thorson.

– No entendemos por qué tiene que llevarse esas pertenencias. He mirado el inventario. Hay una cámara, unas gafas de sol, un macuto de lona y una bolsa de caramelos, eso es todo. No hay película ni fotos. ¿Por qué tiene que quitárnoslo el FBI?

– ¿Han sometido algunas muestras de caramelo a análisis químicos de laboratorio?

El teniente miró a Sweetzer, quien sacudió la cabeza levemente, como haciendo algún tipo de señal secreta.

– Nosotros lo haremos, teniente -dijo Thorson-. Para determinar si los caramelos han sido manipulados de alguna forma. Y la cámara. Ustedes no lo saben, pero en nuestra investigación hemos recuperado algunas fotos. No puedo revelar el contenido de esas imágenes, aunque será suficiente decir que son de carácter marcadamente ilegal. Pero la cuestión es que el análisis de esas fotos muestra una imperfección del objetivo de la cámara con la que fueron tomadas. Es como una huella que se repite en todas ellas. Podemos relacionarlas con una cámara. Pero para hacerla necesitamos ésta. Si permite que nos la llevemos y establezcamos una relación, podremos probar que ese hombre hizo las fotos. Así, cuando lo cojamos, tendremos cargos adicionales contra él. Además, nos ayudará a determinar con exactitud qué ha hecho ese tipo. Por eso les pedimos que nos cedan esas pertenencias. En realidad, caballeros, todos perseguimos el mismo fin.

El teniente estuvo un rato sin decir nada. Después dio media vuelta y se alejó del mostrador.

– Asegúrese de que le firman un recibo por la cesión de las pruebas -le dijo a Sweetzer.

Sweetzer, cabizbajo, le siguió más allá del mostrador, sin protestar pero susurrando algo acerca de no haber entendido lo que Thorson había dicho antes de convencer al teniente. Cuando ambos doblaron una esquina del departamento, me acerqué a Thorson, para poder hablarle en voz baja.

– La próxima vez que se te ocurra utilizarme de esta manera, avísame antes -le dije-. Esto no me gusta nada. Thorson mostraba una sonrisa de satisfacción.

– Un buen investigador utiliza todas las armas que tiene a su alcance. Tú estabas a mi alcance.

– ¿Es verdad lo de las fotos recuperadas y el análisis de la cámara?

– Sonaba bien, ¿no?

El único recurso que le quedaba a Sweetzer para salvaguardar su dignidad en la transacción fue hacemos esperar otros diez minutos. Por fin, apareció con una caja de cartón, y la deslizó por el mostrador. Después le pidió a Thorson que firmara un recibo por la cesión de las pruebas. Thorson se dispuso a abrir la caja y Sweetzer puso la mano en la tapa para impedírselo.

– Está todo ahí dentro -dijo Sweetzer-. Sólo tiene que firmar el recibo y yo podré volver a mi trabajo. Estoy ocupado. Thorson, que había ganado la guerra, le concedió la última batalla y firmó.

– Confío en usted.

– ¿Sabe una cosa? Yo quería ser agente del FBI.

– Bueno, no se preocupe demasiado por eso. Mucha gente suspende el examen. Sweetzer se puso colorado.

– No fue por eso -se explicó-. Simplemente, decidí que prefería ser un ser humano. Thorson levantó la mano y lo apuntó con el dedo como con una pistola.

– Muy buena ésta -le dijo-. Que pase un buen día, detective Sweetzer.

– Eh -dijo Sweetzer-. Si ustedes, los del FBI, necesitan algo más, y me refiero a cualquier cosa, piénsenselo antes de llamar.

De vuelta al coche no pude contenerme.

– Supongo que nunca has oído decir que es más fácil cazar moscas con azúcar que con limón.

– ¿Y por qué desperdiciar el azúcar con las moscas? -replicó.

No abrió la caja de las pertenencias hasta que entramos en el coche. Al destaparla vi los artículos de los que ya se había hablado envueltos en bolsas de plástico, y un sobre cerrado en el que ponía «Confidencial: Sólo para el FBI». Thorson rasgó el sobre y extrajo de él una fotografía, una Polaroid, probablemente tomada con la cámara con la que retratan a los detenidos. Era un primer plano de las nalgas de un hombre, con unas manos que las cogían y las separaban para proporcionar una panorámica clara y profunda del ano. Thorson la examinó un momento y después la tiró al asiento de atrás por encima del hombro,

– Qué raro -dijo-. No sé por qué Sweetzer habrá incluido un retrato de su madre. Solté una breve carcajada.

– Es el mejor ejemplo de cooperación entre distintos cuerpos de seguridad que he visto jamás -comenté.

Pero Thorson hizo caso omiso del comentario o quizá no lo oyó. La expresión se le volvió sombría y sacó de la caja una bolsa de plástico con la cámara. Vi cómo la observaba detenidamente. Le daba vueltas entre las manos, examinándola.

– Esos cabrones de mierda -dijo despacio-. La han tenido todo este tiempo delante de las narices.

Miré la cámara. Había algo raro en su forma voluminosa. Parecía una Polaroid, pero tenía un objetivo estándar de treinta y cinco milímetros.

– ¿Qué es esto? ¿Qué pasa?

– ¿Sabes lo que es esto? -No, ¿qué?

Thorson no contestó. Apretó un botón para ponerla en marcha. Después examinó el contador digital de la parte de atrás.

– No hay ninguna foto -dijo.

– ¿Qué pasa?

No contestó. Volvió a poner la cámara en la caja, la cerró y arrancó el coche.

Thorson condujo calle abajo desde la comisaría de policía como si fuera un camión de bomberos en misión de urgencia. Frenó en la gasolinera de Pico Boulevard y bajó de un salto, mientras el coche todavía daba sacudidas a consecuencia del brusco frenazo. Corrió hacia el teléfono y marcó un número de larga distancia sin echar ninguna moneda. Mientras esperaba que le contestaran sacó un bolígrafo y un pequeño bloc de notas. Vi que escribía algo después de decir unas palabras. Cuando marcó otro número de larga distancia sin poner monedas supuse que había pedido información a un número gratuito con el prefijo 800.

Tuve la tentación de salir del coche y acercarme a él para oír la conversación, pero decidí esperar. Al cabo de un instante vi que anotaba la información en su cuaderno. Mientras, observé la caja con las pruebas que Sweetzer le había entregado. Deseaba abrirla y volver a examinar la cámara, pero pensé que a Thorson no le haría ninguna gracia.

– ¿Te importaría contarme lo que está pasando? -le pregunté en cuanto volvió a ponerse tras el volante.

– Claro que me importa, pero te vas a enterar de todas formas -abrió la caja y sacó la cámara de nuevo-. ¿Sabes qué es esto?

– Tú lo has dicho. Una cámara.

– Exacto, pero lo importante es qué clase de cámara.

Mientras le daba vueltas entre las manos, vi la marca del fabricante impresa en la parte frontal. Una gran «d» minúscula de color azul claro. Sabía que era el símbolo de una empresa de ordenadores llamada digiTime. Bajo el logo corporativo ponía «digiShot 200».

– Es una cámara digital, Jack. El palurdo de Sweetzer no sabía qué cono tenía. Esperemos que no sea demasiado tarde.

– No te sigo. Supongo que también soy un palurdo, pero ¿podrías…?

– ¿Sabes lo que es una cámara digital?

– Sí. Funciona sin película. En el periódico hemos hecho pruebas con alguna.

– Exacto. No lleva película. En su lugar, un microchip captura la imagen. Entonces, ésta puede introducirse en un ordenador, editarse, ampliarse, hacer lo que quieras con ella y luego imprimirla. Según sea el equipo (y éste es un equipo muy bueno, lleva una lente Nikon) puedes obtener fotografías de alta resolución. Tan perfectas como el objeto real.

Había visto fotos tomadas con una digital en el Rocky. Thorson no exageraba.

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