Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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Me habría gustado tener una respuesta adecuada, que fuera el equivalente verbal a un gancho de izquierda. Pero su profunda acidez y su enfado me habían dejado aturdido y en silencio.

– Puede que se divierta contigo -prosiguió-. O, mejor dicho, juega contigo. Como con un juguete. Ahora quiero, ahora no quiero. Te dejará colgado.

Seguí sin decir nada. Me volví y miré por la ventana para no tenerlo siquiera en mi campo de visión. Al cabo de un par de minutos dijo que habíamos llegado y se metió en el aparcamiento de uno de los rascacielos de oficinas del centro.

Después de consultar el panel del vestíbulo del Centro Legal Fuentes, entramos en el ascensor y subimos en silencio hasta el séptimo piso. A la derecha encontramos una puerta con una placa de caoba al lado que anunciaba el bufete legal de Krasner & Peacock. Una vez dentro, Thorson puso sobre el mostrador de recepción su cartera abierta con la placa del FBI y le preguntó por Krasner a la recepcionista.

– Lo siento -dijo ella-. El señor Krasner está en el juzgado esta mañana.

– ¿Está segura?

– Claro que estoy segura. Tiene un juicio. No volverá hasta después de comer.

– ¿Está por aquí? ¿En qué juzgado?

– Está cerca. En el Juzgado de lo Penal.

Dejamos el coche donde estaba y fuimos andando hasta el Palacio de Justicia. Los juicios se celebraban en el quinto piso, en una sala inmensa con las paredes recubiertas de mármol, atestada de abogados, acusados y familiares de los acusados. Thorson se acercó a un alguacil que se sentaba tras un mostrador en la primera fila de la galería y le preguntó cuál de todos aquellos abogados era Arthur Krasner. Señaló a un pelirrojo bajito, con el cabello corto y la cara colorada, que estaba de pie junto a la barandilla, hablando con otro hombre trajeado, sin duda otro abogado. Thorson se dirigió hacia él, murmurando que le parecía un duende judío.

– ¿Señor Krasner? -le dijo Thorson interrumpiendo la conversación entre los dos hombres. -¿Sí?

– ¿Podemos hablar un momento en el pasillo?

– ¿Quién es usted?

– Se lo explicaré en el pasillo.

– Ya me lo puede explicar ahora, o saldrá al pasillo usted solo.

Thorson sacó la cartera y le mostró la placa; Krasner la miró y leyó la identificación, y comprobé que sus ojos

porcinos se movían de un lado a otro mientras pensaba.

– Bueno, creo que ya sabe de qué se trata -dijo Thorson y, dirigiéndose al otro abogado, añadió-: ¿Nos disculpa un momento?

Ya en el pasillo, Krasner pareció recuperar algo de su compostura de leguleyo.

– De acuerdo, tengo un juicio dentro de cinco minutos. ¿De qué se trata?

– Creía que ya había quedado claro -le dijo Thorson-. Se trata de uno de sus clientes, William Gladden. -No lo conozco.

Intentó pasar por delante de Thorson para volver a la sala de vistas. Thorson se adelantó y le puso una mano en el pecho, inmovilizándolo.

– Por favor -dijo Krasner-, no me toque. No tiene usted derecho a tocarme.

– Ya sabe de quién estamos hablando, señor Krasner. Va a tener usted problemas graves por haber ocultado a la justicia y a la policía la verdadera identidad de ese hombre.

– No, se equivoca. No tenía ni idea de quién era. Acepté el caso tal como se presentó. Si resultó que era otra persona, eso no me concierne. Y no existe la más mínima evidencia de que yo lo supiera.

– Déjese de chorradas, abogado. Guárdeselas para el juez de ahí dentro. ¿Dónde está Gladden?

– No tengo ni idea, y aunque lo supiera…

– ¿No me lo diría? Ésa es una actitud errónea, señor Krasner. Deje que le diga algo: he echado un vistazo al registro de su representación por cuenta del señor Gladden y las cosas no pintan bien, si es que sabe de qué le estoy hablando. No es muy ortodoxo, quiero decir. Eso puede crearle problemas.

– No sé de qué me habla.

– ¿Cómo es que le llamó a usted cuando lo detuvieron?

– No sé. No se lo pregunté.

– ¿Fue por referencias?

– Sí, creo que sí.

– ¿De quién?

– No lo sé. Ya le he dicho que no le pregunté.

– ¿Es usted pedófilo, señor Krasner? ¿Qué es lo que le atrae, las niñas o los niños? ¿O quizás ambos? -¿Qué?

Poco a poco, Thorson lo había arrinconado contra la pared de mármol del pasillo mediante su asalto verbal. Krasner empezaba a parecer rendido. Se había puesto el maletín delante, a modo de escudo. Pero no era suficiente.

– Ya sabe de qué le estoy hablando -le dijo Thorson acosándole-. Con la cantidad de abogados que hay en esta ciudad, ¿por qué Gladden recurrió a usted?

– Se lo diré -gritó Krasner, atrayendo las miradas de todos los que pasaban por allí. Bajó la voz-. No sé por qué me eligió a mí. Sólo sé que lo hizo. Estoy en la guía. Éste es un país libre.

Thorson dudó un instante, dándole a Krasner la oportunidad de seguir hablando, pero el abogado no mordió el anzuelo.

– Estuve mirando los registros ayer -le dijo Thorson-. Lo sacó usted dos horas y quince minutos después de fijarse la fianza. ¿De dónde sacó el dinero? La respuesta es que él ya se lo había dado, ¿no? Así que la cuestión es cómo consiguió usted el dinero si él pasó la noche en la cárcel.

– Por transferencia telefónica. No es nada ilegal. La noche anterior hablamos de mis honorarios y de lo que podía subir la fianza ya la mañana siguiente ya me lo había transferido. Yo no tengo nada que ver. Yo… No puede usted ponerse a calumniarme aquí de esa manera.

– Yo puedo hacer lo que me dé la gana. Usted me da asco, joder. He hablado de usted con la policía local, Krasner. Ya sé de qué va.

– ¿De qué está hablando?

– Si ahora no lo sabe, pronto se va a enterar. Vienen a por usted, renacuajo. Usted puso a ese tipo en la calle y mire lo que ha hecho. Ya ve lo que ha hecho, joder.

– ¡Yo no lo sabía! -protestó Krasner con un gemido, como pidiendo perdón.

– Claro, nadie sabe nunca nada. ¿Lleva usted un móvil? -¿Qué?

– Un móvil, un teléfono.

Al decirlo, Thorson le dio una palmada al maletín de Krasner, lo que hizo que el hombrecillo saltase como picado por un aguijón.

– Sí, sí, llevo un teléfono. No tiene usted que…

– Bien. Sáquelo, llame a su secretaria y dígale que haga una copia de su registro de transferencias telefónicas. Dígale que iremos a buscarla dentro de quince minutos.

– No tiene usted derecho… Mi relación con ese individuo es de abogado a cliente, y tengo que protegerla al margen de lo que haya hecho. Yo…

Thorson volvió a golpear la cartera con el dorso de la mano, dejando a Krasner con la frase a medias. Pude comprobar que se le daba muy bien lo de acorralar al menudo abogado.

– Haga esa llamada, Krasner, y le diré a la policía local que nos ha ayudado. Hágala o la próxima víctima correrá de

su cuenta. Porque ahora ya sabe de quién y de qué estamos hablando. Krasner asintió levemente con la cabeza y empezó a abrir su maletín.

– Eso es, abogado -le dijo Thorson-. Por fin ha visto la luz.

Mientras Krasner llamaba a su secretaria y le daba la orden con voz temblorosa, Thorson no dejaba de vigilarlo en silencio. Nunca había oído hablar ni había visto a nadie que utilizase el truco del policía malo sin la contrapartida del bueno y que le sacase con tanta finura una información a una fuente. No tenía claro si admiraba la habilidad de Thorson o si me pasmaba. Pero había convertido una altiva pose de artista en un bulto tembloroso. Cuando Krasner se hubo guardado el teléfono, Thorson le preguntó qué cantidad le había transferido.

– Unos seis mil dólares.

– O sea, cinco para la fianza y uno para usted. ¿Cómo es que no lo exprimió más?

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