Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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Mientras salía a la puerta del hotel a fumar un cigarrillo creció en mi interior la sensación de inquietud y me infectó la mente con otros pensamientos. Se inmiscuyó aquella historia, y el enfado de ella y los pensamientos sobre lo que podía haber ocurrido todavía me atenazaban, tantos años después de aquel día en las gradas. Me maravillaba el modo en que perviven algunos recuerdos y la precisión con que se pueden revivir. A Rachel no se lo había dicho todo sobre la chica de la universidad. No le había contado la conclusión: que la chica era Riley y que el chico con el que empezó a salir y después se casó era mi hermano. No sabía por qué le había ocultado esa parte.

No tenía cigarrillos. Volví a entrar en el vestíbulo para preguntarle al vigilante dónde podía conseguir un paquete. Me dijo que volviera al Cat & Fiddle. Vi que tenía un paquete de Camel abierto sobre el mostrador, junto al montón de revistas, pero no se dignó ofrecerme uno y yo no se lo pedí.

Mientras caminaba solo hacia Sunset volví a pensar en Rachel y empezó a preocuparme algo que había notado cuando hacíamos el amor. Las tres veces que nos habíamos acostado se había abandonado tanto que se podría decir que era decididamente una mujer pasiva. Me dejaba llevar las riendas. La segunda vez que lo hicimos, y la tercera, esperaba algún cambio, incluso dudé en algunos movimientos y opciones para dejar que decidiera ella, pero no lo hizo. Incluso en el sagrado momento de penetrarla, tuve que buscar torpemente la entrada por mí mismo. Eso las tres veces. Nunca había visto cosa igual en una mujer con la que me hubiera acostado el mismo número de veces.

No había ningún mal en aquello, y tampoco me preocupaba lo más mínimo, pero me resultaba curioso. Porque su pasividad en aquellos momentos horizontales era diametralmente opuesta a su comportamiento en nuestros momentos verticales. Cuando estábamos fuera de la cama, ciertamente, dominaba o intentaba dominar. Era esa sutil contradicción lo que creía que me subyugaba de ella.

Cuando me detuve antes de cruzar Sunset para ir al bar, con el rabillo del ojo vi un movimiento lejano, a mi izquierda, mientras controlaba el tráfico. Seguí aquel movimiento y divisé la silueta de una persona que se ocultaba en el oscuro umbral de una tienda cerrada. Sentí un escalofrío, pero no me moví. Durante varios segundos me quedé contemplando el punto donde había visto desaparecer la silueta. La tienda estaba a unos veinte metros. Estaba seguro de que era un hombre y de que seguía allí, probablemente vigilándome desde las sombras mientras yo lo vigilaba a él.

Di cuatro pasos rápidos, decididos, en dirección al portal, pero entonces me quedé paralizado. Había sido una fanfarronada, pero me asusté cuando vi que nadie salía corriendo del portal. Noté que el corazón me daba botes. Sabía que a lo mejor no era más que un vagabundo buscando un lugar donde dormir. Sabía que podía tener un centenar de explicaciones. Pero no por eso dejaba de estar asustado. Quizás era sólo un transeúnte. Quizás era el Poeta. En una fracción de segundo me pasaron por la cabeza un millar de posibilidades. Yo había salido en la tele. El Poeta veía la tele. El Poeta ya había elegido. El oscuro portal estaba en el camino de vuelta al hotel Wilcox. No podría regresar. Me volví rápidamente y bajé a la calzada para cruzar la calle en dirección al bar.

Un bocinazo me hizo saltar hacia atrás. No había corrido ningún peligro. El coche había pasado a toda marcha, arrastrando tras de sí las risotadas de unos adolescentes, pero dos carriles más allá, aunque quizá me habían visto la cara, la mirada, y dedujeron que sería fácil asustarme.

En el bar pedí otra black and tan y pregunté por la máquina de tabaco. No me di cuenta de que me temblaba el pulso hasta que encendí el mechero cuando, por fin, me puse un cigarrillo en la boca. Y ahora ¿qué?, pensé mientras exhalaba el humo azulado hacia mi imagen reflejada en el espejo que había tras la barra del bar.

Me quedé allí hasta que anunciaron por segunda vez el cierre, a las dos, y entonces abandoné el Cat & Fiddle con el éxodo de los más recalcitrantes. Decidí que entre la gente estaría a salvo. Remoloneando tras el gentío descubrí a tres borrachos que se dirigían hacia el Wilcox y los seguí a unos pasos de distancia. Pasamos frente al portal en cuestión por la otra acera de Sunset y cuando miré a través de los cuatro carriles no alcancé a ver si la oscura guarida estaba vacía. Pero no podía rezagarme. Al pasar frente al Wilcox me separé de mi escolta, crucé Sunset a la carrera y me metí en el hotel. No recuperé el aliento hasta que estuve en el vestíbulo y reconocí el rostro ya familiar del vigilante nocturno.

A pesar de lo tarde que era y de lo cargado que iba de cerveza, el miedo que había pasado me libró de toda sensación de fatiga. No podría dormir. Ya en la habitación, me desnudé, me metí en la cama y apagué la luz, aunque sabía que todo aquello sería inútil. Al cabo de diez minutos me encaré con la realidad y encendí la luz.

Necesitaba distraerme. Un truco que tranquilizase mi mente y me permitiese dormir. Hice lo que había hecho tantas otras veces en similares circunstancias: llevarme el ordenador a la cama. Lo cargué, enchufé el módem a la línea telefónica de la habitación y me conecté mediante conferencia con la red del Rocky. No tenía ningún mensaje, y en realidad no esperaba ninguno, pero el solo hecho de hacerla ya empezaba a calmarme. Eché un vistazo a las noticias de agencia y apareció mi propio reportaje, en versión resumida, en la red nacional de Associated Press. Aparecería a la mañana siguiente y correría como un reguero de pólvora. Todos los redactores jefe, desde Nueva York a Los Angeles, iban a leer mi nombre en el encabezamiento. Así lo esperaba.

Después de salir y cortar la conexión, jugué unas manos de solitario con el ordenador, pero me aburría perder siempre. Buscando algo con qué distraerme, me agaché sobre la bolsa del ordenador para coger el sobre con las facturas del hotel de Phoenix, pero no pude encontrarlo. Miré en todos los bolsillos de la bolsa, pero los papeles no estaban allí. Cogí rápidamente la funda de almohada y la registré como a un sospechoso, pero no había más que ropa.

– Mierda -dije en voz alta.

Cerré los ojos y acabé de recordar lo que había hecho con los papeles en el avión. Me invadió una sensación de pavor cuando recordé que en un momento dado los había metido en la bolsa del respaldo delantero. Pero entonces recordé que, después de hablar con Warren, los había recuperado para hacer las otras llamadas. Tuve una visión clara del momento en que volví a meter los papeles en la bolsa del ordenador, mientras el avión ya descendía. Estaba seguro de que no me los había dejado allí.

La única alternativa, lo sabía, era que alguien hubiera entrado en mi habitación y se los hubiera llevado. Me paseé un poco por allí, sin estar muy seguro de lo que debía hacer. En realidad, me habían robado una propiedad robada por mí. ¿Ante quién podría reclamar?

Enfadado, abrí la puerta, salí al pasillo y me dirigí a la recepción. El vigilante nocturno estaba hojeando una revista llamada High Society que tenía en portada la foto de una mujer desnuda que utilizaba hábilmente los brazos y las manos para cubrirse estratégicamente, lo suficiente para que la revista se pudiera vender en los quioscos.

– Oiga, ¿ha visto a alguien entrar en mi habitación?

Se alzó de hombros y sacudió la cabeza negativamente.

– ¿Nadie?

– A los únicos que he visto pasar por aquí son usted y la señora que le acompañaba. Eso es.

Me lo quedé mirando un momento, esperando que dijera algo más, pero ya había recitado su papel.

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