– Casi se explica por sí mismo -dijo Thorson-. Nuestro hombre se dirige hacia el Oeste y es obvio que le sacan de quicio los polis de homicidios.
Levantó la mano y la blandió sobre la mitad occidental del país que había dibujado.
– La próxima vez lo veremos aparecer por aquí, a menos que tengamos suerte y lo pillemos antes.
Al mirar el final de la línea roja que Thorson había trazado sentí la necesidad de preguntarme por el porvenir. ¿Dónde estaba el Poeta? ¿Quién sería el siguiente?
– ¿Por qué no le dejamos que llegue a California y así estará ya en su ambiente? Y se acabó el problema. Todo el mundo rió el chiste de un agente que se sentaba en la segunda fila. El humor envalentonó a Hazelton.
– Eh, Gordon -dijo, acercándose al atril y señalando con un lápiz el desproporcionadamente pequeño apéndice de Florida-. Espero que este mapa no sea una especie de desliz freudiano por tu parte.
Esto arrancó la más sonora carcajada de la reunión y la cara de Thorson enrojeció, aunque sonrió por el chiste a su costa. Vi que a Rachel Walling se le iluminaba la cara de gusto.
– Muy divertido, Hazel -replicó Thorson en voz alta-. ¿Por qué no vuelves a analizar los poemas? Se ve que es lo tuyo.
Las risas se cortaron en seco y sospeché que Thorson le había clavado a Hazelton un aguijón que era más personal que gracioso.
– Bueno, si me dejáis continuar -dijo Thorson-, para vuestra información, esta noche vamos a alertar a todas las oficinas federales, sobre todo en el Oeste, para que estén al tanto de algo así. Nos sería de gran ayuda tener noticias anticipadas del próximo y poder trasladar nuestro laboratorio a uno de los posibles escenarios criminales. Pronto tendremos listo un equipo móvil. Aunque de momento nos tenemos que basar en las oficinas locales para todo. ¿Bob?
Backus se aclaró la garganta para proseguir con el debate.
– Si a nadie se le ocurre nada más, vamos con los perfiles. ¿Qué es lo que sabemos sobre ese delincuente? Quisiera añadir algo a la alerta que Gordon ha anunciado.
A partir de ahí todo fue una retahila de confusas observaciones, muchas de ellas absolutamente erróneas y algunas
que hasta hicieron reír.
Pude comprobar que había mucha camaradería entre los agentes. También vi que había cierta rivalidad, como lo había demostrado el juego entre Walling y Thorson y después entre éste y Hazelton. No obstante, tenía la sensación de que aquellas personas ya se habían sentado otras veces en torno a aquella mesa y en aquella sala para hacer lo mismo. Demasiadas veces, desgraciadamente.
El perfil que iba saliendo iba a servir de muy poco en la caza del Poeta. Las generalidades que los agentes iban poniendo sobre la mesa se referían principalmente a su descripción íntima. Rabia. Aislamiento. Nivel de formación e inteligencia por encima de la media. «¿Cómo identificar esas cosas entre la masa?», me preguntaba. No hay manera.
De vez en cuando, Backus intervenía con alguna pregunta para reencauzar el debate.
– Si estás de acuerdo con la última teoría de Brass, ¿por qué polis de homicidios?
– Responde a esta pregunta y lo tendrás metido en una celda. Ése es el misterio. Ese rollo de la poesía es una maniobra de diversión.
– ¿Rico o pobre?
– Consigue dinero. Tiene que conseguirlo. Allá donde va, no se queda mucho tiempo. No trabaja: su trabajo es matar.
– Debe tener una cuenta bancaria o unos padres ricos, algo así. Utiliza coches y necesita dinero para llenar el depósito.
La sesión se alargó durante otros veinte minutos mientras Doran iba tomando notas para trazar el retrato preliminar. Después, Backus la concluyó diciendo a todos que se fueran a descansar el resto de la noche para salir de viaje a primera hora de la mañana.
Al terminar la reunión se me acercaron unos cuantos para presentarse, me dieron el pésame por lo de mi hermano y me expresaron su admiración por lo que había investigado. Pero fueron sólo unos cuantos, incluyendo a Hazelton y Doran. Al cabo de unos minutos me quedé solo en medio de la sala, y estaba mirando a Walling cuando se me acercó Gordon Thorson. Me tendió la mano y, tras un instante de duda, se la estreché.
– Espero que no tengamos problemas -dijo con una sonrisa cordial.
– En absoluto. Ha estado bien.
Su apretón era fuerte y al cabo de los dos segundos habituales intenté desasirme, pero él no me soltó la mano. Al contrario, tiró de ella y se inclinó para que sólo yo pudiera oír lo que iba a decirme.
– Me alegro de que tu hermano no esté aquí para ver esto -susurró-. Si yo hubiera hecho lo que has hecho tú para meterte en este caso, me moriría de vergüenza. No podría soportarme a mí mismo.
Se enderezó, siempre con la misma sonrisa. Yo sólo le miré e, inexplicablemente, asentí con la cabeza. Entonces me soltó la mano y se fue. Me sentí humillado por no haber sabido defenderme. Me había limitado a asentir estúpidamente.
– ¿Qué ha pasado?
Me volví. Era Rachel Walling.
– Uf, nada. Él sólo… nada.
– Sea lo que fuere, olvídalo. Es un guipo lias. Asentí.
– Sí, ya me voy haciendo esa idea.
– Vamos, volvamos a la sala de juntas. Estoy hambrienta. Por el pasillo me contó el plan de viaje.
– Saldremos mañana temprano. Es mejor que te quedes aquí esta noche en vez de estar yendo y viniendo al Hilton. Los viernes suelen quedar libres casi todos los dormitorios para visitantes. Te puedo meter en uno de ellos y no tienes más que llamar al Hilton para que recojan tu habitación y manden tus cosas a Denver. ¿Algún problema?
– Uf, no. Supongo que…
Todavía estaba pensando en Thorson.
– Que se jo da. -¿Qué?
– Ese tipo, Thorson, es un guipo lias.
– Olvídate de él. Mañana nos vamos y él se queda aquí. ¿Qué hacemos con el Hilton?
– Sí, de acuerdo. Llevo aquí el ordenador y todo lo que es importante.
– Intentaré conseguirte una camisa limpia por la mañana.
– ¡Vaya, el coche! Tengo uno de alquiler en el garaje del Hilton.
– ¿Dónde están las llaves? Me las saqué del bolsillo.
– Dámelas. Yo me ocuparé de él.
A primera hora de la mañana, cuando el amanecer apenas se insinuaba en torno a las cortinas, Gladden iba y venía por el apartamento de Darlene, demasiado nervioso para poder dormir, demasiado excitado para desearlo. Se paseaba por las minúsculas habitaciones pensando, planeando, esperando. Se paró en el dormitorio para mirar a Darlene, se quedó unos instantes contemplándola y después volvió a la sala de estar. Las paredes estaban cubiertas de carteles sin enmarcar de viejas películas pomo y la sala estaba llena de recuerdos de una vida despreciable. Todo tenía un barniz de nicotina. Gladden era fumador, pero aun así le resultaba repugnante. Aquel lugar era un caos.
Se detuvo ante uno de los carteles, de una película titulada Darlene por dentro. Ella le había contado que había sido una estrella a principios de los años ochenta, después el vídeo revolucionó el negocio y ella empezó a envejecer; las huellas de la vida eran evidentes en torno a los ojos y la boca. Le había señalado con una sonrisa melancólica los carteles donde unas fotos aerografiadas mostraban su cuerpo y su cara lisos y sin arrugas. Su nombre artístico era simplemente Darlene. No le hacían falta apellidos. Gladden se preguntaba qué se sentiría viviendo en un lugar donde las imágenes de tu propio pasado glorioso se burlan de tu estado actual ante tus propias narices.
Se dio la vuelta, descubrió su bolso sobre el tapete de la mesa de naipes del comedor y miró en su interior. Estaba lleno, sobre todo, de artilugios de maquillaje, paquetes de cigarrillos vacíos y cajas de cerillas. Llevaba un pequeño aerosol de defensa personal y la cartera. Tenía siete dólares. Miró su carnet y descubrió cual era su nombre completo.
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