Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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– ¿Qué le hiciste a mi hermano?

– Eso fue algo entre él y yo. Algo personal.

– Cuéntamelo. Suspiró.

– Nada, Jack. Nada. Fue con el único con el que no pude cumplir el programa. Es mi fracaso. Pero ahora tengo su doble y una segunda oportunidad. Y esta vez no vaya fracasar.

Bajé la cabeza. Notaba que empezaban a hacerme efecto los sedantes. Cerré los ojos con fuerza y apreté los puños, pero ya era tarde. El veneno estaba en la sangre.

– No puedes hacer nada -dijo Backus-. Relájate, Jack. Deja que te haga efecto. Pronto habrá terminado todo.

– No conseguirás escapar. Rachel no puede equivocarse al interpretar lo ocurrido.

– ¿Sabes, Jack? Creo que tienes toda la razón. Rachel lo sabrá. Quizá lo sepa ya. Por eso me iré después de esto. Eres mi último trabajo, luego me retiraré.

No le entendí.

– ¿ Retirarte?

– Estoy seguro de que Rachel ya tiene sospechas. Por eso la he estado mandando a Florida, pero sólo ha sido una forma de aplazarlo. Enseguida lo sabrá. Por eso ha llegado la hora de cambiar de piel y mudarme. Tengo que volver a ser yo mismo, Jack.

Su rostro se iluminó con las últimas palabras. Pensé que iba a confesar quién era, pero no lo hizo.

– ¿Cómo te encuentras, Jack? ¿Un poco mareado?

No contesté, pero él sabía que era así. Me sentía como si estuviera a punto de deslizarme hacia el vacío, como un bote en una cascada. Backus se limitaba a mirarme y hablar con voz monótona, pronunciando mi nombre con frecuencia.

– Deja que te haga efecto, Jack. Limítate a disfrutar de estos momentos. Piensa en tu hermano. Piensa en lo que le vas a decir. Creo que deberías contarle que has resultado ser un gran investigador. Dos en la familia, no está mal. Piensa en la cara de Sean. Sonriendo. Sonriéndote a ti, Jack. Ahora deja que tus ojos se cierren hasta que puedas verle. Adelante. No va a pasar nada. Estás a salvo, Jack.

No logré impedirlo. Se me caían los párpados. Intenté desviar la mirada y observé las luces en el espejo, pero el cansancio me venció. Cerré los ojos.

– Muy bien, Jack. Excelente. ¿Puedes ver a Sean?

Asentí y noté su mano en mi muñeca izquierda. La colocó en el brazo de la silla. Luego hizo lo mismo con la derecha.

– Perfecto, Jack. Eres un sujeto maravilloso. Tan dócil. Ahora no quiero que notes ningún dolor. Ningún dolor, Jack. No importa lo que ocurra. No vas a sentir ningún dolor, ¿entiendes?

– Sí -dije.

– No quiero que te muevas, Jack. De hecho, Jack, no puedes moverte. Tus brazos son como pesos muertos. No puedes moverlos, ¿no es así?

– Sí -dije.

Seguía con los ojos cerrados y tenía la barbilla apoyada en el pecho, pero era perfectamente consciente de lo que me rodeaba. Era como si el cuerpo se hubiera se parado de la mente, como si me viera desde arriba sentado en la silla.

– Ahora abre los ojos, Jack.

Hice lo que me decía y vi a Backus de pie delante de mí. Se había enfundado la pistola bajo la chaqueta abierta y en una mano sostenía una larga aguja de acero. Era mi oportunidad. La pistola estaba en la cartuchera, pero yo no podía moverme de la silla ni llegar hasta él. Mi mente no podía enviar mensajes al cuerpo. Permanecí sentado y quieto, incapaz de hacer otra cosa que observar cómo introducía la punta de la aguja en la palma de mi mano y repetía la operación en dos de los dedos. No hice movimiento alguno para impedírselo.

– Muy bien, Jack. Creo que ahora ya estás preparado para mí. Recuerda, los brazos como pesos muertos. No puedes moverlos por mucho que quieras. No puedes hablar por mucho que quieras. Pero manten los ojos abiertos. No quieres perderte nada.

Dio un paso atrás y me dedicó una mirada de aprobación.

– ¿Quién es el mejor ahora, Jack? -me preguntó-. ¿Quién es el mejor hombre? ¿Quién es el ganador y quién el perdedor?

Me repelía. No podía mover los brazos ni hablar, pero igualmente sentía la energía del terror absoluto que daba alaridos en mi interior. Noté que los ojos se me humedecían, pero no me cayó ninguna lágrima. Vi cómo se llevaba las manos a la hebilla del cinturón mientras decía:

– Ni siquiera tengo que volver a utilizar condón, Jack.

En el mismo momento en que lo decía la luz de la entrada se apagó. Entonces vi a alguien moviéndose entre las sombras y oí su voz. Era Rachel.

– No te muevas ni un milímetro, Bob. Ni un milímetro.

Lo dijo con calma y confianza. Backus se quedó helado, mirándome a los ojos, como si pudiera ver a Rachel reflejada en ellos. Tenía la mirada muerta. Su mano derecha, que Rachel no podía ver, empezó a desplazarse hacia la chaqueta. Yo quería gritar para avisarla, pero no pude. Tensé todos los músculos del cuerpo para intentar moverme un solo centímetro y conseguí separar un poco la pierna izquierda de la silla. Pero ya era bastante. El control de Backus sobre mí empezaba a perder eficacia.

– ¡Rachel! -logré gritar en el momento en que Backus sacaba la pistola de la cartuchera y disparaba a diestro y siniestro.

Hubo un intercambio de tiros y Backus cayó de espaldas al suelo. Oí como uno de los paneles se hacía pedazos y noté el frío de la noche que entraba en la habitación, mientras Backus gateaba hasta protegerse detrás de la silla en la que yo estaba sentado.

Rachel apareció por la esquina, se apoderó de la lámpara y la arrancó del enchufe. La casa quedó en una oscuridad sólo rota por las minúsculas luces del valle. Backus disparó dos veces contra ella, con la pistola tan cerca de mí que me ensordecía. Noté cómo arrastraba la silla hacia atrás para cubrirse mejor. Yo estaba como cuando despiertas de un sueño profundo, pues me costaba moverme. Cuando empecé a levantarme, Backus me clavó la mano en el hombro y me sentó de un golpe.

– Rachel-gritá-, si disparas le darás a él. ¿Es eso lo que quieres? Tira la pistola y sal fuera. Allí hablaremos.

– Olvídalo, Rachel-dije-. Nos matará a los dos. ¡Dispárale! ¡Dispárale!

Rachel acribilló la agujereada pared una vez más. Esta vez la parte más baja. El cañón de su pistola se dirigió hacia un punto justo por encima de mi hombro derecho, pero dudó. Backus no. Disparó dos veces al tiempo que Rachel se ponía a cubierto de un brinco y vi cómo de la esquina de la entrada saltaban esquirlas de yeso.

– ¡Rachel! -grité.

Hundí los talones en la moqueta y, haciendo acopio de fuerzas, empujé la silla hacia atrás con todo el empuje de que fui capaz.

El movimiento sorprendió a Backus. Noté que la silla lo golpeaba contundentemente y que quedaba al descubierto. En ese momento, Rachel se lanzó rodando desde la esquina de la entrada y la habitación se iluminó con la luz de otra ráfaga de su pistola.

Detrás de mí oí un alarido de Backus y luego silencio. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra vi que Rachel salía del recibidor y venía hacia mí. Sostenía la pistola en alto con las dos manos, con los codos unidos. Apuntaba detrás de mí. Me di la vuelta lentamente cuando pasó por mi lado. En el precipicio, apuntó hacia abajo, hacia la oscuridad en la que Backus había caído. Se mantuvo tensa y a la expectativa durante por lo menos medio minuto antes de darse por satisfecha.

La casa quedó envuelta en el silencio. Sentí en la piel el frío de la noche. Finalmente, se dio la vuelta y vino hacia mí. Cogiéndome del brazo, tiró de mí hasta que me puse de pie.

– Vamos, Jack -dijo-. Despierta. ¿Estás herido?

– Sean. -¿Qué?

– Nada. ¿Estás bien?

– Eso creo. ¿Estás herido?

Vi que miraba al suelo, detrás de mí, y me giré. Había sangre en el suelo. Y cristales rotos.

– No, no es mía -dije-. Le diste. O se cortó con los cristales.

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