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P.C. Cast: En El Lugar De La Diosa

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P.C. Cast En El Lugar De La Diosa

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La única emoción que esperaba Shannon Parker de las vacaciones de verano era hacer unas cuantas compras. Sin embargo, recibió la llamada de un ánfora antigua y se vio transportada a Partholon, donde todos la trataron como a una diosa. Una diosa muy temperamental… Sin saber cómo, Shannon había adoptado el papel de otra, se había convertido en la encarnación de la diosa Epona. Y, aunque eso tenía una ventaja (¿a qué mujer no le gustaban los lujos?), también conllevaba un matrimonio ritual con un centauro y la amenaza de muerte a su nuevo pueblo. Además, todo el mundo la odiaba, porque pensaban que era una simple doble de su diosa. Shannon tenía que averiguar cómo podía volver a Oklahoma sin morir en el intento, sin contraer matrimonio con un centauro y sin volverse loca…

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No. No parecía más vieja.

Siguió evitando mis ojos mientras yo la observaba. Claramente, era Suzanna. Tenía el mismo cuerpo delgado, y la misma cara preciosa que irradiaba bondad. Tenía los mechones de pelo metidos detrás de sus perfectas orejitas, igual que cuando llevaba el pelo corto. Tenía las mismas pecas por la nariz y los pómulos altos. Si sonreía, lo cual no parecía muy probable en aquel momento, seguro que yo vería un par de hoyuelos en sus mejillas.

– Suz… -le tiré de la mano, intentando conseguir que me mirara. Cuando ella alzó la vista mis ojos encontraron los mismos ojos castaños que conocía desde hacía años-. Qué…

Quería establecer contacto de verdad con ella, e intenté hacerle una pregunta. Pareció que Suz se ablandaba, pero entonces la enfermera entró con una nueva copa.

– Aquí tenéis, mi señora.

Gracias a Dios, agua de verdad. Agua fresca. Intenté tragar todo lo que pude, pero mi garganta se rebeló.

– Gra-gracias -conseguí decir. Suzanna tuvo que inclinarse para poder oírme, pero yo me di cuenta de que se enteraba, porque se ruborizó y, rápidamente, tomó un paño y comenzó a secarme la cara.

Yo me había quedado exhausta, y lo único que había hecho era vomitar y beber un par de tragos de agua. Suzanna me apartó el pelo de la frente.

– Descansad, mi señora. Todo va bien.

¿Y qué demonios llevaba puesto?

Mi otra amiga, la oscuridad, me envolvió sigilosamente.

Capítulo 2

– Perdonadme, mi señora. Debéis despertar.

No, que me dejen dormir. Aquello debía de ser un sueño horrible. Quizá si apretara fuerte los párpados y me concentrara en una visión de Hugh Jackman convertido en mi esclavo sexual, volvería a mi Paraíso de los Sueños.

Entonces, cometí el error de tragar.

Dios mío… la garganta me mataba. Quizá estuviera muerta, y entonces… abrí los ojos de golpe.

Había dos enfermeras ninfa, una a cada lado de Suzanna. Una llevaba una cosa vaporosa en las manos, y la otra sujetaba peines, cepillos y una preciosa coronita dorada. Mmm… el infierno no podía estar tan mal si había joyas.

– Mi señora, acaba de llegar el mensajero de vuestro padre, y ha anunciado que se han enviado las amonestaciones y que vuestro prometido se reunirá aquí con vos, para celebrar el matrimonio temporal.

¿Qué?

– Hoy. Por favor, debemos prepararos.

Lo único que pude hacer fue parpadear. ¿De qué estaba hablando? ¿Mi prometido? ¡Si ni siquiera estaba saliendo con nadie!

Suzanna vaciló.

– Señora, ¿puede hablar?

– ¿Ssseñor…? Ay -¿qué eran todas aquellas tonterías de «señora» y «mi señora»?

Evidentemente, mi susurro de serpiente fue respuesta suficiente para Suzanna. Noté que, al oír mi voz, las ninfas entraron en un estado de pánico. Suz se comportó como si estuviera molesta. De repente, les quitó a las ninfas la tela vaporosa, los peines y las joyas.

– Podéis marcharos -dijo. Y vaya, sonaba severa, lo cual intensificó la extraña cadencia musical de su voz-. Yo me ocuparé de nuestra señora.

Las niñas se alejaron rápidamente, con aspecto de estar aliviadas. Supongo que ya no hay enfermeras como las de antes.

– Vamos, mi señora, apoyaos en mi hombro y os llevaré a los baños.

Uno podría pensar que levantarse y caminar para tomar un muy necesitado baño no era algo demasiado difícil, y quizá no lo hubiera sido si la maldita habitación hubiera dejado de moverse.

– Uuuuh… -me sentía como si renqueara, como una de las viejas brujas del primer acto de Macbeth. Y seguramente, con el pelo tan enredado que tenía, podría haber representado el papel.

– Lo estáis haciendo muy bien, mi señora. Vamos, sólo quedan unos pasos.

Caminábamos por un pasillo con iluminación tenue. Miré hacia arriba y me di cuenta de que la luz era tenue porque… bueno, porque había antorchas encendidas colocadas en apliques de hierro forjado. Eso hizo que me detuviera en seco. Tengo una licenciatura universitaria. No es fácil engañarme. ¡Las antorchas no son algo corriente en un hospital! ¡Y, demonios! ¡Yo no estoy comprometida!

– Mi señora, ¿necesitáis descansar?

¿Qué le pasaba a Suzanna? ¿Acaso estaba inmersa en una especie de histeria trágica medieval? Uno de mis brazos ya estaba entrelazado con el suyo, así que agarrarle la otra mano fue fácil. La obligué a que se girara hacia mí y a que me mirara directamente. Después tragué varias veces para intentar aclararme la garganta, la miré con fijeza y le pregunté:

– ¿Qué ha pasado?

Ella intentó apartar la mirada, pero yo le agité las manos, y volvió a mirarme.

– Mi señora… -miró a su alrededor, como si tuviera miedo de que la oyeran, y me preguntó-: ¿Cómo os llamáis?

– Shannon -respondí, con tanta claridad como pude. Ella ni siquiera pestañeó.

– ¿Y cómo me llamo yo?

– Tú te llamas Suzanna.

Entonces, se inclinó hacia mí y negó lentamente con la cabeza. Noté que el miedo que había tenido en los ojos se había transformado en pena.

– No, mi señora. No me llamo Suzanna, sino Alanna. Y vos no sois Shannon, vos sois mi ama, Rhiannon, la Suma Sacerdotisa de la diosa Epona, hija de El MacCallan, prometida y pronto desposada temporalmente con el Sumo Chamán, ClanFintan.

– Bobadas.

– Sé que debe de ser difícil para vos, mi señora, pero venid conmigo. Os ayudaré a prepararos e intentaré explicar cómo ha sucedido esto.

Hablaba con preocupación. Me ayudó a moverme hacia una puerta entreabierta que había delante de nosotras, y entramos en una habitación.

La habitación me recordó a uno de aquellos documentales de la PBS que primero mostraban ruinas actuales, que eran como un caos confuso de piedras antiguas y columnas deshechas, y que después se reconstruían con una imagen de ordenador para que los espectadores pudieran ver cómo era el original en toda su gloria. Aquella habitación era como una de las imágenes recompuestas por ordenador. El suelo y el techo eran de mármol suave. Era difícil distinguir si el color dorado era de la piedra o de las muchas antorchas que había en las paredes. La simetría de los muros estaba interrumpida, a menudo, por nichos, que estaban tallados en la piedra a varias alturas. En los nichos había velas encendidas, en unos candelabros raros y dorados, que le daban a los muros la apariencia de brillar como joyas. A lo largo de una de las paredes había colgado un enorme espejo, y ante él, un tocador muy elaborado. El espejo estaba un poco empañado a causa del vapor que surgía de una piscina profunda y clara que brotaba a borbotones del centro del suelo de la habitación, y que fluía, en forma de corriente rápida, y caía a otra piscina en la sala contigua. El aire estaba caliente y húmedo, (con sólo respirarlo me sentí más relajada), y el olor me recordó a algo…

– ¡Es una fuente termal!

Incluso mi voz respondió al aroma curativo de la habitación, y Suzanna-Alanna no tuvo que hacer un esfuerzo por oírme.

– Sí, mi señora – dijo.

Parecía agradada por el hecho de que yo pudiera identificar el olor metálico del agua y hablar con algo de claridad.

– Permitidme que os ayude a quitaros la túnica.

Lo cual hizo, rápidamente, con maestría. Después, me hizo una señal para que descendiera por unos escalones de roca hacia el agua humeante. Era profundo, pero había varias cornisas suavizadas y situadas convenientemente a lo largo de una de las paredes de la piscina, y yo me senté cuidadosamente en una, con un gran suspiro. Observé, a través de los párpados medio cerrados, cómo Suzanna-Alanna tomaba esponjas y pequeños frascos del tocador, y me servía un líquido rojo y oscuro en una copa dorada. Después, se arrodilló al borde de la pila, junto a mí.

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