– En cinco días se pueden reunir la mayoría de las fuerzas. Y, con una marcha rápida, podemos estar en posición de atacar Laragon en dos días más.
– Siete días -dije-. Entonces, tengo que comenzar esta noche -murmuré, más para mí misma que para mi marido.
– ¿Empezar esta noche? ¿A qué te refieres? -me preguntó ClanFintan con preocupación.
Carolan me ahorró el trabajo de explicárselo.
– No puede convencer a…
– Nuada -dije yo, sabiendo lo que quería decir.
– No puede convencer a Nuada con una sola manifestación. Debe aparecer ante él más de una vez, como una visión que lo obsesione, hasta que se sienta obligado a seguirla.
– ¿Acaso Epona también está hablando contigo? -le pregunté con una sonrisa.
– Parece que sí-respondió él.
– Sigue sin gustarme la idea -dijo mi marido.
– Epona cuidará de su espíritu. Tú protegerás su cuerpo -dijo Carolan, y le puso la mano en el hombro para reconfortarlo.
– A mí tampoco me gusta especialmente -intervine yo-, pero en este mundo no hay teléfonos, ni van a anunciarlo en las noticias de la noche, así que parece que voy a tener que hacerlo a la vieja usanza.
Ellos no preguntaron nada acerca de aquellas referencias a mi mundo.
– Estaré contigo en todo momento -dijo ClanFintan, abrazándome con fuerza.
– Y yo -dijo Carolan.
– Yo también -dijo Alanna, que acababa de entrar en la habitación-. Pero ¿qué son los teléfonos y las noticias de la noche?
Yo me eché a reír y respondí:
– Los teléfonos y las noticias son fuerzas demoníacas muy efectivas. Alégrate de que no existan aquí.
– Me alegro -dijo ella, con tanta seriedad, que yo me reí de nuevo.
Carolan le besó la palma de la mano.
– ¿Qué quería esa doncella, amor mío?
Ella tenía el ceño fruncido de preocupación, y al responder, nos miró a Carolan y a mí alternativamente.
– Se ha extendido una enfermedad por el templo -dijo-. Varías de tus doncellas comenzaron a quejarse la semana pasada. No se sentían bien después de volver de un retiro. Yo no le di demasiada importancia, porque a veces, las doncellas ponen excusas para no acercarse a lady Rhiannon. Y después, con toda la gente que llegaba al templo, no hice caso de las quejas de las muchachas y les ordené que sirvieran a Epona con más diligencia. Pero estaba equivocada. Ahora, la mayoría de ellas están enfermas, y también varios niños y mujeres ancianas. Necesitan tu atención, y he mandado que traigan tu bolsa de Sanador -le dijo a Carolan, y después se volvió hacia mí-: También necesitan tus plegarias.
– Por supuesto, mi amor -dijo Carolan, y le dio un beso en la frente.
– Será mejor que yo vaya también, para ver qué demonios les pasa.
Alanna se quedó sorprendida, pero también agradada, al oírme.
– ¿No deseas asistir a la reunión con los guerreros para explicarles nuestro plan? -me preguntó ClanFintan.
– No, cariño -dije-. Ve y explícaselo tú. Será mejor que yo vaya a asegurarme de que las doncellas no tienen nada grave.
– Si crees que es lo que debes hacer, estoy seguro de que los guerreros lo entenderán. Sin embargo, cuando termines con las doncellas, por favor, reúnete con nosotros. Subirás la moral de los guerreros.
Vaya, eso me gustaba. Como Marilyn Monroe.
– No hay problema -dije.
Nos despedimos con un beso. Él se marchó hacia la reunión, y después de que uno de los guardias de la puerta de mi habitación le entregara a Carolan la bolsa de cuero que contenía su instrumental médico, nosotros tres nos dirigimos hacia las dependencias de las doncellas. Alanna nos explicó que en la sala principal había un olor muy fuerte, y Carolan la miró con suma preocupación. Al instante, aceleró el paso.
Atravesamos el gran patio central y recorrimos un largo pasillo de mármol. Cuando torcimos una esquina, percibí aquel olor. Al principio era algo dulce, como el olor a azúcar quemado. Después, se convirtió en un aroma espeso, y purulento, que me provocó náuseas. Me puse la mano sobre la boca y miré a Alanna. Ella se acercó a la puerta de la sala.
– Yo entraré primero -dijo Carolan-. Será mejor que vosotras esperéis aquí.
– No -repliqué yo con firmeza-. Voy a entrar contigo. Son mis chicas.
– Y yo ya he estado ahí -dijo Alanna-. No me voy a llevar ninguna sorpresa -añadió con tristeza.
Carolan asintió y abrió la puerta.
La escena que vimos ante nosotros era como una pesadilla. La habitación era enorme y bella, de techos altos y ventanales que recorrían una de las paredes desde el suelo hasta el techo, vestidos con cortinajes de un suave color melocotón. En conjunto, debería haber transmitido una sensación de armonía y de paz, pero todo se había ensuciado con la luz de la enfermedad.
Había sábanas sucias apiladas por el suelo, y en cada pila, una persona. Otras mujeres se afanaban en atender a las enfermas con jarras de agua y paños húmedos, parándose brevemente a dar de beber o a refrescar una cara febril.
Al entrar en la habitación, tuve que hacer un esfuerzo por no hacer arcadas, pero tuve que taparme nuevamente la boca con la mano. El olor a vómito y a otros desechos corporales se mezclaba con un hedor que yo había conocido en el Castillo de MacCallan: el olor a muerte.
Alanna y yo permanecimos junto a la puerta, mientras que Carolan se acercó rápidamente al camastro más cercano, para tocar la frente de una niña. Estaba tapada con mantas, pero se estremecía de frío. Carolan la examinó; apartó las mantas y comenzó a palparle el cuello, y a tomarle el pulso de la muñeca. Su cara se había convertido en una máscara impasible, y murmuraba palabras suaves de consuelo mientras abría la bolsa.
Sacó algo que parecía un estetoscopio rudimentario y comenzó a auscultarle el pecho a la enferma. Yo me sentía inútil allí parada, mientras él se movía de camastro en camastro, examinando pacientes y pidiendo agua, sábanas limpias o compresas frías.
– ¿Mi señora?
Una voz ronca me llamó. Miré a mi alrededor y vi que alguien movía la mano en mi dirección, débilmente.
– ¿Tarah?
Alanna asintió tristemente.
Aquello me decidió. No podía permanecer de brazos cruzados cuando la ninfa que era el reflejo de mi estudiante favorita me necesitaba. Respiré profundamente y me dirigí hacia ella.
Cuando llegué a su lado, la tomé de la mano. Estaba reseca y agrietada, y la fragilidad de sus huesos me sorprendió.
– Lo siento mucho, mi señora -me dijo, intentando sonreír-. Estamos demasiado ocupadas como para que además yo me haya puesto enferma.
– Shh -susurré yo-. No te preocupes por eso. Sólo tienes que descansar y recuperarte -dije. Ella cerró los ojos y asintió.
No quería soltarme la mano, así que me senté a su lado y la observé. Estaba muy pálida, y tenía los labios secos, pero lo más desconcertante era que tenía la piel de la cara y del cuello cubierta de un sarpullido rojo.
– ¿Varicela? -murmuré.
– Sí, creo que es la varicela -dijo Carolan, y me sobresalté-. ¿La conoces?
– Creo que sí. La tuve de niña -respondí, mirando la cara demacrada de Tarah-. Pero no me puse tan enferma.
– Yo… también -dijo Tarah débilmente, tanto, que tuve que inclinarme hacia ella para oír el resto de su frase- tuve la varicela de niña.
– Dice que tuvo la varicela de pequeña -le repetí a Carolan, sorprendida-. Eso es raro. En mi… -estuve a punto de decir «en mi mundo», pero me contuve a tiempo y disimulé con una tos-. Según mi experiencia, la gente sólo puede tener una vez la varicela. No pueden contagiarse de nuevo.
Carolan asintió, y después me indicó con un gesto que lo siguiera hacia la puerta. Antes de soltarla, le apreté la mano a Tarah y le susurré que volvería pronto.
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