A su lado, Michael Roark había cerrado los ojos. Elena se preguntó si estaría soñando y, en tal caso, cómo serían sus sueños. Tal vez, al igual que ella, sólo se dejaba llevar por una carretera oscura hacia un destino desconocido en compañía de extraños armados.
Elena se preguntó una vez más por qué custodiaban al paciente esos hombres, quién era en realidad.
Roma, a la misma hora
De pronto sintió que cientos de piececitos, ligeros y menudos, caminaban sobre él, pies pequeños, como los de los roedores. Con un esfuerzo sobrehumano, Harry abrió un ojo y entonces las vio. No eran ratones, sino ratas.
Correteaban por encima de su pecho, del estómago, de sus piernas. Alerta, Harry comenzó a gritar, intentando espantarlas. Algunas desaparecieron pero otras permanecieron allí, con las orejas erguidas, observándolo con sus diminutos ojos rojos.
Entonces percibió el olor pestilente y recordó las alcantarillas.
En torno a sí oía el rumor del agua en movimiento y estaba mojado. Se incorporó, volvió la cabeza y con el ojo bueno vio a cientos de ellas en tierra firme, mirando, esperando. Por eso no se habían acercado más: tenían miedo al agua. Sólo las más valientes se habían aventurado a cruzar las aguas poco profundas donde yacía.
Sobre su cabeza se alzaba el semicírculo de piedra antigua del techo, y la misma piedra combinada con cemento componía las paredes a ambos lados de la alcantarilla. Algunas bombillas dispersas de poca potencia iluminaban el entorno.
Lo vio. ¡Veía! Por lo menos un poco.
Harry se tumbó, cerró el ojo derecho y todo desapareció. Permaneció inmóvil por un instante, hizo acopio de valor y abrió el ojo izquierdo.
Oscuridad. Nada en absoluto.
Abrió el ojo derecho de inmediato y el mundo cobró forma de nuevo: luz tenue, piedra, cemento, agua.
Ratas.
Vio que las dos más próximas al ojo derecho avanzaban un poco, moviendo el hocico, enseñando los dientes. Las más valientes entre las valientes, era como si supieran que si le quitaban el ojo ya no vería nada y sería suyo.
– ¡Fuera! -gritó mientras intentaba ponerse en pie, pero sintió que le clavaban las garras.
– ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Joder! ¡Fuera!
Se agitó de un lado a otro, y su voz reverberaba contra la piedra. Al intentar librarse de ellas, tropezó y cayó en aguas más profundas, que lo cubrían y arrastraban. Estaba seguro de que se habían soltado, de que las había oído chillar aterrorizadas al intentar llegar a tierra sin ahogarse. Harry abrió la boca para respirar pero sólo le entró agua y sintió que se ahogaba arrastrado por la corriente. Lo único que distinguía era el sabor del agua, podrida, llena de su sangre.
Viernes, 10 de julio, 1.00 h
Una mano rozó el rostro de Harry, que gimió, temblando. La mano se apartó y regresó con un paño húmedo para limpiarle la cara y la herida de la frente y eliminar con suavidad la sangre coagulada que le enmarañaba el pelo.
A lo lejos se oía un eco retumbante al tiempo que temblaba la tierra, pero tanto la vibración como el ruido se detuvieron un momento después. Sintió que alguien le sacudía los hombros y abrió los ojos o, más bien, el ojo con el que veía. Al hacerlo se sobresaltó, pues una cabeza desproporcionada lo miraba con atención, los ojos brillantes bajo la luz tenue.
– Parla Italiano?
En el suelo, había un hombre sentado junto a Harry. Su tono de voz era alto y su acento, extraño.
Harry se volvió para mirarlo.
– Inglese?
– Sí… -susurró Harry.
– ¿Americano?
– Sí… -susurró de nuevo.
– Yo también, hace tiempo, de Pittsburgh. Vine a Roma para participar en una película de Fellini. No lo conseguí y nunca regresé.
Harry oía el sonido de su propia respiración.
– ¿Dónde estoy…?
El rostro sonrió.
– Con Hércules.
De repente, una segunda cara apareció ante él y lo miró fijamente. Era una mujer de tez oscura. Tendría unos cuarenta años y llevaba el pelo recogido con un llamativo pañuelo. Se arrodilló a su lado, le tocó la cabeza y le levantó la mano izquierda, que llevaba vendada. La mujer miró al hombre de cabeza desproporcionada y le comentó algo en un idioma que Harry jamás había oído. El hombre asintió, y la mujer miró a Harry de nuevo antes de irse. A continuación, se oyó el sonido de una puerta pesada que se abría y se cerraba.
– Ha perdido la vista de un ojo, pero pronto la recobrará. Me lo ha dicho ella. -Hércules sonrió otra vez-. Debo limpiarle las heridas dos veces al día y cambiar el vendaje de la mano mañana. El de la cabeza hay que dejarlo un tiempo…, también me lo ha dicho ella.
La tierra tembló de nuevo.
– Ésta es mi casa, mi hogar. Es un antiguo túnel del metro. Llevo aquí cinco años, pero nadie lo sabe, bueno, excepto unos pocos como ella… No está mal, ¿eh? -Se rió mientras se incorporaba con la ayuda de una muleta-. Aunque mis piernas son inútiles, tengo hombros enormes y soy muy fuerte.
Hércules era un enano, medía poco más de un metro, tenía una cabeza enorme en forma de huevo, y sus hombros, en efecto eran descomunales, como sus brazos. El resto del cuerpo era minúsculo y las piernas como palillos.
Hércules cojeó hasta una pared detrás de él y regresó con una segunda muleta.
– Le han pegado un tiro…
Harry lo miró desorientado, pues no recordaba nada.
– Ha tenido mucha suerte, la pistola era de pequeño calibre, la bala le alcanzó la mano y rebotó en su cabeza… Lo encontré en la cloaca.
Harry lo miró con el ojo bueno, sin comprender, esforzándose por recordar por salir del oscuro túnel en el que se encontraba su mente y regresar a la realidad. Por alguna razón, pensó en Madeline, la vio allí, con los brazos y piernas extendidos, el cabello flotando debajo del hielo y se preguntó si ella había sentido lo mismo, como si pasara de la horrible realidad a un sueño, alternando uno y otro hasta quedarse dormida para siempre.
– ¿Le duele?
– No -Hércules sonrió.
– Es por su medicina. Es gitana y sabe curar a la gente. Yo no soy gitano pero me llevo bien con ellos, me dan cosas, y yo a ellos, nos hacemos favores. De este modo nos respetamos y no nos robamos…
– Soltó una risita y se puso serio de nuevo-. Ni tampoco le robaré a usted, padre.
– ¿Padre?
– Llevaba sus papeles en la chaqueta, padre Addison… -Hércules se apoyó en las muletas y señaló a un lado.
La ropa de Harry estaba colgada de una percha improvisada y, junto a ella, extendido con cuidado para que se secara bien, se hallaba el sobre que Gasparri le había entregado junto con los efectos personales de Danny: el reloj chamuscado, las gafas rotas, la identificación del Vaticano y su pasaporte.
En un ejercicio de acróbata, Hércules se dejó caer con las muletas para sentarse junto a Harry como antes, cara a cara, como si de pronto hubiese arrimado una silla.
– Tenemos un problema, padre. Supongo que usted querrá hablar con alguien, con la policía seguramente, pero no está en condiciones de andar todavía, y yo no puedo contarle a nadie que está aquí porque descubrirían mi guarida. ¿Lo entiende?
– Sí…
– De todos modos, más vale que descanse. Con un poco de suerte, mañana será capaz de ponerse en pie e ir adonde quiera.
De repente, Hércules ejecutó la acrobacia inversa y se levantó apoyándose en las muletas.
– Ahora debo marcharme. Duerma sin miedo, aquí está a salvo.
Acto seguido, el enano dio media vuelta y desapareció en la oscuridad. Harry oyó el eco de sus pasos y luego el chirrido de la misma puerta de antes al abrirse y cerrarse.
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