Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Farel permaneció en silencio.

Palestrina estudió a Marsciano, se levantó de la silla y caminó hasta la ventana, donde su enorme cuerpo obstruyó el paso del sol. Al darse la vuelta, quedó a contraluz de manera que sólo resultaba visible su descomunal silueta.

– Alguien abre la tapa de una caja y sale volando una polilla que desaparece con el viento… ¿Cómo había logrado sobrevivir? ¿Adónde se fue cuando salió volando? -Palestrina se aproximó a Marsciano.

»Me crié como un scugnizzo, un golfillo de las calles de Nápoles. Mi única maestra fue la experiencia. Allí era fácil acabar tirado en la cuneta con la cabeza abierta por creer las mentiras que te decían… De eso aprendes y procuras que no ocurra de nuevo… -Palestrina se detuvo ante Marsciano y lo miró a los ojos.

»Te lo preguntaré una vez más, Nicola, ¿está vivo?

– No, Eminencia, está muerto.

– Entonces, ya no hay más de qué hablar. -Palestrina lanzó una rápida mirada a Farel y abandonó la estancia.

Marsciano lo observó marchar. Consciente de que Palestrina preguntaría al policía acerca de su actitud al quedarse solos, Marsciano miró a Farel a los ojos:

– Está muerto, Jacov, muerto -le aseguró.

Al llegar al pie de las escaleras, Marsciano topó con uno de los policías de Farel vestido de paisano, pero pasó por su lado sin mirarlo.

El cardenal había consagrado toda su vida a Dios y a la Iglesia, era un hombre fuerte y a la vez sencillo, como su región, la Toscana. Hombres como Palestrina y Farel vivían en un mundo diferente al suyo, un mundo en el que él no tenía cabida y por el que sentía gran temor, pero las circunstancias y su valía lo habían llevado hasta allí.

«Por el bien de la Iglesia», le había dicho Palestrina, porque sabía que la Iglesia y Su Santidad constituían el punto débil de Marsciano y que las veneraba tanto como a Dios, pues para él formaban una unidad. «Entrégame al padre Daniel -era lo que en realidad le decía Palestrina- y ahorraremos a la Iglesia el escándalo del juicio y la humillación pública que sufriría si resultara estar vivo y la policía lo localizara.» Palestrina tenía razón: si entregaba al padre Daniel, considerado muerto, éste desaparecería sin más; Farel o Thomas se encargarían de ello. Después lo declararían culpable en el seno de la Iglesia, y el asesinato del cardenal vicario Parma pasaría a la historia.

Sin embargo, Marsciano no estaba dispuesto a entregar al padre Daniel para que lo asesinaran. En las narices de Palestrina, de Farel, de Capizzi y de Matadi había aprovechado todos los recursos de los que disponía para lograr lo imposible, que declarasen muerto al padre Daniel pese a que él sabía que no lo estaba. De no haber intervenido su hermano, era posible que hubiera funcionado. Pero no había sido así, y por tanto no le quedaba otro remedio que continuar con aquella farsa para ganar tiempo, aunque no cabía duda de que había fracasado.

Su intento de convencer a Farel de que decía la verdad, cuando hubo marchado Palestrina, no había dado resultado. Su destino, lo sabía, había quedado escrito con la mirada de Palestrina al policía cuando abandonó la sala. Con ella, había robado a Marsciano su libertad. Desde ese preciso instante lo vigilarían en todas partes, hablara con quien hablara, bien por teléfono, bien en los pasillos e, incluso, en casa; observarían todos sus movimientos e informarían de ellos primero a Farel y después a Palestrina. Sería como un arresto domiciliario. Echó un nuevo vistazo al reloj.

20. 50 h

El cardenal rogó a Dios que no hubiesen surgido problemas y que hubiera escapado sano y salvo, tal como se había planeado.

VEINTIOCHO

Pescara, todavía jueves 9 de julio, 22.35 h

La enfermera Elena Voso estaba sentada en el asiento plegable de una furgoneta beige. En la oscuridad distinguía el cuerpo de Michael Roark tumbado de espaldas en una camilla con la vista fija en el gota a gota que oscilaba sobre su cabeza. Frente a ella se encontraba el atractivo Marco y, delante, Luca conducía el vehículo a través de callejuelas, como si supiese con exactitud hacia dónde se dirigían, aunque nadie había hablado de ello.

Elena no estaba preparada cuando, hacía menos de una hora, la madre superiora de su convento la había llamado de Siena para comunicarle que esa noche había que trasladar al paciente que tenía a su cargo en una ambulancia privada y que ella debía continuar cuidando de él. Cuando Elena preguntó adonde lo trasladarían la respuesta fue «a otro hospital». Poco después, Luca llegó con la ambulancia. Abandonaron el hospital Santa Cecilia aprisa y en silencio, casi sin hablar, como si fueran fugitivos. Tras cruzar el río Pescara, Luca atravesó una serie de callejuelas antes de acabar en un pequeño atasco en la Viale della Riviera, una avenida paralela a la playa. La noche era calurosa, y cientos de personas paseaban por el lugar vestidos con pantalones cortos y camisetas, o estaban sentados en las pizzerías, frente al Adriático. En vista de la ruta, Elena se preguntó si se dirigían a otro hospital de la ciudad, pero Luca se alejó de la costa y atravesó la ciudad en zigzag, pasando por la estación de ferrocarriles antes de virar hacia el nordeste por la autopista de salida.

Michael Roark estuvo inquieto durante todo el trayecto: desplazaba la vista del gota a gota a Elena y a los hombres de la furgoneta para después posarla de nuevo en Elena, que infirió de todo ello que la mente de su paciente funcionaba, que desde algún lugar de su cerebro intentaba comprender que ocurría. Su estado físico era el mejor que cabía esperar; la tensión y el pulso permanecían estables y respiraba con normalidad. Las pruebas que le habían realizado antes de su llegada revelaban un corazón fuerte y un cerebro activo. Le diagnosticaron un trauma agudo y, aparte de las quemaduras y las piernas rotas, la lesión más grave que requería una vigilancia intensiva era una conmoción de la cual podía recuperarse de manera parcial o total, o no mejorar en absoluto. La labor de Elena consistía en mantener el cuerpo operativo mientras el cerebro intentaba recuperarse.

Elena sonrió a Michael Roark, que todavía la miraba y, al levantar la vista, descubrió que Marco también la observaba. Le gustaba la idea de que dos hombres la contemplasen al mismo tiempo y se le ensanchó la sonrisa, pero acto seguido desvió la mirada avergonzada de haber reaccionado de un modo tan abierto. En ese momento advirtió que las ventanas traseras estaban tapadas con cortinas oscuras:

– ¿Por qué están tapadas las ventanas? -le preguntó a Marco.

– La furgoneta es alquilada, ya venía así.

Elena titubeó.

– ¿Adónde vamos?

– Nadie me lo ha dicho.

– Luca lo sabe.

– Pues pregúnteselo a él.

Elena miró a Luca, sentado al volante, y de nuevo a Marco.

– ¿Estamos en peligro?

Marco sonrió.

– Cuántas preguntas.

– Nos han ordenado que abandonemos el hospital de improviso, en medio de la noche. Circulamos de manera que resulte imposible seguirnos, las ventanas están tapadas y… usted lleva una pistola.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

– Ya le dije que era carabiniere…

– Ya no lo es.

– Pero estoy en la reserva… -Marco se dirigió a Luca-: La enfermera Elena quiere saber adónde vamos.

– Al norte.

Marco cruzó los brazos, se reclinó hacia atrás y cerró los ojos.

– Voy a dormir -le comunicó a Elena-. Será mejor que usted haga lo mismo, nos espera un largo camino.

Elena lo observó y después a Luca, cuyos rasgos se iluminaron por un instante al encender un cigarrillo. Cuando el hombre la ayudó a cargar al paciente en la ambulancia, había notado un bulto debajo de su chaqueta, con lo que confirmó lo que ya sospechaba, que él también llevaba un arma y, a pesar de que nadie lo había mencionado, también sabía que Pietro, el vigilante de las mañanas, los seguía en coche.

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