Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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No obstante, en los últimos meses había empezado a comprender que lo que lo impulsaba no era una ideología ni la revolución, sino la hazaña del terror en sí o, para concretar, del acto desmatar. No sólo le resultaba grato, lo excitaba sexualmente hasta tal punto que había llegado a sustituir al sexo por completo. Y -aunque él se empeñaba en negarlo- la sensación resultaba cada vez más intensa y gratificante. Buscaba a una amante, la acechaba y, luego, la masacraba de la manera más ingeniosa que se le ocurría.

Era algo horrible. La idea lo aterrorizaba. Sin embargo, al mismo tiempo anhelaba hacerlo. Había intentado con desesperación descartar la posibilidad de que estuviese enfermo. Quería creer que sólo estaba cansado o, para ser más realista, que lo asaltaban los pensamientos propios de alguien que se acerca a la edad madura. Pero sabía que no era verdad, y que algo andaba mal, porque cada vez se sentía más desequilibrado, como si una parte de él pesase más que el resto. La situación se veía agravada aún más por el hecho de que no había nadie en absoluto con quien hablar sin el temor a que lo apresaran, lo entregaran o lo pusiesen en peligro de alguna otra manera.

El repentino timbre del teléfono sonó junto a su codo y lo devolvió al presente. Contestó de inmediato.

– Oui -dijo en francés y asintió varias veces en señal de respuesta. Era la noticia que aguardaba y llegó en dos partes: La primera era la confirmación de que un problema potencial en Estados Unidos había sido resuelto: aunque de un modo intencionado o involuntario Harry Addison hubiese transmitido información comprometedora a Byron Willis, el hecho carecía ya de importancia. El sujeto había sido eliminado.

La segunda resultaba más difícil porque había supuesto una larga investigación telefónica. De todas formas, los resultados habían llegado mucho más tarde de lo que esperaba.

– Sí -dijo por último-. Me marcho ahora a Pescara.

TREINTA Y TRES

7. 50 h

– Té caliente -señaló Hércules-. ¿Puede tragar?

– Sí… -asintió Harry.

– Sosténgala con ambas manos.

Hércules le acercó la taza y le ayudó a asirla. El vendaje que Harry llevaba en la mano izquierda no le facilitaba las cosas.

Harry bebió y se atragantó.

– Asqueroso, ¿verdad? Té gitano. Fuerte y amargo. Bébalo de todos modos. Le ayudará a sanar y a recuperar la vista.

Harry vaciló, luego apuró el té de varios tragos largos, intentando no percibir el sabor. Moviéndose de un lado a otro, Hércules lo observó con detenimiento, como un artista que estudia un objeto. Cuando Harry hubo terminado de beber, el enano le arrancó la taza de las manos.

– Usted no es usted.

– ¿Cómo?

– Usted no es el padre Daniel, sino su hermano.

Harry se apoyó en un codo y se incorporó.

– ¿Cómo lo sabe?

– En primer lugar, por la foto del pasaporte. En segundo lugar, porque la policía lo busca.

Harry se sobresaltó.

– ¿La policía?

– Lo dijeron por la radio. Le buscan por asesinato…, y no por el mismo por el que buscan a su hermano. El del cardenal vicario; ése sí que es uno grande. Pero el suyo tampoco es pequeño.

– ¿De qué está hablando?

– El policía, señor Addison. El detective Pio.

– ¿Pio está muerto?

– Hizo usted un buen trabajo.

– ¿Que yo qué…?

Empezaba a recobrar la memoria. Pio miraba por el retrovisor del Alfa Romeo. Luego tomó el arma y la colocó a su lado, en el asiento. En ese instante, Harry vio el camión delante de ellos. Oyó su propia voz gritándole a Pio «¡Cuidado!».

Y en ese momento recuperó otro fragmento. Algo que no había recordado hasta entonces. Era un sonido. Un sonido atronador. Un estruendo que se repitió con rapidez. Los disparos de una pistola.

Y a continuación recordó el rostro, por un instante. Luego desapareció, como la luz de una bombilla que iluminara algo por una fracción de segundo. Era pálido y cruel, con una ligera sonrisa. Y luego, por alguna razón, aunque no sabía por qué, recordó los ojos más azules que había visto jamás.

– No… -dijo Harry, con un hilo de voz. Aturdido, buscó la mirada de Hércules-. No lo hice yo.

– El que lo haya hecho usted o no poco importa… Lo que cuenta es que las autoridades creen que usted lo hizo. En Italia no existe la pena capital, pero la policía encontrará el modo de matarlo.

De pronto, Hércules se puso de pie. Apoyado en una muleta, miró a Harry.

– Dicen que es abogado. De California. Y que trabaja con estrellas de cine y es muy rico.

Harry se recostó. Así que era eso. Hércules quería dinero y pretendía sacárselo amenazándolo con entregarlo a la policía. Y, ¿por qué no? Hércules era un delincuente común que vivía entre la mugre bajo el metro, y Harry se hallaba a su merced.

Y al margen del motivo por el que lo había salvado, acababa de descubrir que había salvado a la gallina de los huevos de oro.

– Tengo algo de dinero, sí. Pero no puedo conseguirlo sin que la policía se entere de dónde estoy. De modo que, aun si quisiera dárselo, me resultaría imposible.

– No tiene importancia. -Hércules se inclinó hacia él y le sonrió con sarcasmo-. Usted tiene un precio.

– ¿Un precio?

– La policía ha ofrecido una recompensa por usted. Cien millones de liras. Unos sesenta mil dólares. Es un montón de pasta, señor Harry…, sobre todo para quien no tiene nada.

Después de encontrar la segunda muleta, Hércules le dio la espalda de golpe y se alejó como lo había hecho antes, balanceándose hacia la oscuridad.

– ¡Yo no lo maté! -gritó Harry.

– ¡La policía lo matará de todos modos!

La voz de Hércules resonó hasta confundirse con el traqueteo distante de un metro que pasaba por el extremo de su túnel privado. Después se oyó el sonido de la gran puerta al abrirse y cerrarse.

Luego sólo quedó el silencio.

TREINTA Y CUATRO

Cortona, Italia

El lugar al que trasladaron a Michael Roark no era un hospital sino una casa particular: una granja de piedra de tres plantas restaurada, bautizada como Casa Alberti por la familia florentina que la había habitado en el pasado. La hermana Elena la vio a través de la niebla matinal cuando cruzaron la verja de hierro y se internaron por el largo camino de grava.

Al salir de Pescara, habían tomado la autopista A24, y luego la A14 en dirección norte. Después de transitar por la costa adriática hasta San Benedetto y Civitanova Marche, poco después de la medianoche habían girado hacia el oeste, y habían atravesado Foligno, Asís y Perugia antes de subir, al amanecer, por una colina hasta Casa Alberti, que se hallaba al este del antiguo pueblo toscano de Cortona.

Marco había abierto la puerta de la verja y había subido andando por el camino, delante de la furgoneta. Pietro, que los seguía en su coche, había cerrado la puerta tras de sí y había inspeccionado la casa antes de encender las luces y dejarlos pasar.

Elena había observado en silencio a Marco y a Luca mientras subían la camilla hasta la amplia estancia de la primera planta, que se convertiría en la habitación de hospital de Michael Roark. Tras abrir las contraventanas, había visto que la esfera roja del sol empezaba a elevarse sobre las distantes tierras de cultivo.

Pietro salió de la casa y arrancó el coche para aparcarlo delante de la furgoneta, de modo que obstruyera el camino de entrada. Luego oyó que el motor se apagaba y vio a Pietro dirigirse al maletero y extraer una escopeta. Un momento más tarde bostezó y subió de nuevo al coche dejando abierta la puerta, cruzó los brazos y se puso a dormir.

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