Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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– Me voy a un hotel, Paula, será lo mejor.

– ¿Y no vamos a hablar?

– ¿Sobre qué?

– Sobre nuestro matrimonio.

– Ya es un poco tarde para eso.

– Yo tengo cosas que decir.

– Hablaremos cuando estemos los dos más calmados.

Llegó hasta el dormitorio y empezó a llenar una bolsa de viaje con su ropa. Paula apareció en la puerta y se quedó allí, observándolo con el vaso en la mano. Él continuó su labor sin inmutarse.

– ¿Me vas a dejar aquí sola, emborrachándome?

– Te voy a dejar sola, si te emborrachas o no es cosa tuya.

– Juegas fuerte, ¿eh, muchacho?

– Cada uno lleva las riendas de su propia vida.

– Estoy impresionada, eres como un actor de Hollywood actuando de duro en una película. Das la puntilla a la esposa beoda sin que te tiemble el pulso. Deberías decir: «Tú te lo has buscado, muñeca.» Me encanta tu estilo, de verdad.

– Mejor así.

– ¿Te espera ella en el hotel?

– No sigas por ahí, Paula.

– ¡Ah, perdón!, ¿cómo se me ocurre mancillar el nombre de esa mujer virtuosa? Ella no bebe, ¿verdad? No, seguro que no. Seguro que es prudente, cariñosa, y hasta sabe cocinar comida vegetariana.

Santiago aceleró sus movimientos. Quería salir de allí inmediatamente. Cualquier conversación que se planteara en aquel tono no los conduciría más que al enfrentamiento que pretendía evitar. Cerró la cremallera de su bolsa y se dispuso a salir, pero Paula estaba de pie en el quicio de la puerta, obstruyéndola.

– No es necesario que te vayas a un hotel. Puedes dormir en la habitación de abajo, no pienso agredirte.

– Volveré y hablaremos, no pienso huir. Pero creo que todo lo que nos digamos hoy estará bajo un influjo negativo. Mejor que me marche.

– Ya, y tú quieres que todo sea frío y civilizado.

– En la medida de lo posible, así es.

– Perfecto. Tú llevas las riendas de tu vida, pero al parecer de la mía también. Te largas con otra y encima decides cómo quieres que se desarrollen las despedidas.

– Supongo que es en justa correspondencia por todos los años en que he respetado tu manera de hacer, o quizá sería mejor decir de deshacer las cosas.

– ¿Crees que soy como soy por gusto? ¿No puedes plantearte la posibilidad de que tengo problemas, de que sufro, de que tampoco estoy contenta conmigo misma?

– Nunca me has comunicado cuáles eran esos problemas, Paula, yo sólo he sufrido las consecuencias. No me has dado opción a ayudarte.

– ¡Tú tampoco has querido ayudarme!

– ¡No es justo que digas eso! ¡Te has encerrado siempreen ti misma, me has rechazado, has procurado dejar bien claro que en tu mundo interior yo no tenía cabida! ¡En el fondo siempre has pensado que era estúpido, vulgar, incapaz de comprender tus elevadas angustias!

Santiago calló de repente. Se dio cuenta de que ambos estaban gritando. Dejó la bolsa en el suelo, la miró a la cara, intentando serenarse.

– ¿Quieres que vayamos al salón, nos sentemos y hablemos de todo esto con calma?

– No -respondió Paula con una sonrisa gélida.

Entonces él recuperó su equipaje, la hizo a un lado con la mano y salió del dormitorio a toda prisa.

Traspasó, conduciendo despacio, la verja que cerraba la colonia y, cuando se hubo alejado un poco, paró el coche y telefoneó a Victoria.

– Victoria, ¿estás sola?

– Sí.

– ¿Has hablado con Ramón?

– Sí, lo sabe todo.

– ¿Se lo ha tomado muy a mal?

– Muy a mal. Se ha ido al campamento.

– Yo también he hablado con Paula.

– ¿Y…?

– Lo sabía. Susy nos vio besándonos en Nochebuena y se lo contó. No sé desde cuándo tiene ese dato.

– ¡Dios, qué desastre!

– No hay desastre alguno. Todo está perfectamente, dentro de lo previsto. Oye, me voy a pasar el fin de semana a San Miguel. Cogeré una habitación. Si estás sola, ¿por qué no te reúnes conmigo?

– No quiero marcharme de la colonia. Sé que Ramón volverá, lo conozco. Vendrá para que hablemos.

– ¿Podemos tomar al menos un café?

– Sí, iré a la plaza dentro de un par de horas. Allí nos vemos.

– Victoria, espera un momento. ¿Estás bien?

– Estoy bien.

– ¿Bien y firme en tu decisión?

– Firme en mi decisión, no te preocupes por nada.

Manuela untaba mantequilla en las tostadas y se las pasaba a su marido de forma mecánica.

– No me des más tostadas, ya tengo suficientes.

– Perdona, estaba distraída; pero es que este tema me tiene bastante alterada.

– No es para tanto.

– ¿Que no es para tanto? ¡Cómo se nota que no es tu libertad la que coartan!

– Se trata de algo temporal. Piensan que existe riesgo de que haya secuestros, pero eso no significa que la alerta vaya a durar.

– Sí, claro, los secuestradores avisan a la policía y le dicen: «Cuidado, nos disponemos a perpetrar secuestros.» Y cuando ya están cansados vuelven a avisar: «Señores, tranquilos, el peligro ha pasado.»-Se habrán hecho con información, les habrán dado un soplo…

– ¡Un soplo divino! No, lo que ocurre es que el comisario me ha visto paseando por los barrios pobres y no quiere que le complique la vida, sin más.

– No sé por qué te enfadas tanto. En realidad, no sé qué pintas en esa zona. Muévete por el centro de San Miguel, como has hecho hasta ahora. Ahí nadie va a coartar tu libertad.

– Adolfo, para ejercer la caridad es imprescindible que vea de primera mano las necesidades que tiene esa gente. Además, a veces voy acompañada de la delegada de una ONG española, aquella chica tan amable que cenó con nosotras una noche en la colonia. Ella fue quien me indicó por dónde debía moverme.

– Pues que te indique directamente cuáles son las necesidades que hay que atender y ¡santas pascuas!

– No me quedaré como una gallina vieja sin salir del corral porque un comisario machista me lo ordene. Te ruego que hables con él y le pidas que sus hombres me dejen en paz. A ti te hará caso.

– No pienso hacer tal cosa. Imagínate qué cara se me pondría si te secuestraran después de haber hablado con él. Pliégate por una vez a la autoridad de alguien, Manuela.

Ella torció el gesto. Acabó su café en silencio y se puso en pie. Antes de salir de la cocina dijo de modo muy digno:

– Si me secuestran, te ruego que no pagues el rescate; quizá sea lo mejor para todos. Dudo que alguien me eche en falta.

Adolfo se quedó solo, con una tostada a medio comer en la mano. La tiró violentamente sobre el plato y encendió un cigarrillo, el primero de la mañana. Fumar unos pocos cigarrillos al día era su único vicio. Se rascó la cabeza, bastante calva, y sintió que lo invadía una profunda oleada de mal humor. Justo lo que le faltaba. Se pasaba toda la semana en la obra, bregando con complicados problemas, y cuando llegaba a su casa ni siquiera podía estar tranquilo. Una presa en medio de la selva es algo extremadamente complicado de construir. No hay ayuda exterior; sólo se cuenta con los recursos propios para ir creando infraestructura. Todo debía materializarse desde la nada: talleres para las reparaciones de las máquinas, dispensarios de primeros auxilios, servicio de intendencia y cocina… Pues bien, cualquier contratiempo que surgiera en todos aquellos negociados, sumado a las dificultades técnicas propias de la construcción, recaía en última instancia sobre su persona. Bien, pues daba igual, si además de todo eso hubiera tenido que ocuparse personalmente de contar todas las hostias que hay en el Vaticano, tampoco entonces su esposa se hubiera apiadado de él. ¿No quieres caldo?, ¡toma dos tazas!: problemas en el trabajo y problemas el fin de semana. A veces, Manuela le parecía la mujer más conflictiva y mandona con la que podría haberse casado. Bien era cierto que nunca había mirado a ninguna otra mujer, y había sido así porque ella siempre le había parecido la mejor. Siempre había cumplido sus tareas de modo que él no había tenido que ocuparse de nada. Y en cuanto a la educación de los hijos… ¡impecable!, no tenía queja. Si hubiera sido él el educador, le hubieran salido todos delincuentes comunes. Cuando los niños eran pequeños, nunca había soportado estar con ellos más de una hora seguida. Todo eso estaba dispuesto a reconocerlo y firmarlo ante un notario, e incluso un juez; pero desde que Manuela ya no tenía ninguna pesada obligación… parecía siempre dispuesta a organizar las vidas ajenas. O quizá era que ahora su carácter se revelaba en su auténtica esencia: era una mujer bastante entrometida e indómita, tendente a mandar e incapaz de acatar una orden. Pero, en fin, demasiado tarde para quejarse. Decidió ir a buscarla, intentar que se le pasara el disgusto. Detestaba verla enfadada, pero sobre todo detestaba pasar un fin de semana en su casa cuando en el ambiente flotaba algún tipo de tensión. Habitualmente bastaba charlar un rato con ella sobre temas intrascendentes para que se disiparan los nubarrones. Haría eso. En cualquier caso, no tenía la más mínima intención de pedirle al comisario que le diera carta blanca a su esposa para moverse a su antojo por los barrios deprimidos de San Miguel. Además, le ordenaría a Darío que pusiera carteles bien visibles en la colonia avisando del riesgo de secuestros. Era necesario que todas las residentes extremaran las precauciones cuando salieran de allí. Se le ponían los pelos de punta sólo de pensar que alguna de las esposas pudiera ser secuestrada. ¡Menuda complicación! Peor que eso no podía suceder nada.

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