Alicia Bartlett - Donde Nadie Te Encuentre

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Un psiquiatra de La Sorbona especializado en mentes criminales viaja a la Barcelona de 1956. Quiere realizar un estudio sobre el caso de Teresa Pla Meseguer, llamada La Pastora, una mujer acusada de veintinueve muertes. Se trata del maquis más buscado por la Guardia Civil, y se ha convertido en una leyenda popular porque sigue libre. Sólo un periodista barcelonés parece tener claves importantes en torno al personaje, pero lo que el viajero francés le propone es algo fuera de lo normal: no desea datos sobre Teresa, sino un encuentro cara a cara.
El idealista Lucien Nourissier y el cínico Carlos Infante emprenderán ese viaje a las tierras del Maestrazgo, donde se esconde su casi imposible objetivo. A lo largo de su investigación deberán sortear la vigilancia de los guardias, distinguir las pistas verdaderas de las falsas y esquivar los mil obstáculos que les salen al paso. La novela se convierte entonces en una búsqueda, en una huida, en una aventura que nos descubre las miserias y la humanidad de una España terrible.
Y en el centro de este relato crudo y fascinante que se lee sin tregua, más allá del mito del guerrillero, emerge el personaje insospechado de la Pastora, histórico y real, que fue tanto mujer como hombre, y siempre estuvo en fuga del mundo y de sí mismo. Donde nadie te encuentre es una novela sobre el redescubrimiento de nuestro pasado y la infinita soledad del ser humano.

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¿Cómo he ido alimentándome en estos dos años? ¡Ah, la comida! Pues he ido buscándomela y no me ha faltado. Miren que no estoy delgado como un perro perdido. Yo puedo no tener instrucción pero sé buscarme la comida, me he criado en esta comarca, en estas montabas. Quitaba aceitunas de los olivos, unas pocas aquí, otras allá para que los masoveros no se dieran cuenta de que les faltaban. Las secaba y cuando iba a comérmelas les ponía un poco de agua para que se volvieran vivas y sal para el buen gusto. He guardado siempre sal y harina en la cueva desde el tiempo que Francisco estaba vivo y as incautábamos en las masías. Aún me queda mucha. ¡Si hasta he hecho pan! Sí, no se rían, primero hacía la tasa y plegaba el pan. Buscaba una losa grande y cavaba un agujero por abajo donde prendía fuego hasta que a losa se calentaba. Colocaba la masa en la losa, la tapaba con una olla de aluminio y por encima un montón de ceniza. ¡Salía pan! Lo que pasa es que había que hacerlo por la noche para que nadie viera el humo.

¡Y patatas, las que quería! Iba por la parte de Castell de Cabres y Morella, que las cultivan en secano. Las desentierran labrando y las dejan un día encima del surco. Yo iba detrás y ¡al saco! Contaba a tres patatas por día, y tenía para todo el año. Y eso es lo que comía, y fruta. Cerca de Chert había una casa donde el dueño no vivía, y que dejaban los higos a secar. Estaban muy ricos. Siempre encuentras cosas si conoces bien la zona, y como la leche no me gusta… Cuando estaba con mi hermana y era pequeño ya bebí mucha leche. La carne de tocino y de conejo me la como. El pollo, no; pero toda la carne me da un poco de asco. No hace falta comer animales para estar bien y con salud. Usted que es médico tiene que saberlo.

No me gusta parecer interesado, pero… yo les cuento lo que quieran y ustedes me dan el dinero que necesito para salir de aquí. Podría quedarme toda la vida en el monte, pero sin compañía, y escapando como un jabalí… No me veo, estoy cansado. Necesitaré dinero para irme fuera. Sí, le creo, sé que es usted un hombre de honor. Yo, aunque le parezca mentira porque soy solitario, enseguida me hago una idea de la gente. Hay gente buena, también, gente que tiene lástima de los otros, gente que te ayuda a veces. A mí me quería alguna gente antes de echarme al monte, y los críos pequeños me querían. Pero han sido tiempos duros, muy duros. Han pasado cosas muy malas. Yo he hecho cosas feas, pero los otros también. Era como si la guerra no se hubiera acabado, para mí no se ha acabado aún. Todo muy duro. Tempo de muchas desgracias. Tengo los ojos cansados de ver desgracias. A veces había pensado en entregarme, que hicieran conmigo lo que quisieran. Luego me volvía atrás. Pero no se engañen, ¿eh?, que el fusil aún duermo con él.

Eran más de las diez cuando acabaron de cargar el equipaje en la furgoneta. Nourissier estaba molesto por el retraso de casi una hora, pero no se atrevió a protestar. En realidad empezaba a darse cuenta de basta qué punto dependía de su guía de viaje. Cuanto antes lo asumiera, tanto mejor. El había bajado a desayunar a las ocho, y después había esperado a Infante tomando café tras café. Cansado, fue a sentarse en un sofá de la recepción. Cuando por fin el periodista se presentó, lo hizo en un estado de auténtica euforia.

– ¡He dormido como un rey! -declaró-. ¡Y ese desayuno delicioso que nos han dado! Viviendo en una ciudad tan grande como Barcelona uno acaba olvidándose del sabor auténtico de los alimentos. Pero aquí… es como recuperar las sensaciones de la infancia. ¿No está de acuerdo?

– Supongo que sí.

– ¿Sólo lo supone? No se habrá levantado usted de mal humor.

– No, cuando me desperté estaba de un humor excelente, pero de eso hace bastante tiempo ya.

– Pas de probléme! Enseguida nos vamos, cher docteur. Pero no piense que nos desplazaremos a un lugar muy lejano; de hecho llegaremos enseguida, ya verá. Aunque antes de dejar Tortosa deberíamos hacer otra pequeña compra.

– ¿Más licor?

– ¡Cualquiera que le oyera! Pero si sólo llevamos unas cuantas botellitas para soportar mejor lo que podríamos denominar como… la ruralidad. De todas maneras no se inquiete, no se trata de alcoholes ni de vicios, tan sólo es un problema indumentario.

– ¿Qué necesita?

– Yo nada, pero usted necesita otra boina.

– ¿Qué le pasa a la mía?

– Pues que es diferente. Verá, las boinas autóctonas son menos esponjosas, con menos vuelo, más peladas también. La suya parece de terciopelo.

– Oiga, Carlos, no creo que sea el momento de bromear.

– No bromeo, amigo mío. Sé muy bien que no vamos a conseguir pasar desapercibidos, pero usted es más alto que la media española, tirando a pelirrojo, de tez clara… Si encima luce una boina inusual, los lugareños nos seguirán por la calle y no es eso lo que queremos, ¿verdad?

Nourissier resopló, intentando ser paciente.

– Está bien, ¿dónde hay una sombrerería?

Infante se echó a reír:

– ¿Una sombrerería? Venga, acompáñeme.

Fueron caminando hasta un gran comercio en la calle del mercado donde se podía encontrar todo tipo de ropa ordinaria: monos de trabajo, pantalones de pana, alpargatas de campesino y boinas, muchas boinas. Infante se divertía al ver cómo el francés torcía el gesto ante la tosquedad de los atuendos. Le hizo probarse tres boinas distintas, pero a la cuarta Nourissier se plantó:

– Esta me va bien. Me la quedo.

Infante pensó que debía llevar cuidado, no embromarlo demasiado, ya que podía reaccionar mal y no tenía ningún deseo de alterar por tonterías la futura convivencia.

Una hora más tarde se encontraban en ruta. El español llevaba la ventanilla bajada y aspiraba con delectación el aire seco y limpio. Sin duda se aburriría durante aquel viaje, pero al menos le serviría para reencontrar la tierra de su infancia: agreste, desconocida, aislada del mundo. Lo ideal sería que todo se desarrollara tal y como había planeado: unos días en el campo y un buen montón de dinero en su siempre esquilmada cuenta bancaria. Por una vez, la fortuna le había sonreído.

Al llegar a La Sénia, lo primero que hizo Nourissier fue demostrar su sorpresa por el tamaño minúsculo del pueblo.

– Ya le dije que era un lugar pequeño -comentó Infante-. Pero es muy estratégico. Aquí montaremos nuestro cuartel general, desde donde nos desplazaremos a donde sea necesario. No lejos de aquí trabajó muchos años La Pastora.

– Sí, en La Pobla de Benifassá. Y nació en Vallibona.

– Veo que se ha aprendido mi artículo de memoria.

– En su artículo está el germen de todo esto.

Infante sonrió, satisfecho. Nunca hubiera pensado que aquel artículo llegaría a convertirse en una pequeña mina para él. Se dirigieron a la fonda del pueblo. El dueño los observó con curiosidad. Pidieron dos habitaciones, las más grandes con las que contaran.

– Es imprescindible que tengan una mesa y una silla. El señor es un profesor que hace estudios sobre la zona y necesitará encerrarse a trabajar. Yo también necesito un lugar para escribir.

El dueño se encogió de hombros, asintió. Parecía querer dar a entender que no estaba interesado por cuáles fueran sus ocupaciones. Sus ojos, velados por la indiferencia, no parecían demostrar lo contrario.

– Con escritorio sólo tengo una, pero en la otra podemos colocar una mesa camilla.

– Está muy bien. ¿Dan ustedes de comer?

– Sólo la cena. Mi mujer y yo trabajamos en el campo y no estamos a mediodía. Pueden ir al bar, hacen comidas.

Las habitaciones estaban situadas en el primer piso de una casona grande, cuadrada como un almacén. Ambas eran parecidas: amplias y casi vacías. Un mobiliario escueto de madera oscura, una colcha floreada sobre la cama y poco más. Al menos por las ventanas entraba buena luz. Nourissier se quedó con la que tenía el escritorio; en la otra punta del pasillo se instaló Infante. Éste pensó que el francés se sentiría molesto por la humildad del alojamiento, pero se equivocó. Cuando una hora más tarde se encontraron en la calle, todo fueron comentarios positivos acerca de la habitación: ascética, simple como la celda de un monje y, por lo tanto, ideal para trabajar.

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