– El momento no obliga a nada, nunca -repuso, airado-. Si vienes aquí por obligación puede que los dos nos estemos equivocando. Tú al venir y yo al recibirte, quiero decir.
Aquel primer venablo me cogió desprevenido. Me rehíce como pude:
– No contaba con que me acogiera como a un hermano, pero tampoco le he ofendido nunca. No tiene por qué maltratarme.
– Quién piensa en eso. Te ofrezco agua y pan y techo si lo necesitas. Aunque por el coche que he visto fuera tal vez desdeñes mis ofrecimientos por demasiado humildes, es todo lo que tengo. ¿Qué te trae a mí, después de tantos años? Te creía Juan sin tierra, sin recuerdos, sin vínculos, el perfecto fugitivo. ¿A qué vuelves ahora, tan tarde?
El novicio o lo que fuera, tras situar al padre Francisco en una semipenumbra confortable, se retiró discretamente. El padre me miraba con sus ojos oscuros, en los que nada podía vislumbrar más allá del reflejo de mi propio rostro.
– No esperaba tener que explicarle el motivo de mi visita -dije suavemente, retándole-. Tampoco me proponía ocultarlo o simular otro. Si antes no nos anduvimos con ese tipo de juegos, no es ni mucho menos el momento de empezarlos.
– Soy viejo para que me tienten como a un animal amaestrado. No voy a hacer yo cabriolas para que te diviertas. Eres tú quien ha venido a buscarme. Dámelo todo masticado, que yo ya no tengo dientes.
Comprendí que no iba a arriesgar nada y temí que aquella entrevista no daría ningún fruto. Pero no había llegado hasta allí para rendirme ante sus primeros desplantes. Saqué del bolsillo de mi chaqueta la carta de Pablo a Claudia y la arrojé sobre el banco. Miró apenas durante un segundo el sobre rasgado, de reojo, o especialmente de reojo, porque la posición de su cabeza le impedía mirar de frente lo que no fuera su muslo izquierdo. Después, sin pestañear, declaró:
– Jamás he leído las cartas de otros.
– Ni yo me he permitido sospecharlo -apostillé inmediatamente-. Yo sólo sé dos cosas y sólo he venido a hablar con usted de esas dos cosas. La primera cosa es que a Claudia la mataron hace quince días en su propia casa; por decirlo todo, además de matarla se tomaron la molestia de asegurarse de que sufría. La segunda cosa es que usted le dio a Claudia esta carta hace poco más de mes y medio. Al leerla, porque yo no soy un hombre de principios, he pensado en seguida que usted podía saber algo de algunos que no deseaban el bien de Claudia. Eso es todo, o prácticamente todo. También hay un difunto que nos pidió algo a usted y a mí hace poco menos de un año. Usted tendrá su estilo como tiene sus principios, pero yo no me conformo con ver que no he podido hacer bien lo que me pidieron. Quiero enterarme del porqué, y quizá me consolaría algo si pudiera desenmascarar al culpable. Por eso, padre, es por lo que vengo.
– La dulce Claudia, una mujer pecadora, nadie lo duda, y sin embargo, capaz de una insospechada nobleza. De todos modos, nadie merece tanto mal -resumió, absurdamente-. He de confesar que me sorprendes, joven Juan. ¿Sigues dejando que las mujeres dicten el curso de tu vida? Te creía escarmentado.
Bajo ningún concepto, por más que él lo intentara o yo lo desease, podía permitirme el lujo de perder la calma. Aquél era su modo de tratar a todo el mundo, y comprenderlo e ignorar sus insultos era el único camino para vencerle.
– Hay vicios que no se pierden, ya sabe; usted no es peor ejemplo que yo. Le suponía curado o hastiado de su soberbia, pero veo que sigue menospreciándome. No es una buena manera de conocer a los demás. A veces se saca provecho o se cosecha un revés gracias a quien menos capaz parece de provocarlos.
– Si eso es una amenaza o una oferta es que no estás en tu juicio, muchacho. Tantos años de inactividad han debido oxidarte el cerebro.
– Mire, padre, voy a hablar claro un minuto y luego si quiere seguimos otro rato con sus niñerías; no traigo prisa y tampoco traigo esperanzas. En primer lugar, quede sentado que no tengo la menor idea de lo que pasa ahora por sus manos. No sé si puedo estropearle algo o serle de ayuda en sus negocios. Tampoco me lo propongo. Tengo demasiado olvidada toda esta porquería para volver a ella más de lo que sea estrictamente indispensable. Cuando le hablo de estorbarnos o colaborar, no me refiero más que a un asunto en el que tengo la intuición, y corríjame si me equivoco, de que por una puñetera casualidad, o por una puñetera ocurrencia de Pablo, estamos del mismo lado. Han matado a Claudia y con eso nos la han jugado a los dos. Quizá usted tenga razones para no hacer nada, pero a menos que me convenza no puedo creer que las tenga para que yo no lo haga. Yo no existo, padre. A nadie comprometen mis acciones, y menos que a nadie, a usted.
En la faz monstruosa volvió a aparecer la sombra tenue de una sonrisa.
– Mi querido y joven amigo Juan -empezó a decir, divertido pero sin la mordacidad de sus palabras anteriores- siempre tuve la sensación de que no me entendías. Han pasado unos cuantos años sin vernos y ahora que te tengo otra vez delante lo primero que pienso es que sigues sin entenderme. Estoy habituado a que otros no me entiendan, y puedo soportar su incomprensión sin escándalo. Pero de ti, pese a tus torpezas, siempre esperé algo más. Yo no soy y nunca he sido un hombre poderoso. Hago una parte pequeña de un trabajo complicado, siempre esa parte y sólo esa parte, diminuta, más bien que pequeña. Si tengo un poco de prestigio, si se me respeta algo, es porque esa parte minúscula la hago mejor que ningún otro. Tan bien la hago que puedo permitirme el lujo de no ser esclavo de nadie. Pero mis fuerzas no llegan más allá. Dispongo de una organización mínima, que me permite tener razonablemente pronto la información que necesito para mi trabajo. Las organizaciones pueden usarse para fines distintos de los que impulsan a construirlas, pero yo nunca he sido ambicioso. No he participado nunca en ninguna guerra, ni he buscado dominar a nadie. Yo tengo una clara vocación auxiliar, y sólo aspiro a que la gente no se meta en mis asuntos. Hasta ahora, lo he venido consiguiendo. No porque no puedan destruirme o reemplazarme. Hay otros que hacen bien mi trabajo, y soy demasiado pequeño para defenderme. Si he sobrevivido es porque todos han tenido siempre claro que no ayudaría a ninguno a luchar contra otro, y que poseía el suficiente desapego por el negocio como para negarme a cualquier soborno y a cualquier chantaje. Yo vivo lejos de esto, Juan, aunque viva de esto. Si entiendes esta paradoja, que sólo lo es por la ineptitud de la inteligencia humana en su estado actual mayoritario, no necesitarás que te explique nada más.
Hizo una pausa para que sus perezosos pulmones volviesen a coger aire. Podía haberle dejado seguir, pero preferí interrumpirle:
– Hasta aquí le sigo, padre. Ya me lo había recitado varias veces antes y compruebo que en diez años apenas ha modificado el texto. Puede creerme tonto, pero no crea que no tengo memoria. Todo eso está muy bien, pero usted pactó algo con Pablo acerca de su mujer. Si le parece olvidemos los principios generales, que bajo ningún concepto se me ocurriría discutirle, y pasemos a las excepciones. ¿Qué le pidió Pablo? ¿Quiénes eran sus enemigos, a los que usted se comprometió a vigilar para proteger a Claudia?
Una vez recobradas las fuerzas, el padre Francisco volvió a encontrar espacio para la ironía:
– Querido amigo, no quieras llegar demasiado rápido a lo que ignoras. Lo menos que puede pasarte es que te pierdas. A partir de ahí, la imaginación es libre. Un zorro en el cepo también es un explorador que ha llegado.
– Me pone difícil considerarle neutral -observé, sin dejar que me intimidara.
– ¿Qué quieres decir?
– Como usted acaba de indicar, la imaginación es libre, y ante una cuestión oscura lo es todavía más. Casi puede pensarse cualquier cosa. A ver qué le parece ésta. Un hombre acorralado, abandonado por todos los que se decían sus amigos, y además, con la mente confundida, tiene que confiar en alguien para un delicado encargo. Elige apresuradamente a un colaborador que cree que no aceptará presiones, un colaborador a quien no conoce lo suficiente pero que nunca le ha fallado. Nuestro hombre muere, y aquél en quien confió, con total impunidad, organiza una trampa para que los enemigos del difunto completen su venganza. El móvil puede ser múltiple: dinero, seguridad, facilidades, o simple perversidad. La gente olvida mucho que hay cosas que se hacen por simple perversidad; ése es el motivo de que hoy día muchos no sepan defenderse adecuadamente. No es tan mala la hipótesis, ahora que la pienso.
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