Francisco Pavón - El hospital de los dormidos

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El hospital de los dormidos es otra novela policiaca de García Pavón. Tipo de novela con escasos antecedentes en nuestro país, que él supo españolizar en el mejor de los sentidos y de manera personalísima, entre otras muchas características, con los dos protagonistas, ya populares: Plinio. jefe de la G.M.T. (Guardia Municipal de Tomelloso), y su colaborador y viejo amigo, el albéitar don Linaria.El caso de El hospital de los dormidos es originalísimo, gracioso, y está tratado con tal habilidad, que mantiene al lector en permanente suspensión y sonrisa -cuando no carcajada- hasta el final, totalmente imprevisible. En ello colaboran: la plasticidad de su lenguaje, la sorna de su realismo, el trazado de los tipos y la prosa tan sorpresiva del autor, que hasta refleja la sociedad de su pueblo, sin el menor parcialismo.

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Los guardias volvieron a reír, pero el ingeniero ni se estremeció.

– Como éste siga empeñado en no moverse de aquí los días que vienen, le acabarán dejando al lado… o encima, Dios sabe qué.

Detrás de los cuatro guardias que llevaban entre carcajadas al dormido número dos, con los brazos y las piernas bien abiertas, iban Plinio y don Lotario, dándole entre guiños de amargura, chupadas a los primeros cigarros de aquel día sin empezar.

– Dejadlo sobre el sofá de mi despacho.

– Sí, jefe. A su sofá…, digo a sus órdenes.

– Ha amanecido gracioso hoy este cabo -dijo don Lotario.

– Es que los Cerezos amanecen así, don Lotario… Todavía no son las cinco de la mañana, Manuel.

– Fíjese usted, hasta que llegue la hora de las cervezas ¿qué no habremos visto si siguen así las cosas?… Un novio en huelga de hambre y un dormido durante ocho horas a su lado.

Entraron en el despacho. Plinio se sentó en su sillón y don Lotario en la silla de enfrente.

– Oye, a lo mejor podíamos echarnos un sueñecillo hasta las nueve, la hora de la Rocío, y de despertarse éste, poco más o menos, si lleva en el cuerpo el mismo bebedizo que el otro.

– Pues probemos. Cierre un poco la ventana, y ¡hale!

– Es curioso, Manuel, pero así que Cerezo me explicó por teléfono lo de este dormido, pensé en el de San Juan.

– Y yo. Por eso vine tan rápido…, pero sin idea de que se repitiese el fijador.

– Estuve seguro que tú venías y pensando en lo mismo… menos en el fijador.

– Venga, a ver si dormimos, pero sin bebedizos, como usted dice.

Don Lotario con cara de querer roncar y Plinio de bruces sobre la mesa, junto al dormido forastero, hecho un burujo en el sofá, estuvieron un buen rato. A aquella hora ya no les cuajaba nada más que la idea de desayunar en la buñolería, que todavía estaba cerrada. De modo que después de media hora de silencios y cierres de ojos forzados, se levantaron, le echaron otro vistazo al forastero que llamaron «camionero elegante», que seguía igual, dormidísimo, hecho un cuatro, y con la sonrisa, y salieron a la puerta del Ayuntamiento. El policía de guardia dormitaba en el banco del portal y estaba encendida la luz del cuarto de guardia, donde también dormitaban el cabo Cerezo y los otros hasta la hora que sería el relevo.

– Y el novio ingeniero sigue «en el puesto que tiene allí»… Pero oye, Manuel, parece que lo han tapado. Fíjate tú que tienes mejores ojos que yo.

Plinio entornó los ojos y miró hacia la iglesia, cuyas piedras ya clareaba la prima mañana.

– Sí, parece que le han echado algo. Vamos a acercarnos un momento.

– ¿No se despertará el otro?

– Qué va, Manuel. Todavía le falta. Venga.

Cruzaron la plaza a buen paso.

– Qué buen invento fue el de dormir por la mañana temprano con el frío que hace, Manuel.

– Y… en las siestas con el calor.

– Vaya…

El ingeniero seguía sobre el sillón, igual de dormido y doblado que antes, pero cubierto con una gabardina.

– Alguna de la vecindad, que le ha dado lástima.

– Apenas cuaje la mañana esto se vuelve a llenar de gente para ver el espectáculo.

Poco a poco empezaron a pasar coches, camiones, motocicletas y tractores.

– Digan lo que quieran, en estos tiempos los bares y las buñolerías las abren a unas horas muy señoritas -dijo don Lotario con boca reseca.

– Todo tira más hacia la discoteca que hacia la buñolería… ¿Y con qué habrá soñado este pobre hombre en su noche de no boda?

– A lo mejor ha soñado que dormía tan tranquilo como está durmiendo, porque al fin ha ocurrido lo que toda su vida temió que ocurriría cuando llegase la hora.

– Manuel, de pronto dices cosas que lo dejan a uno turulato… Como si fueses todavía más listo de lo que eres.

Plinio no pudo contener la sonrisa.

– Es un decir, porque como usted, no sé lo que ha pasado.

Así estaban las cosas cuando se detuvo un coche frente al casino. De él se bajó Felipe, el hermano del ingeniero, su hermana, su cuñado y Juan, el vecino de toda la vida. Como satisfechos de ver a Plinio y don Lotario, junto al novio dormido, avanzaron muy despacio hacia la puerta de la iglesia. El sol ya asomaba por la calle de Socuéllamos a ras de suelo y ruedas.

– Buenos días, Manuel y don Lotario… ¿Sigue dormido?

– Ya veis.

– Se habrá tomado la pastilla, como todas las noches de su vida -dijo la que no llegó a ser monja.

– Ya me extrañaba a mí.

– Sí, don Lotario. Nunca estuvo enfermo, pero la pastilla para dormir…

– ¿Le trajisteis vosotros la gabardina?

– Sí, se la traje yo, Manuel -dijo Rosa, la hermana.

– ¿Y ahora qué plan traéis?

– ¡Qué plan vamos a traer, Manuel! Ver la manera de que se vaya, sea como sea. No puede hacer hoy otro circo aquí… Ahí tiene el coche con todo el equipaje… Nos lo llevamos por las buenas o por las malas, que si no hoy aparece hasta en la televisión.

– ¿Y la familia de la novia?

Se miraron entre sí los de la parte del novio y al fin dijo Felipe:

– Se han marchado hace un rato, ¿qué iban a hacer aquí?

– ¿Y se han despedido? -preguntó Plinio tímidamente.

– Sí. anoche.

– ¿Y adonde han ido?

– Ellos han dicho que a su tierra.

– ¿Y tan tranquilos?

– Sí, Manuel. Muy tranquilos. Todo estaba preparado entre ellos más que una Semana Santa.

– ¿Desde cuándo?

– Yo calculo que desde después de comer.

– Ya, ya.

– ¡José!, ¡José! -empezó a vocearle Felipe, al tiempo que lo zarandeaba.

– ¿Qué?, ¿qué? -dijo el ingeniero abriendo mucho los ojos y mirando en redondo.

Ya había algunas gentes paradas entre la iglesia y el casino, con buñuelos y cestos en la mano.

– ¿Ha vuelto? ¿Ha vuelto? -dijo el novio, reaccionando al fin.

– No…, José -dijo la hermana-. No ha vuelto, ni volverá.

– Venga, ahí tienes el coche con todo preparado.

Callado y mirando al suelo, movió la cabeza echando «noes».

– Te marchas, José. No es posible que sigas aquí.

Volvió a negar con la cabeza.

– Por la memoria de nuestros padres, te lo pido… Por ti, por tu misma carrera, por el espectáculo que vas a dar en toda España.

– No, no y no.

– Pues si no quieres por las buenas, por las malas. Venga, ¡ayudadme! -dijo cogiéndolo de un brazo y animando a sus familiares.

– Pero vamos a ver, José -intervino Plinio .

– No tenemos que ver nada. Usted a lo suyo… Le juro que no me voy de aquí hasta que no vuelva Covadonga.

– No te vas a ir, pero te vamos a llevar. ¡Venga! ¡A lo dicho!

Y entre los cuatro lo sujetaron y, cuando estuvo inmóvil de pies y manos, Felipe sacó una cuerda que llevaba debajo de la chaqueta y le metió la lazada por la cabeza hasta atarle los brazos…

– Que no, que no, que no…

Se notaba que los cuatro familiares y amigos llevaban la operación bien pensada, porque sin decirse nada fueron atándolo de pies a cabeza hasta quedar el novio hecho un verdadero paquete.

Y ya había un corro bastante nutrido de gentes contemplando sorprendidas y en el fondo aprobando la operación, aunque sin la menor risotada o comentario.

José, bien ceñido por las cuerdas, totalmente inmóvil, parecía otro y como con la cabeza en otra parte, resignado.

– ¡Listos! Vamos con él al coche -dijo Felipe.

Y alzándolo entre los cuatro, en posición de sentado, por el pasillo que les abría el personal fueron hacia el coche. Rosa, que se adelantó, abrió la puerta trasera. Lo tumbaron sobre aquel asiento. En el borde, junto al atado, se sentaron el cuñado y el vecino. Y delante, Felipe y la hermana.

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