Carlos Zafón - El Prisionero Del Cielo

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Si La sombra del viento se convirtió en un fenómeno editorial en España, con El juego del ángel Carlos Ruiz Zafón se encumbró como uno de los autores imprescindibles del panorama literario español.
Con El prisionero del cielo, el autor barcelonés vuelve al mundo del Cementerio de los libros olvidados, a esa Barcelona mítica situada entre los años cuarenta y cincuenta con el propósito de regalarnos nuevas intrigas y misterios.
Barcelona, 1957. Daniel Sempere y su amigo Fermín, los héroes de La Sombra del Viento, regresan de nuevo a la aventura para afrontar el mayor desafío de sus vidas. Justo cuando todo empezaba a sonreírles, un inquietante personaje visita la librería de Sempere y amenaza con desvelar un terrible secreto que lleva enterrado dos décadas en la oscura memoria de la ciudad. Al conocer la verdad, Daniel comprenderá que su destino le arrastra inexorablemente a enfrentarse con la mayor de las sombras: la que está creciendo en su interior. Rebosante de intriga y emoción, El Prisionero del Cielo es una novela magistral donde los hilos de La Sombra del Viento y El Juego del Ángel convergen a través del embrujo de la literatura y nos conduce hacia el enigma que se oculta en el corazón del Cementerio de los Libros Olvidados.

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Al retirar la lona, el trémulo resplandor de los candiles que parpadeaban en el corredor desveló lo que durante un momento tomó por el rostro de un muñeco, un maniquí como los que los sastres disponían en sus escaparates para lucir sus trajes. El hedor y la náusea le hicieron comprender que no se trataba de muñeco alguno. Cubriéndose la nariz y la boca con una mano, retiró el resto de la lona y se echó atrás hasta dar con el muro de la celda.

El cadáver parecía el de un adulto de edad indeterminada, entre cuarenta y setenta y cinco años de edad, que no debía de pesar más de cincuenta kilos. Una larga cabellera y una barba blanca le cubrían buena parte del esquelético torso. Sus manos huesudas, con uñas largas y retorcidas, parecían las garras de un pájaro. Tenía los ojos abiertos y las córneas parecían habérsele arrugado como frutas maduras. La boca estaba entreabierta y la lengua, hinchada y negruzca, había quedado trabada entre los dientes podridos.

– Quítele la ropa antes de que se lo lleven -legó una voz desde la celda que quedaba al otro lado del corredor-. Nadie le va a dar a usted otra hasta el mes que viene.

Fermín auscultó la sombra y registró aquellos dos ojos brillantes que lo observaban desde el camastro de la otra celda.

– Sin miedo, que el pobre ya no puede hacerle daño a nadie -aseguró la voz.

Fermín asintió y se aproximó de nuevo al saco, preguntándose cómo iba a llevar a cabo la operación.

– Usted disculpe -le murmuró al difunto-. Descanse en paz y que Dios lo tenga en su gloria.

– Era ateo -'informó la voz de la celda de enfrente.

Fermín asintió y se dejó de ceremoniales. El frío que inundaba el cubículo cortaba hasta el hueso y parecía insinuar que allí las cortesías estaban de más. Contuvo la respiración y se puso manos a la obra. La ropa olía igual que el muerto. El rigor mortis había empezado a extenderse por el cuerpo y la tarea de desnudar el cadáver resultó más difícil de lo que había supuesto. Tras desplumar al difunto de sus galas, Fermín procedió a cubrirlo de nuevo con el saco y a cerrarlo con un nudo marinero con el que no hubiera podido lidiar ni el gran Houdini. Finalmente, ataviado con aquella muda deshilachada y pestilente, Fermín se recogió de nuevo sobre el camastro y se preguntó cuántos usuarios habrían vestido aquel mismo uniforme.

– Gracias -dijo al fin.

– No se merecen -respondió la voz al otro lado del corredor.

– Fermín Romero de Torres, para servirle a usted.

– David Martín.

Fermín frunció el ceño. El nombre le resultaba familiar. Estuvo barajando recuerdos y ecos por espacio de casi cinco minutos cuando se le encendió la luz y recordó tardes robadas en un rincón de la biblioteca del Carmen devorando una serie de libros con portadas y títulos subidos de tono.

– ¿Martín, el escritor? ¿El de La Ciudad de los Malditos?

Un suspiro en la sombra.

– Ya nadie respeta los pseudónimos en este país.

– Disculpe la indiscreción. Es que mi devoción por sus libros era escolástica, y de ahí que me conste que era usted quien sostenía la pluma del insigne Ignatius B. Samson…

– Para servirle a usted.

– Pues mire, señor Martín, es un placer conocerle a usted aunque sea en estas infaustas circunstancias, porque yo hace años que soy gran admirador suyo y…

A ver si nos callamos, tortolitos, que aquí hay gente

intentando dormir -bramó una voz agria que parecía venir de la celda contigua.

– Ya habló la alegría de la casa -atajó una segunda voz, algo más lejana en el corredor-. No le haga ni caso, Martín, que aquí se duerme uno y se lo comen vivo las chinches, empezando por la pudenda. Ande, Martín, ¿por qué no nos cuenta una historia? Una de las de Chloé…

– Eso, para que te la menees como un mico -replicó la voz hostil.

– Amigo Fermín -informó Martín desde su celda-. Tengo el gusto de presentarle al número 12, al que todo le parece mal, sea lo que sea, y al número 15, insomne, culto e ideólogo oficial de la galería. El resto habla poco, sobre todo el número 14.

– Hablo cuando tengo algo que decir -intervino una voz grave y helada que Fermín supuso que debía de pertenecer al número 14-. Si todos aquí hiciésemos lo mismo, tendríamos las noches en paz.

Fermín consideró tan particular comunidad.

– Buenas noches a todos. Mi nombre es Fermín Romero de Torres y es un placer conocerles.

– El placer es todo suyo -replicó el número 12.

– Bienvenido y espero que su estancia sea breve -dijo el número 14.

Fermín echó otro vistazo al saco que albergaba el cadáver y tragó saliva.

– Ése era Lucio, el anterior número 13 -explicó Martín-. No sabemos nada de él porque el pobre era mudo. Una bala le voló la laringe en el Ebro.

– Lástima que fuese el único -repuso el número 19.

– ¿De qué murió? -preguntó Fermín.

– Aquí se muere uno de estar -respondió el número 12-. No hace falta mucho más.

3

La rutina ayudaba. Una vez al día, durante una hora, conducían a los prisioneros de las dos primeras galerías al patio del foso para que les diese el sol, la lluvia o lo que se terciase. La comida era un tazón medio lleno de un engrudo frío, grasiento y grisáceo de naturaleza indeterminada y gusto rancio al que pasados unos días, y con los calambres del hambre en el estómago, uno acababa acostumbrándose. Se repartía a media tarde y con el tiempo los prisioneros aprendían a anhelar su llegada.

Una vez al mes los prisioneros entregaban sus ropas sucias y recibían otras que, en principio, habían sido sumergidas durante un minuto en un caldero con agua hirviendo, aunque las chinches no parecían haber recibido confirmación de aquel extremo. Los domingos se oficiaba una misa de recomendada asistencia que nadie se atrevía a perderse porque el cura pasaba lista y si faltaba algún nombre lo apuntaba. Dos ausencias se traducían en una semana de ayuno. Tres, vacaciones de un mes en una de las celdas de aislamiento que había en la torre.

Las galerías, patio y espacios que transitaban los prisioneros estaban fuertemente vigilados. Un cuerpo de centinelas armados de fusiles y pistolas patrullaba la prisión y, cuando los internos estaban fuera de sus celdas, era imposible mirar en cualquier dirección y no ver por lo menos a una docena de ellos ojo avizor y arma a punto. A ellos se les unían, de forma menos amenazante, los carceleros. Ninguno de ellos tenía aspecto de militar y la opinión generalizada entre los presos era que se trataba de un grupo de infelices que no había podido encontrar mejor empleo en aquellos días de miseria.

Cada galería tenía asignado un carcelero que, armado de un manojo de llaves, hacía turnos de doce horas sentado en una silla al extremo del corredor. La mayoría evitaba confraternizar con los prisioneros, o incluso dirigirles la palabra o la mirada más allá de lo estrictamente necesario. El único que suponía una excepción era un pobre diablo al que apodaban Bebo y que había perdido un ojo en un bombardeo aéreo cuando era vigilante nocturno en una fábrica del Pueblo Seco.

Se decía que Bebo tenía un hermano gemelo preso en alguna cárcel de Valencia y que, tal vez por eso, trataba con cierta amabilidad a los reclusos y, cuando nadie lo veía, les daba agua potable, algo de pan seco o lo que fuera que podía arañar de entre el botín en el que los centinelas convertían los envíos de las familias de los presos. A Bebo le gustaba arrastrar su silla hasta las proximidades de la celda de David Martín y escuchar las historias que a veces el escritor les contaba a los demás presos. En aquel

particular infierno, Bebo era lo más parecido a un ángel.

Lo habitual era que, tras la misa de los domingos, el señor director dirigiese unas palabras edificantes a los presos. Todo lo que se sabía de él era que su nombre era Mauricio Valls y que antes de la guerra había sido un modesto aspirante a literato que trabajaba como secretario y correveidile de un autor local de cierto renombre y eterno rival del malogrado don Pedro Vidal. A ratos libres mal traducía clásicos del griego y del latín, editaba junto con un par de almas gemelas un panfleto de alta ambición cultural y baja circulación, y organizaba tertulias de salón donde un batallón de eminencias afines deploraba el estado de las cosas y profetizaba que si algún día ellos agarraban la sartén por el mango el mundo iba a ascender al olimpo.

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