Escudada por una talluda datilera, al lado norte del claustro principal de la Casa de la Palma, Elena Fernández se había sentado en un banco de mármol y, con un rosario entre los dedos, fingía leer un misalito de tapas de pergamino blanco. Iba acostumbrándose ya a la aspereza del hábito, e incluso apreciaba la protección que le ofrecía frente al helado asiento, donde quedaba oculta por una serie de grandes macetas de azucenas y amarilis carmesí cuyo intenso perfume la tenía algo mareada.
Rompía únicamente el silencio el argentino murmullo de una fuente en la que la estatua de un ángel sostenía ante la boca una trompeta de la cual brotaba el fino chorrillo intermitente. El suave eco del agua apenas permitía a Elena captar la atenuada voz del padre Sanandrés y de los dos oficiales, que mantenían una conversación ambulante, de modo que confió en que orientasen sus pasos hacia donde ella estaba. Distinguía claramente ambos extremos de la arcada norte del claustro, al parecer menos frecuentada por los religiosos de la casa que su lado sur, el que unía el vestíbulo principal con la capilla.
A medida que se acercaban las voces masculinas, se acurrucó en un rincón del banco, fingiéndose todavía más absorta en sus devociones. Alcanzó entonces a oír unas cuantas palabras: «… castillo de Santa Catalina… operación nocturna… lugar seguro…», y más tarde frases completas, que atribuyó al oficial de más edad, el coronel:
– Desde luego, todo ese asunto ha sido un escándalo. El jefe de la JUJEM no tendría que haberse inmiscuido. Y la actitud de la policía fue una pura traición.
Elena captó los murmullos desaprobadores del padre Sanandrés.
– Bien, padre, encontramos que el mejor momento sería el sábado por la noche, cuando la guarnición estará menos protegida, a causa de los permisos de fin de semana.
– ¿Pero no bloquearán en seguida las carreteras? -oyó Elena que preguntaba el oficial joven.
– Naturalmente, por eso hay que engañarles permaneciendo en la ciudad por lo menos durante una semana. ¿Qué me dice, padre?
– ¿Se refiere a quedarse aquí? ¡Pero eso sería peligrosísimo! -el prior le pareció a Elena muy alarmado-. Recibimos frecuentes visitas, y tenemos hospedados a algunos seglares hasta por lo menos el próximo lunes. Entre ellos, la esposa de un comisario de Madrid.
– Pero nuestros chicos pasarían por otros dos visitantes seglares, como los demás -arguyó zalamero el coronel-. No habría problema alguno.
– Desde lo del juicio, son caras conocidas -objetó el padre Sanandrés-. Se les ha visto en la televisión, y los periódicos han publicado fotografías suyas.
– Podrían encerrarse en sus celdas durante esa semana, y luego los sacaríamos por mar.
La secreta conversación, tan fascinante para los oídos de Elena, empezó a desvanecerse cuando los tres contertulios se volvieron de espaldas al punto donde ella se encontraba medio agazapada y, para gran desencanto suyo, abandonaron el claustro en dirección al cuarto del prior. Después de consultar el reloj, decidió que disponía de tiempo para subir a su celda y redactar un breve y urgente informe para el comisario Bernal, antes de que la llamasen a la capilla para nona.
Sin que nadie lo advirtiera en apariencia, Elena llegó hasta su cuartito, entró y echó el cerrojo a la puerta tras de sí. Al abrir el armario, para sacar su maleta, tuvo la vaga impresión de que sus ropas no estaban colgadas como las había dejado. Acercándose a la cómoda, examinó los cajones donde antes había distribuido sus prendas interiores. Nuevos indicios de desorden. ¿Habrían registrado sus cosas mientras estaba en el claustro? Regresando inquieta al armario, sacó su equipaje y lo puso encima del catre. Abierta la maleta, a primera vista vacía, inspeccionó cuidadosamente el forro. Insertando una segunda llave en la base del asa, tiró entonces de las cinchas de seda cosidas al forro, y la parte central del fondo se abrió con un chasquido. Suspiró aliviada: el intruso no había dado con aquel compartimento secreto de la maleta proporcionada por Bernal, que contenía sobres y papel de cartas, una pequeña pistola Derringer, una potente linterna, un dispositivo electrónico que permitía escuchar a través de las paredes, unos prismáticos para uso nocturno, un magnetófono en miniatura y una cámara Rolleiflex tan pequeña que cabía en un puño.
Después de extraer una cuartilla y un sobre, Elena cerró el falso fondo, echó la llave y devolvió la maleta al armario. Sentada a la mesita dispuesta bajo la ventana, se sintió animada por el bullicio que llegaba de la calle a medida que las tiendas abrían sus puertas a las cinco y media, después de la siesta. Absorta en seguida en la redacción del informe, no oyó la bien engrasada mirilla que se abría por el lado del corredor ni percibió la fría observación de que era objeto.
El comisario Bernal y el inspector Lista estaban sentados en el interior del Renault 4, de color verde y sin distintivos, que habían estacionado en la parte alta y más ancha de la calle de Jesús Nazareno, desde donde podían observar el Convento de la Palma. Bernal suspiró impaciente:
– Ya no pueden tardar, Lista. El sábado las vi aquí a esta hora. Es urgente que le organicemos un contacto a Elena. La mujer en que vengo pensando, si puedo localizarla antes de que llegue a la puerta del convento, pasará inadvertida para todos.
– ¿La considera de fiar, jefe?
– Espero que lo sea. Durante el rato que hablé con ella el otro día, me dio la impresión de una mujer juiciosa, que lo será más si le ofrecemos pagarle sus servicios.
En ese mismo momento apareció a lo lejos una alta figura femenina de recia osamenta, que caminaba en dirección a ellos, procedente de la parte baja de la ciudad, y también la más humilde.
– Es ella, Lista. Baja y háblale. Le enseñas la placa y te la traes hacia el coche. Seguro que me reconocerá.
Bernal vio a Lista conversando animadamente con la corpulenta mujer, que le mostraba la botella vacía que tenía en la mano. Luego, acercándose al coche con manifiesto recelo, la mujer miró a Bernal por la abierta ventanilla.
– ¡Vaya, es usted! ¿De qué va todo esto? -vibraba en su voz el acento de la clase trabajadora barcelonesa-. Yo no he hecho nada. Porque usted es un policía, ¿eh? Ya le preguntaré a sor Serena, que nos dice quiénes son todas esas visitas de fuera. Aquella señora grande que nos mangonea a todas debe ser su esposa, ¿oi?
– Sí, todo muy exacto. Y que yo sepa no ha hecho usted nada malo. Se trata de un pequeño trabajo que quería encargarle, que es del todo legal y le será bien pagado.
La catalana mostró mayor interés, y su actitud cambió al momento.
– Bueno, ¿y por qué no empezaba por eso? ¿Qué tengo que hasert ?
– En primer lugar, guardar silencio sobre esto. Ni una palabra a nadie, ¿entendido?
– Vale, se lo prometo. ¿Qué hago yo?
– Sacar del convento, sin que nadie lo vea, una carta que le entregarán de vez en cuando.
– ¿Eso es todo? ¿Cuánto me pagará?
Bernal calculó una suma ni tan alta que despertara las sospechas de la mujer, ni tan baja que la indujera a traicionarle.
– Mil pesetas por entrega.
¿A dónde hay que llevarla? Las suelas están caras, ¿sabe?
– ¿Dónde vive usted? -preguntó Bernal.
– Allí abajo, en La Viña, en la calle San Félix.
– ¿Tiene teléfono en casa?
– ¡Debe estar de broma! -rió ella estrepitosamente-. ¿De dónde va a sacar la mujer de un pescador pobre para pagar teléfono?
– Calle San Félix, ¿dice? -reflexionó Bernal en voz alta-. ¿No queda por allí el restaurante El Faro?
– Y tan : un poco más abajo, en la misma calle.
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