David Serafín - Incidente en la Bahía

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Incidente en la Bahía: краткое содержание, описание и аннотация

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El comisario Bernal, de la Policía Judicial madrileña, y su beata esposa Eugenia están pasando la Semana Santa en Cádiz, donde ella medita sobre el divorcio que le ha solicitado su marido al tiempo que hace ejercicios espirituales en un convento. Aunque su visita a Cádiz obedece a motivos personales, Bernal se ve obligado a intervenir en la investigación policial a que da lugar el hallazgo del cadáver de un submarinista en unas redes de pesca. Pero si el submarinista no se ha ahogado -cosa que demuestra la autopsia-, ¿cómo se produjo su muerte? ¿Quién lo mató? ¿Y qué estaba haciendo en aquella estratégica zona de la bahía compartida por españoles y norteamericanos…? Las originales tramas de David Serafín, sus vividas descripciones de la idiosincrasia española y su meticulosa exposición de los métodos policiales y forenses le han valido el aplauso unánime de crítica y público, ejemplificado en la popularidad del protagonista de la serie: el comisario Bernal.

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– Ahora funcionamos por ordenadores, y creo que las entradas estarán registradas en el banco de datos de aquí. A continuación el ordenador puede compararlas con los archivos centrales de Madrid, que nos darán la lista de los que desarrollan actividades ilegales.

– Sería inútil comprobar las entradas y salidas correspondientes, pongamos, a los últimos quince días, de visitantes marroquíes, argelinos y tunecinos.

– El aeropuerto de Jerez no presentará dificultades, comisario. Allí funciona todo por ordenador.

– Es extraordinario lo que ha avanzado en unos pocos años el Registro -comentó Bernal-. Cuando yo era joven, teníamos que revisar con mil penas los montones de fichas que recibíamos de los puertos, y que no conservábamos más de seis meses. Lo de ahora da un carácter enteramente distinto al trabajo de investigación, y vamos a necesitar hombres con una preparación distinta de la que recibían los de mi época. En realidad se trata de dar un nuevo planteamiento a nuestra forma de investigar, en especial a causa de la rapidez con que pueden cotejarse millares de fichas y de informes. Quizá tendría que solicitar el retiro anticipado.

– No diga eso, jefe -protestó Navarro-. De nada servirían todos los ordenadores del mundo si no hubiera alguien capaz de formular las preguntas apropiadas y de interpretar inteligentemente las respuestas obtenidas.

– Lo que usted quiera, pero yo sigo pensando que si pretendo continuar en la profesión, necesito formarme en las posibilidades aportadas por los ordenadores a la labor policiaca.

– Desde luego pueden ahorrar mucho trabajo de piernas, comisario -apuntó Fragela-, como me lo han demostrado aquí una serie de casos recientes.

– Sin embargo -objetó Bernal-, a la hora de captar la atmósfera de un caso, no hay nada como examinar el escenario del crimen y pasearse por las calles de una ciudad o por el campo. Así es como he trabajado yo siempre. La gente lo llama intuición, pero en realidad se trata de observación pasiva. Aunque uno no registra de forma consciente cada uno de los pequeños detalles que se ofrecen a la vista, ni todos los rostros que ve, ni todo conjunto de objetos que examina, no es extraño que más adelante la memoria pasiva reaccione con algún nuevo y urgente elemento informativo que le conduzca a la solución.

Sonó el teléfono, y Navarro descolgó.

– Es para ti, jefe. El doctor Peláez, que llama desde el depósito.

– ¿Qué tal va eso, Peláez? -quiso saber Bernal. Y escuchó durante un rato con expresión grave-. Ya. Algo así me esperaba. Demasiada coincidencia. Espero con interés el informe completo.

Colgó el auricular y se volvió hacia sus colegas con aire de creciente agitación.

– Fue asesinato, como sospechaba. Peláez dice que el sargento Ramos fue estrangulado con una delgada cuerda por un asaltante que le atacó por la espalda, y que luego, para simular que se había colgado él mismo, le ataron una soga al cuello. Cree que Varga y el equipo técnico podrán confirmar sus conclusiones basándose en el estado de la soga. En cuanto a la hora en que se produjo la muerte, dice que aunque es difícil precisarla, por el agua de mar que impregnó el cadáver al subir la marea, el reloj de pulsera que llevaba el difunto se había parado a las cinco y treinta y siete. ¿A qué hora fue la pleamar esta mañana en Sancti Petri, Fragela?

Éste consultó una tabla de mareas.

– A las siete y cincuenta y seis, comisario.

– Hmm. Varga tendrá que establecer la relación entre la crecida del agua y las posiciones relativas del cadáver y de su muñeca derecha. De todas formas, creo que podemos partir de la hipótesis de que mataron a Ramos en el curso de las cuatro horas posteriores a su último mensaje de la una y doce.

– Eso hace pensar que el barco autor de las señales que él había visto fondeó en el muelle de Sancti Petri -dijo Navarro-, puesto que desaparecería de las pantallas de radar poco después de cursar Ramos su aviso.

– Pero, de ser así -objetó Bernal-, ¿por qué no reapareció más tarde, después de que liquidaran a Ramos? Puede significar que esa misteriosa embarcación interceptó el mensaje del sargento al puesto de Chiclana y cursó otro a sus cómplices de tierra a fin de que fueran a Sancti Petri y diesen cuenta de él. Hecho lo cual la embarcación sale a alta mar, o quizá se sumerge incluso, si era un submarino. No olvidemos que sus tripulantes, con propósitos que todavía no conocemos, dirigían señales a una o varias personas situadas en la costa.

Justo en el momento en que les entraban el café, llegó de la facultad el arabista. Fragela hizo las presentaciones.

– El profesor Castro es famoso por sus conferencias sobre historia de Cádiz, comisario, y bisnieto del célebre historiador de nuestra ciudad.

– Tengo entendido que conoce usted el árabe, profesor -le dijo cortésmente Bernal.

– Mayormente el clásico, comisario, a mi pesar. Me gradué en Estudios Orientales por la Universidad de Granada.

– ¿Usa el árabe moderno una escritura distinta?

– No, pero pueden aparecer palabras que yo desconozca.

– Se trata sólo de unas pocas letras. ¿Tiene la bondad de examinar esta fotografía? Aunque no es muy clara, nuestro fotógrafo hizo cuanto pudo.

Castro examinó atentamente la ampliación que mostraba el tatuaje del submarinista muerto.

– Desde luego son caracteres árabes, pero están algo borrosos… Por el tono azulado, parecen parte de un tatuaje -alzó una inquisitiva mirada hacia el comisario Bernal.

– Es usted muy observador, profesor -dijo él-. Y bien, ¿qué significan?

– Nada que me resulte evidente, comisario. Son cinco consonantes sin puntos diacríticos, de modo que tendremos que deducir las vocales que faltan. La primera equivale a la m latina; sigue una l , y luego una kh gutural, o una q -siguió estudiando perplejo la desdibujada fotografía-. No se me ocurre ninguna raíz árabe, de las obvias y habituales, que contenga esas tres letras -añadió despacio-. Las dos últimas parecen una r y una t -volvió a levantar la mirada-. ¿Podría tratarse de un nombre propio? La gente suele tatuárselos a menudo. De todas formas, no se me ocurre nada, de momento. ¿Hay inconveniente en que me lleve la fotografía, para consultarlo en algunos diccionarios de árabe moderno?

– Ninguno, profesor. Celebraría mucho que pudiese desvelarnos algo de este misterio. Nos ayudaría a identificar a la persona de quien se trata. Guardará reserva sobre su investigación, ¿verdad? Sobre todo sería imprudente tratar el asunto con gente que tenga el árabe por lengua materna.

– Descuide. Y me gustaría poder ayudarles en alguna medida.

Una vez se hubo retirado el profesor Castro, de encorvada figura y aspecto de erudito, Bernal encendió un Káiser. Se le veía serenamente satisfecho. Al cabo de un momento, se volvió hacia Navarro y Fragela y les dijo:

– Creo que estamos avanzando.

– ¿De veras, jefe? -repuso Navarro, un tanto perplejo.

– Por lo menos tenemos una neta relación entre ambas muertes, ¿no se da cuenta? Ese pequeño eslabón, aunque no sepamos todavía qué significa, dará forma a toda la investigación.

Sentada en el borde del incómodo catre, en su celda del piso alto de la Casa de la Palma, la inspectora Elena Fernández pensaba en lo extraño de los lugares a que le conducía su trabajo. Le cabía por lo menos el consuelo de que la ventanita enrejada diese a la calle a que abría sus puertas el convento. De lo dicho por la amable sor Encarnación mientras le mostraba el camino hacia la celda, deducía que aquel piso estaba reservado a las ejercitantes seglares.

Mirando el austero hábito de lana color castaño que colgaba de la puerta del armario, Elena hizo una mueca: no iba a resultar muy adecuado para una persona con sus ideas de la moda. Sin embargo, en el curso de la corta entrevista que había mantenido con él a su llegada, el padre Sanandrés había dado a entender la conveniencia de que durante su estancia, y mientras realizaban sus ejercicios espirituales, las seglares adoptasen el humilde vestido de novicia.

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