Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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Pasé por al lado de la prensa de manzanas abandonada, antes de darme cuenta de lo que era, luego retrocedí y aparqué al costado de la ruta. Desde aquella distancia, parecía un montón de chatarra: paredes de metal ondulado ulceradas por el óxido y hundiéndose hacia dentro, y sólo le quedaban ya jirones del techo de tela asfáltica, lo que dejaba al descubierto vigas de madera ennegrecida por el paso del tiempo, y malas hierbas, casi ya de la altura de un hombre, que subían en busca de la luz. Rodeando el edificio había un terreno hundido, por todo el cual se veían tiradas piezas de la maquinaria, maderos y más malas hierbas que, habiendo estado al sol, habían sido quemadas a paja estival.

Gire a la derecha y siga adelante. Recordé la desconfianza de Wendy y me pregunté si no me habría dado instrucciones equivocadas.

Dejé el motor en marcha y salí del coche. Eran las cuatro de la tarde, pero el sol seguía apretando y, a los pocos minutos, estaba empapado en sudor. La carretera se hallaba en silencio. Mi nariz captó un olor a mofeta. Me hice sombra con la mano sobre los ojos, miré en derredor y, finalmente, divisé un punto más pelado entre las hierbas… apenas si era la sugerencia de un camino, que corría al lado de la prensa: una depresión más brillante en la paja, allá donde los neumáticos habían vencido, finalmente, a la espesura.

Pensé en caminar, pero no sabía cuánto camino habría que hacer, así que volviendo al coche, lo hice retroceder hasta que hallé una bajada en la cuneta y descendí al terreno hundido.

El Seville no es un coche muy apropiado para los paseos rurales, así que resbaló y patinó en la paja. Al fin, conseguí algo de tracción y pude entrar en el sendero. Lancé el coche hacia delante, más allá de la prensa, hacia un mar de hierbas. La depresión se convirtió en un sendero de tierra y adquirí velocidad, cruzando un ancho campo. En el extremo más alejado había un bosquecillo de sauces llorones. Por entre las hojas de los árboles, se divisaban destellos de metal…, más edificios de metal ondulado.

Shirlee y Jasper Ransom no parecían ser gente muy hospitalaria.

Wendy había creído poco probable que fueran los padres de Sharon, pero se había callado cuando iba a explicarme el motivo.

No queriendo mostrarse «poco caritativa».

¿O sería que tenía miedo?

Quizá Sharon se hubiese escapado de ellos…, escapado de este lugar, por alguna buena razón, creándose la fantasía de una pura y perfecta niñez, con el fin de bloquear una realidad que era demasiado terrible como para enfrentarse a ella.

Me pregunté en qué me estaría metiendo. Dejé que surgiese una fantasía, mía propia, acerca de Jasper y Shirlee: monstruosos mutantes rurales, sin dientes y envueltos en sucios monos de trabajo, rodeados por una manada de perros babeantes y enseñando los dientes, recibiendo mi llegada con disparos de postas.

Me detuve, escuché por si oía ladridos de perros. Silencio. Diciéndome a mí mismo que más valía contener la imaginación, aceleré el Seville.

Cuando llegué a los sauces, no había lugar para que entrase el coche. Apagué el motor, salí, caminé por debajo de las caídas ramas y por entre el bosquecillo. Oí el gorgoteo de agua. Y una voz canturreando átonamente. Luego llegué a la vivienda de Jasper y Shirlee Ransom.

Dos chabolas en un pequeño terreno de tierra. Un par de pequeñas y primitivas edificaciones, con los costados hechos con madera cortada irregularmente, y con techo de lata. En lugar de ventanas, hojas de papel encerado. Entre las chabolas había un retrete exterior, con su caseta completa, incluso con la tradicional media luna perforada en la puerta. Una cuerda de tender estaba colgada entre la comuna y una de las chabolas. En la cuerda estaban tendidas prendas descoloridas. Más allá del retrete había un depósito de agua sobre soportes metálicos y a su lado un pequeño generador eléctrico.

La mitad de la propiedad, más o menos, estaba plantada con manzanos: una docena de pequeños brotes, atados a estacas y con tarjetas informativas. Una mujer estaba en pie, regándolos con una manguera que salía del depósito de agua. El agua goteaba por entre sus dedos, creando el efecto de que fuese ella la que manaba, alimentando a los árboles con su propio fluido vital. El agua chapoteaba en el suelo, era tragada en barrosos remolinos, se convertía en puré de lodo.

No me había oído llegar. Tendría unos sesenta y tantos, era gorda y muy bajita: un metro cuarenta y cinco, más o menos, su cabello cano estaba cortado al estilo paje, y tenía facciones planas y pastosas. Estaba con los ojos entrecerrados y la boca abierta, lo que acentuaba su mandíbula casi sin barbilla. Un manojo de pelillos surgía de la misma. Vestía un guardapolvo de tela azul estampada que parecía una sábana. El borde inferior del mismo era irregular. Sus piernas eran pálidas y gruesas, blandas como el pudín, y sin depilar. Agarraba la manguera con ambas manos como si fuera una serpiente viva y se concentraba en el goteo del agua.

– Hola-dije.

Ella se giró y parpadeó varias veces, alzando un tanto la manguera. El agua chorreó contra el tronco de uno de los brotes.

Una sonrisa. Sin doblez alguna.

Me saludó con una mano, incierta, como un niño que se encuentra con un desconocido.

– Hola -repetí.

– Hola -su pronunciación era mala.

Me acerqué.

– ¿Señora Ransom?

Eso la dejó perpleja.

– ¿Shirlee?

Varios rápidos movimientos con la cabeza, asintiendo.

– Sí soy yo, Shirlee. -En su excitación, dejó caer la manguera, que empezó a serpentear y escupir agua. Trató de recogerla, pero no pudo y le dio un chorro de agua en la cara, gritó y alzó las manos. Recogí el embarrado tubo, lo doblé para lavarlo, y se lo entregué.

– Gracias.

Se frotó la cara con la manga de su guardapolvo, tratando de secársela. Yo saqué un pañuelo limpio del bolsillo y lo hice por ella.

– Gracias, señor.

– Shirlee, me llamo Alex. Soy amigo de Sharon.

Me preparé para una explosión de dolor, obtuve otra sonrisa. Más amplia:

– Hermosa Sharon.

Mi corazón estaba dolorido. Forcé a salir las palabras, casi me atraganté al decir el tiempo presente.

– Sí, es muy hermosa.

– Mi Sharon. Carta. ¿Quiere ver?

– Sí, quiero.

Miró a la manguera, pareció perderse en el pensamiento.

– Espere. -Lenta, deliberadamente, se fue apartando de los brotes de árbol y regresando al depósito de agua. Le costó bastante tiempo el cerrar el grifo, aún más el enrollar la manguera, limpiamente, en el suelo. Cuando hubo terminado, me miró con orgullo.

– Muy bien -le dije-. Bonitos árboles.

– Bonitos. Manzanas. Señita Leiderk los dio a mí y Jasper. Árbol niño.

– ¿Los plantaron ustedes?

Risitas.

– No. Gabiel.

– ¿Gabriel?

Afirmación con la cabeza.

– Los cuidamos muy mucho.

– Seguro que sí, Shirlee.

– Sí.

Seguí su caminar de pies arrastrados hasta una de las chabolas. Las paredes estaban sin pintar y manchadas, el suelo era de contrachapado y el techo de vigas vistas. Habían usado una plancha de conglomerado para dividir el espacio en dos. La mitad era una zona de servicios: una pequeña nevera, una cocinita eléctrica, una antigua lavadora con rodillos de secado. Junto a la nevera se hallaban cajas de jabón en polvo e insecticidas.

Al otro lado había una habitación de techo bajo, alfombrada con un trozo de moqueta naranja. Una cama de hierro colado, pintada de blanco y cubierta por una manta de las sobrantes del Ejército casi llenaba todo el espacio. La manta estaba muy tensa, con ángulos militares. Contra una pared había una estufa eléctrica. El sol entraba, dorado y suave, a través del papel encerado. Una escoba se apoyaba en un rincón. Estaba más que usada. El lugar se veía impoluto.

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