Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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29

Gabriel había aparcado una enorme moto Triumph restaurada, justo detrás del Seville.

Dos cascos, uno rojo manzana escarchada, el otro con las barras y estrellas, colgaban de las barras del manillar. Se colocó el rojo, se montó y puso en marcha la moto, de una patada.

Le pregunté:

– ¿Quién le dijo que yo estaba aquí? ¿Wendy?

Se pasó la mano por los pelillos de su bigote y trató de ganarme a mirarnos a los ojos.

– Aquí nos cuidamos los unos de los otros, señor.

Dio gas al motor, organizó toda una tormenta de polvo en las secas hierbas; luego encabritó la moto, alzando la rueda delantera, y salió disparado. Yo salté al interior del Seville, lo seguí tan rápido como me fue posible, lo perdí de vista al pasar por la prensa abandonada, pero lo volví a hallar un momento más tarde, camino de regreso al pueblo. Aceleré, lo alcancé. Pasamos junto al buzón de correo que llevaba el apellido de su familia, seguimos rodando hasta la escuela, donde él fue frenando y me señaló hacia la derecha. Se abalanzó hacia el sendero de entrada, dio una vuelta al campo de juego, y se detuvo en seco frente a los escalones de entrada a la escuela.

Subió esos escalones de tres en tres. Yo le seguí, fijándome en el letrero en madera que había junto a la entrada:

WILLOW GLEN SCHOOL

FUNDADA EN 1938

EN OTRO TIEMPO FORMÓ PARTE DEL RANCHO

BLALOCK

Las letras eran rústicas, y estaban grabadas al fuego en la madera: del mismo estilo que el cartel señalando la calle privada La Mar Road, en Holmby Hills. Mientras me entretenía un momento, para acabar de captar aquella coincidencia, Gabriel subió hasta lo alto de las escaleras, abrió la puerta de un empellón y dejó que se cerrase a su espalda. Corrí hacia arriba y la volví a abrir, entrando en una gran y aireada aula, que olía a pintura de la que se aplica con los dedos y madera de lápiz. De las paredes, pintadas con colores brillantes, colgaban carteles con consejos de salud y seguridad, y dibujos infantiles, hechos con lápices de colores. Nada de manzanas. De tres de las paredes colgaban pizarrones, bajo unos pósters que eran guías de caligrafía. Una gran bandera de los Estados Unidos colgaba sobre un gran reloj redondo, que daba como hora las cuatro cuarenta. Colocados frente a cada pizarrón había unos diez pupitres escolares… de los de tipo antiguo, con tableros estrechos y tinteros de loza.

Un escritorio de maestro se enfrentaba a los tres grupos de asientos. Tras el mismo se hallaba una mujer rubia, con un lápiz en la mano. Gabriel estaba a su lado, inclinado hacia ella y susurrándole algo al oído. Cuando me vio, se irguió y se aclaró la garganta. La mujer dejó el lápiz y me miró.

Parecía estar a principios de los cuarenta, tenía el cabello corto y ondulado y anchos hombros cuadrados. Vestía una blusa blanca de manga corta. Sus brazos eran morenos, carnosos, acabando en atrevidas uñas largas.

Gabriel le musitó algo.

Yo dije:

– Hola -y me acerqué.

Se puso en pie; mediría un metro ochenta o algo así, y era mayor de lo que sugería una primera impresión: a finales de los cuarenta o principios de los cincuenta. La blusa blanca estaba embutida dentro de la cintura de una falda de lino marrón que le llegaba hasta las rodillas. Tenía pechos grandes, una cintura delgada, casi de avispa, que acentuaba el ancho de sus espaldas. Bajo el moreno de su piel había una capa de color rojo…, una sugerencia del mismo tono coral que cubría a su hijo con lo que parecía ser una perpetua quemadura del sol. Tenía una cara larga y placentera, mejorada por una cuidada aplicación de maquillaje, labios llenos y unos grandes y luminosos ojos ámbar. Su nariz era prominente, su mandíbula firme y hendida. Un rostro abierto, fuerte y curtido por el tiempo.

– Hola -dijo, sin calor-. ¿Qué puedo hacer por usted, caballero?

– Querría hablar de Sharon Ransom. Soy Alex Delaware.

El oír mi nombre la cambió.

– ¡Oh! -dijo, en una voz más débil.

– Ma -dijo Gabriel cogiéndola del brazo.

– No pasa nada, cariño. Vuelve a casa, y déjame hablar con este hombre.

– Ni hablar de eso, Ma. No lo conocemos.

– No pasa nada, Gabe.

Maaa.

– Gabriel, si yo te digo que no pasa nada, es que no pasa nada. Ahora, hazme el favor de regresar a casa y atender a tus tareas. Los viejos Spartans de la parte de atrás del campo de calabazas necesitan ser podados. Aún hay mucho maíz que descascarillar, y hay que atar los sarmientos de las calabazas.

Gruñó y me lanzó una mirada asesina.

– Anda ya, Gabe -le urgió ella.

Él quitó la mano del brazo de su madre, me lanzó otra mirada torcida, y luego sacó el llavero y se marchó, pisando muy fuerte.

– Gracias, cariño -le gritó ella, justo antes de que la puerta se cerrara tras de él.

Cuando se hubo ido, me dijo:

– La primavera pasada perdimos al señor Leidecker. Desde entonces, Gabe ha estado tratando de reemplazar a su Pa, y me temo que se ha vuelto sobreprotector.

– Es un buen hijo -dije.

– Maravilloso, pero sigue siendo un crío. Cuando la gente lo conoce, se sienten intimidados por su tamaño. No se dan cuenta de que sólo tiene dieciséis años. No he oído que su moto se pusiese en marcha. ¿La ha oído usted?

– No.

Caminó hasta una ventana y gritó hacia abajo:

– ¡Te he dicho que te vuelvas a casa Gabriel Leidecker! ¡Más te vale haber acabado con esos sarmientos para cuando yo llegue, o te acordarás, niño!

Llegaron sonidos de protesta desde abajo. Siguió en la ventana, con los brazos en jarras.

– ¡Es tan crío! -dijo con afecto-. Probablemente es culpa mía…, fui mucho más dura con sus hermanos.

– ¿Cuántos hijos tiene?

– Cinco. Cinco chicos. Todos casados e idos ya de casa, excepto Gabe. Probablemente deseo, de un modo subconsciente, mantenerlo inmaduro.

De repente, gritó por la ventana:

– ¡Largo ya! -e hizo un gesto como de alejar algo. El rugido de la Triumph se filtró hasta nosotros.

Cuando volvió el silencio, estrechó mi mano y me dijo:

– Soy Helen Leidecker. Perdóneme por no haberle saludado antes tal como se debe. Gabe no me dijo quién era usted, ni lo que buscaba. Sólo que había un entrometido de la ciudad, fisgando por casa de los Ransom y pidiendo hablar conmigo. -Señaló hacia los pupitres escolares-. Si no le importa usar uno de ésos, por favor tome asiento.

– Esto me trae recuerdos -dije, mientras me apretujaba en uno de los lugares de la primera fila.

– ¿Oh, sí? ¿Es que asistió a una escuela como ésta?

– Teníamos más de un aula, pero las instalaciones eran similares.

– ¿Y dónde fue eso, doctor Delaware?

Doctor Delaware. Yo no le había dicho que lo fuera.

– En Missouri.

– Del Medio Oeste -comentó-. Yo soy originaria de Nueva York. Si alguien me hubiera dicho que iba a acabar en un adormilado pueblecito como Willow Glen, me hubiera echado a reír.

– ¿De dónde de Nueva York?

– De Long Island. En los Hamptons; naturalmente, no en la parte cara. Mi gente estaba al servicio de los ricos vagos.

Volvió tras su escritorio y se sentó.

– Si tiene sed -me dijo-, en la parte de atrás hay un refrigerador lleno de bebidas, pero me temo que lo único que tenemos es leche, leche con cacao, o naranjada.

Sonrió, y de nuevo pareció joven.

– Lo he repetido tantas veces, que ya lo tengo grabado en la cabeza.

– No, gracias. He comido muy bien.

– Wendy es una cocinera maravillosa, ¿no le parece?

– Y también un sistema de alerta perfecto.

– Como ya le he dicho, doctor Delaware, éste es un pueblecito muy tranquilo. Y todo el mundo lo sabe todo acerca de los demás.

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