Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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– Pues sí que hay alguien que les presta atención -dije-. Y les manda quinientos dólares al mes.

Ella me lanzó una mirada, como la del niño atrapado con la mano en la lata de las galletas.

– ¿Decías…?

– Vi su libreta de ahorros. Estaba encima de la cómoda.

– ¿Encima de la cómoda? ¿Qué es lo que voy a hacer con esos dos? ¡Pues no les he dicho veces que guarden oculta esa libreta, o que me dejen guardársela a mí! Pero supongo que, para ellos, es una especie de símbolo de seguridad, y no quieren separarse de ella. Y pueden ponerse muy tozudos cuando lo desean, especialmente Jasper. ¿No reparaste en las ventanas de sus chabolas, tapadas con papel encerado? Después de tantos años, él se niega a dejar que le instalen cristales en las ventanas. La pobre Shirlee se congela en invierno. Gabe y yo tenemos que llevarles montones de mantas y, a finales de la estación, están enmohecidas sin remedio. Pero el frío no parece afectarle a Jasper. Al pobrecillo hay que decirle que se resguarde cuando llueve, a él no se le ocurre.

Agitó la cabeza.

– Encima de la cómoda. No es que nadie de por aquí les vaya a hacer daño, pero ése es mucho dinero para irlo mostrando. Especialmente siendo dos pobrecillos indefensos.

– ¿Quién se lo manda? -pregunté.

– Nunca he podido descubrirlo. Llega, con la precisión de un cronómetro, el primero de cada mes. Mandado por correo desde la Central de Los Ángeles. Un sobre en blanco, con la dirección del destinatario escrita a máquina y sin remitente. Shirlee no tiene una noción clara del tiempo, así que no puede decirme desde cuánto hace que lo recibe, sólo que es desde hace mucho. Había un hombre, Ernest Halverson, que acostumbraba a repartir el correo hasta que se retiró en 1964. Y creía recordar que esos sobres ya llegaban desde 1956 o 1957, pero para cuando hablé con él ya había tenido un par de ataques al corazón, y su memoria no era perfecta. Y todos los otros viejos murieron ya hace tiempo.

– ¿Siempre fueron quinientos?

– No. Al principio eran trescientos, luego cuatrocientos. Subieron a quinientos después de que Sharon se fuera a estudiar.

– Un benefactor concienzudo -dije-. Pero, ¿cómo pudo esperar alguien que ellos manejasen esa clase de dinero?

– No podían hacerlo: estaban viviendo como animales, hasta que empezamos a cuidarnos de ellos. Llegaban al pueblo cada par de semanas, con dos o tres billetes de a veinte, tratando de comprar víveres, sin ni idea de cómo cambiar los billetes, ni de lo que valían las cosas. Pero aquí la gente es honesta: jamás se aprovechó nadie de ellos.

– ¿Y nadie tuvo curiosidad por saber de dónde salía el dinero?

– Seguro que sí, Alex. Pero la gente de Willow Glen no fisgonea. Y nadie se dio cuenta de la cantidad de dinero que tenían guardado. No hasta que lo descubrió Sharon…, miles de dólares amontonados bajo el colchón, o simplemente metidos en un cajón. Jasper había usado algunos de los billetes para sus proyectos de arte: dibujando bigotes en las caras, haciendo aviones de papel con ellos.

– ¿Qué edad tenía Sharon cuando hizo ese descubrimiento?

– Casi siete años. Era en 1960. Recuerdo el año, porque tuvimos unas lluvias de invierno desacostumbradamente fuertes. Esas chabolas fueron construidas originariamente como almacenes, con sólo una pequeña base de cemento por debajo, y yo sabía que les debía de haber afectado de mala manera, así que allá fuimos… el señor Leidecker y yo. Desde luego, era terrible. Su parcela estaba medio inundada, convertida en un barrizal, con la tierra escurriéndose como si fuera chocolate deshecho. El agua había perforado el papel encerado, y estaba entrando a trombas. Shirlee y Jasper se hallaban dentro, metidos en el barro hasta las rodillas, aterrados y absolutamente inermes. No vi a Sharon, así que me puse a buscarla, y la hallé en su chabola, de pie sobre su cama y envuelta en una manta, temblando y gritando algo acerca de una sopa verde. Yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando. La tomé en brazos para calentarla, pero ella siguió gritando acerca de la sopa.

»Cuando salimos fuera, el señor Leidecker estaba señalando, con los ojos desorbitados, a unos pedazos de papel verde que estaban pegados en el barro o flotando con el agua que corría. Dinero, montones de dinero. Al principio yo creía que era de ese falso, de alguno de los juegos que le había regalado a Sharon; pero no, era real. Entre el señor Leidecker y yo logramos salvar la mayor parte de los billetes: luego los colgamos sobre nuestra chimenea para secarlos, y los metimos en una caja de cigarros, para tenerlos guardados. Lo primero que hice, cuando hubieron acabado las lluvias, fue llevarme a Shirlee y Jasper en el coche a Yucaipa, y abrirles una cuenta en el banco. Yo lo firmo todo, saco un poco para los gastos, y me aseguro de que ahorren el resto. He conseguido enseñarles un poco de matemáticas elementales, para que sepan cómo pagar, cómo contar el cambio. Cuando logras enseñarles algo, normalmente ya no lo olvidan. Pero jamás lograrán entender lo que realmente tienen… que es una suma bastante apañadita. Y eso, junto con Medi-Cal y la Seguridad Social, debería permitirles a ambos vivir confortablemente durante el resto de sus existencias.

– ¿Qué edad tienen?

– No tengo ni idea, porque ellos tampoco lo saben. No tienen papeles, ni siquiera sabían cuándo eran sus cumpleaños. Tampoco el gobierno había oído jamás hablar de ellos. Cuando solicitamos para ellos la Seguridad Social y el Medi-Cal, estimamos su edad y les dimos unas fechas de nacimiento inventadas.

La Señora Navidad y el Señor Año Nuevo.

– Les pediste esa cobertura cuando Sharon se marchó a la Academia, ¿no?

– Sí, quería tenerlo todo cubierto.

– ¿Y cómo decidiste la fecha del cumpleaños de Sharon?

– Ella y yo la decidimos, cuando tenía diez años. -Sonrió-. El 4 de julio, día de la Independencia…, y también de la de Sharon. Yo le puse el año: 1953. Ya tenía una buena aproximación a su edad, gracias al doctor al que la llevé: por la formación de los huesos, de los dientes, por el peso y la altura. Tenía entre cuatro y cinco años cuando la llevé al médico.

Ella y yo habíamos celebrado un cumpleaños diferente: el 15 de mayo. El 15 de mayo de 1975. Una mentira más, para una noche con cena, baile y sexo. Una ficción más. Me pregunté qué simbolizaría aquella fecha.

– ¿Alguna posibilidad de que fuese su hija biológica? -pregunté.

– Es muy poco probable. El doctor los examinó a todos y dijo que, casi con toda seguridad, Shirlee era estéril. Así que eso deja abierto el misterio de dónde salió ella, ¿no? Bueno, durante un tiempo viví con la pesadilla de pensar que era el bebé secuestrado de alguien. Así que fui a San Bernardino y comprobé seis años de papeleo de todo el país, y hallé un par de casos que podrían coincidir, pero cuando los seguí, me enteré que en ambos casos el bebé había sido asesinado. De modo que sus orígenes permanecen entre tinieblas. Y cuando uno se lo pregunta a Shirlee, se limita a reír y decir que Sharon se la regalaron.

– A mí me dijo que era un secreto.

– Ése es un juego de los que le gustan a ella…, los secretos. Realmente, son como niños.

– ¿Y cuál es la teoría más aceptada acerca de cómo se hicieron con ella?

– Realmente no hay ninguna. Ten en cuenta de que el doctor no estaba absolutamente seguro de que Shirlee no pudiese concebir… «muy poco probable» es frase de él. Así que supongo que todo es posible. Aunque la noción de que dos pobrecillos como ellos produjesen algo tan exquisito es… -se le cortó la voz-. No, Alex, no tengo ni idea.

– Sharon debe de haber sentido curiosidad acerca de sus raíces.

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