Estábamos al pie de las escaleras de la escuela. La luz de arriba se derramaba por sobre su rostro, encendía llamas en sus ojos. Su cadera rozó con la mía. Se apartó con rapidez y se ahuecó el cabello.
– Willow Glen es un desierto cultural -me dijo, subiendo por las escaleras-. Pertenezco a cuatro Clubs del Libro, estoy suscrita a veinte revistas mensuales, pero créeme, esto no es suficiente para substituir aquello. Al principio, hacía que el señor Leidecker me llevase en coche a L. A. para oír a la Filarmónica, y a San Diego para el Festival de Shakespeare en el Old Globe. Y lo hacía sin quejarse, siendo un alma bendita como era, pero yo sabía que era algo que él detestaba…, jamás lograba mantenerse despierto durante todo el rato. Y, al cabo, dejé de obligarle a soportarlo. La única obra de teatro que he visto en los últimos años es la que yo escribo, la función que hacen los niños para Navidad: «Paz en la Tierra a los Hombres de buena voluntad», acompañada por mi desafinado piano.
Se echó a reír.
– Al menos, los niños disfrutan con eso… por aquí, no son demasiado sofisticados. En sus casas les ponen el énfasis en que hay que ganarse la vida. Sharon era diferente: ella tenía una mente muy voraz, le encantaba aprender.
– Asombroso -dije-, considerando su vida familiar.
– Sí, realmente asombroso. Sobre todo cuando uno considera el estado en que se hallaba, cuando la vi por primera vez. La forma en que floreció fue como un milagro. Me siento privilegiada, al haber podido contribuir a ello. A pesar de cómo acabó todo…
Se tragó unas lágrimas, empujó la puerta y caminó rápidamente hacia su escritorio. Me quedé mirándola, mientras recogía la mesa.
– ¿Cómo la conociste? -volví a preguntarle.
– Justo poco después de llegar aquí, empecé a oír a mis alumnos hablar de una familia de «tontos», así es como les llamaban ellos, que vivían detrás de la vieja prensa de manzanas abandonada. Dos mayores y una niñita que correteaba desnuda y charloteaba como un chimpancé. Al principio pensé que sólo era uno de esos cuentos de patio de escuela, el tipo de historia que les encanta inventarse a los niños. Pero, cuando se lo mencioné al señor Leidecker, me dijo: «Seguro. Se trata de Shirlee y Jasper Ransom. Son débiles mentales, pero inofensivos». Y se encogió de hombros, era la vieja historia del «tonto del pueblo».
»¿Y qué hay de la niña? -pregunté-. ¿También es débil mental? ¿Por qué no la han matriculado en la escuela? ¿La han vacunado? ¿Se ha molestado alguien en realizarle un examen médico adecuado y en asegurarse de que recibe la nutrición apropiada?
»Esto le hizo pararse a pensar, y poner cara de preocupación. "¿Sabes, Helen? Jamás pensé en eso", me contestó, y lo decía avergonzado, ésa es la clase de hombre que era.
»A la tarde siguiente, después de la escuela, seguí la carretera, hallé la prensa, y me puse a buscarlos. Era justo como lo habían descrito los niños, como una chabola de los esclavos en una plantación de las de antes de la Guerra Civil. Esas patéticas edificaciones… y ahora están mucho mejor de lo que estaban antes de que las arreglásemos: no había ni agua, ni luz, ni gas… sólo una bomba en el exterior, que daba un agua con quién sabe cuántos microorganismos. Y, antes de que les regaláramos esos árboles, sólo tenían un terreno seco y polvoriento. Y Shirlee y Jasper estaban allí de pie, sonriendo, siguiéndome por todas partes, pero sin protestar en lo más mínimo cuando entré en sus chabolas. Dentro, tuve mi primera sorpresa: había esperado un caos, pero me encontré con que todo estaba muy limpio, bien conservado… las ropas perfectamente dobladas, la cama hecha a la perfección. Y ambos era muy concienzudos respecto a su higiene, a pesar de que tenían un poco descuidados sus dientes.
– Estaban bien entrenados -dije.
– Sí. Como si alguien les hubiera inculcado lo más básico…, lo que apoya la teoría de que se escapasen de una institución. Desafortunadamente su entrenamiento no abarcaba el cuidado de niños. Sharon estaba sucia, con ese precioso cabello negro suyo tan sucio, que parecía marrón; todo él enmarañado, y con semillas de esas que se agarran. La primera vez que la vi estaba en lo alto de uno de los sauces, a horcajadas en una rama, desnuda como un recién nacido; y con algo brillante en una mano. Mirando hacia abajo con esos grandes ojos azules suyos. Desde luego, con aspecto de chimpancé. Le pedí a Shirlee que la hiciese bajar. La llamó…
– ¿La llamó por su nombre?
– Sí: Sharon. Eso no tuvimos que improvisarlo. Shirlee siguió llamándola, suplicándole que bajase, pero Sharon la ignoró. Estaba claro que allí no había autoridad paterna alguna, que no podían controlarla. Finalmente, hice ver que no me importaba y ella bajó, manteniendo las distancias y mirándome. Pero no estaba asustada. Por el contrario, parecía feliz de ver una cara nueva. Y entonces, hizo algo que me cogió realmente por sorpresa: la cosa brillante que había estado sosteniendo en la mano era un bote abierto de mayonesa. Metió la mano dentro, agarró un pegote de salsa y comenzó a comérsela. Las moscas la olieron y comenzaron a pasearse por encima de ella. Le quité el bote. Ella chilló, pero no demasiado fuerte; ansiaba que alguien la hiciera ser disciplinada. Coloqué el brazo en derredor de ella. Eso pareció gustarle. Pero hedía de mala manera, parecía una de esas niñas salvajes que salen en los cuentos, de las que ha criado un animal. Y, sin embargo, también era una niña preciosa… ¡esa cara, esos ojos!
»La senté en un tocón, alcé el bote de mayonesa y dije: "Esto se come con jamón cocido o atún. No sola". Shirlee me estaba escuchando. Comenzó a lanzar una de sus risitas. Sharon le siguió la corriente y también se rió, mientras se pasaba las manos por su grasiento cabello. Luego me dijo: "A mí me gusta sola". Tan claro como el tañido de una campana. Esto me sobresaltó, pues había supuesto que ella también era una retrasada, y que no hablaba o apenas. La miré atentamente y vi algo en ella…, una rapidez en sus ojos, el modo en que respondía a mis movimientos…, que me indicaba que tenía algo bajo la azotea. También coordinaba muy bien. Cuando le comenté lo buena escaladora que era, me hizo toda una demostración: se subió al árbol como un mono, hizo volteretas y se puso cabeza abajo. Shirlee y Jasper la miraron hacerlo y aplaudieron. Para ellos era un juguete.
»Les pregunté si me la podía llevar unas horas. Aceptaron sin dudarlo, a pesar de que no me conocían de nada. No había entre ellos el nexo entre padres e hija, a pesar de que estaban claramente encantados con ella, y de que la besaron y abrazaron muchas veces, antes de que nos marchásemos.
– ¿Cómo reaccionó Sharon al que se la llevasen?
– No estaba contenta, pero no se peleó para impedirlo. Especialmente, no le gustó cuando traté de cubrirla con una manta. Y lo curioso es que, cuando se acostumbró a la ropa, ya nunca le gustó quitársela…, como si el estar desnuda le recordase el modo en que había vivido antes.
– Seguro que sí -dije, y pensé en cuando hacíamos el amor en el asiento trasero de mi coche.
– En realidad llegó a convertirse en un auténtico figurín de alta costura… acostumbraba a empaparse con las revistas de moda y recortar los modelos que le gustaban. Y nunca le gustaron los pantalones, sólo los vestidos.
Vestidos de los años cincuenta.
– ¿Cómo te fue la primera vez que la llevaste a tu casa?
– Me permitió tomarla de la mano, y subió al coche como si ya lo hubiera hecho antes. Durante el viaje traté de hablar con ella, pero se limitó a mirar por la ventanilla, sin abrir boca. Cuando llegamos a mi casa, bajó, se puso en cuclillas, y defecó en el mismo camino para coches. Cuando lancé un grito de sorpresa, ella pareció realmente desconcertada, como si el hacer ese tipo de cosas fuese absolutamente normal. Resultaba obvio que nadie le decía lo que se puede y lo que no se puede hacer. La metí dentro de casa, le senté en el lavabo y la lavé bien, y le cepillé el cabello, para quitarle todo aquel enmarañamiento; en ese punto, sí que empezó a lanzar auténticos alaridos. Luego, la vestí con una de las viejas camisas del señor Leidecker, la senté a la mesa, y le di una cena como Dios manda. Comió como un leñador. Al acabar, se levantó de la silla y ya iba a ponerse en cuclillas otra vez. La llevé en volandas al baño, y le enseñé cómo se hacía. Eso fue el principio. Sé que le importaba hacerlo bien.
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