Mis compañeros de la carretera eran semirremolques cargados de productos agrícolas, o camiones-plataforma transportando árboles de vivero y balas de paja. Comencé a sentirme amodorrado, y probé a escuchar música. Eso me adormiló aún más, por lo que paré cerca de Fontana, en una combinación de gasolinera de autoservicio de la Shell y bar de camioneros abierto las veinticuatro horas.
Dentro había maltrechos mostradores grises, reservados de vinilo rojo reparados con cinta aislante, estantes rotatorios de juguetes de carretera, y un duro, pesado silencio. Una pareja de camioneros de anchas espaldas y un vagabundo de ojos hundidos estaban sentados a la barra. Ignorando las miradas por sobre el hombro, tomé sitio en uno de los cubículos, en un rincón, que me facilitaba una ilusión de aislamiento. Una camarera delgada, con una mancha color vino oporto en su mejilla izquierda me llenó la taza con una cafeína líquida de intensidad industrial, y yo llené mi mente con una tempestad de preguntas.
Sharon, la Reina del Engaño. Había surgido, literalmente, del fango, había logrado «triunfar en la vida», cumpliendo con el sueño de Pigmalión de Helen Leidecker.
Ese sueño había estado teñido de egoísmo: del deseo de Helen de volver a vivir sus fantasías intelectuales urbanas a través de Sharon. Pero no por ello habían sido menos sinceras. Y había logrado efectuar una notable transformación: domar a una niña salvaje. La había moldeado y convertido en un ejemplo de escolaridad y buena educación. La primera de la clase. Summa cum Laude.
Pero a Helen nunca le habían dado todas las piezas del rompecabezas, no tenía ni idea de lo que había pasado durante los cuatro primeros años de la vida de Sharon. Los años de formación, cuando se fragua el mortero de la identidad, cuando se excavan y fundamentan los cimientos del carácter.
Pensé de nuevo en aquella noche en que la había hallado con la foto de su compañera silenciosa. Desnuda. Regresionada a los tiempos anteriores a su descubrimiento por Helen.
Y me volvía a la mente la rabieta de un niño de dos años. Un trauma de la primera infancia. Bloqueando el horror.
¿Qué horror?
¿Quién la había criado durante los primeros tres años de su vida, cubriendo el vacío entre Linda Lanier y Helen Leidecker?
No habían sido los Ransom… era imposible que ellos le hubiesen enseñado algo acerca de los automóviles. Acerca del idioma.
Los recordé a ambos, mirándonos a Gabe y a mí mientras abandonábamos su pedacito de tierra. Y recordé su única prueba de haber sido padres: una carta.
Vuestra única hijita.
Había usado la misma frase para referirse a otros padres. Unos padres de la buena sociedad, a lo Hollywood, que jamás habían existido… ni en Manhattan, ni en Palm Beach, ni en Long Island, ni en Los Ángeles.
Martinis en el solárium.
Ventanas con papel encerado.
Separando a ambos, un abismo galáctico…, un salto imposible entre los deseos irrealizables y la insoportable realidad.
Había tratado de tender un puente sobre ese abismo, con mentiras y verdades a medias. Fabricándose una identidad con fragmentos de las vidas de otras gentes.
¿Perdiéndose a sí misma en el proceso?
Su dolor y vergüenza debieron de haber sido terribles. Por primera vez desde su muerte me sentí realmente apenado por ella.
Fragmentos.
Un retazo de Park Avenue de Kruse, el de buena familia.
Una historia de orfandad por un accidente de automóvil tomada de la biografía de Leland Belding.
Un comportamiento de damisela y un amor por la erudición cortesía de Helen Leidecker.
Sin duda, había pasado horas sentada a los pies de Helen absorbiendo historias de cómo se comportaban los ricachones en los Hamptons. Y luego, como estudiante en Forsythe, había aumentado sus conocimientos, paseando frente a las verjas de entrada a las grandes mansiones de la playa. Coleccionando imágenes mentales como si fueran pedazos de conchas rotas… imágenes que le habían permitido pintarme un cuadro de colores demasiado chillones, de chóferes y hoyitos de almejas, y dos niñas pequeñas en una piscina cubierta.
Shirlee. Joan.
Sharon Jean.
Había tejido la historia de la gemela ahogada en un sentido para Helen, en otro para mí, mintiendo… a aquellos a quienes ostensiblemente amaba, haciéndolo con la misma facilidad con que se cepillaba el cabello.
Pseudogemelas. Problemas de identidad. Dos niñitas comiendo helado. Gemelas de imagen de espejo.
Pseudomúltiple personalidad.
Elmo Castelmaine estaba seguro de que «Shirlee» había nacido ya deficiente, lo cual significaba que no podía ser una de las niñas que había visto en la foto de bordes irregulares. Pero él me había pasado la información que le había suministrado Sharon.
O mentido por su cuenta. No es que hubiera razón alguna para desconfiar de él, pero lo cierto es que yo me había vuelto ya muy desconfiado.
¿Y quién podía asegurar que la mujer subnormal fuese gemela de Sharon? ¿O incluso pariente de ella? Ella y Sharon habían compartido características físicas generales: color del cabello, de los ojos…, que yo había aceptado como prueba de hermandad. Había creído lo que Sharon me había dicho acerca de Shirlee, porque en aquel momento yo no había tenido motivo alguno para desconfiar de ella.
Shirlee, si es que aquél era su nombre.
Shirlee, con dos es. Sharon había recalcado lo de las dos es. Le había dado el nombre de su madre adoptiva.
Más simbolismo.
Joan.
Otro juego mental.
Durante todos estos años, me había dicho Helen, creí que la comprendía. Ahora me doy cuenta de que me estaba engañando a mí misma. Apenas si la conocía.
Bienvenida al club, maestra.
Sabía que el modo en que Sharon había vivido y muerto había sido programado por algo que había pasado antes de que Helen la hubiera encontrado llenándose de mayonesa.
Los primeros años…
Bebí café, exploré callejones sin salida. Mis pensamientos vagaron hasta Darren Burkhalter, con la cabeza de su padre cayendo en el asiento de atrás, como si fuera una sanguinolenta pelota.
Los primeros años.
Trabajo inacabado.
Mal se había apuntado una nueva victoria: se compraría un Mercedes nuevo, y Darren crecería como niño rico. Pero todo el dinero del mundo no podía borrar aquella imagen de la mente de un niño de dos años.
Pensé en todos los niños mal nacidos, enfermos, que había tratado. Cuerpecillos lanzados a la tormenta de la vida con tanta posibilidad de autodeterminación como la que pudiera tener una semilla voladora. Me vino a la mente algo que me había dicho un paciente, el amargo comentario de despedida de un hombre, en otro tiempo confiado en sí mismo, y que acababa de enterrar a su hijo único:
Si Dios existe, doctor, desde luego el muy jodido tiene un raro sentido del humor.
Los años formativos de Sharon, ¿habrían estado dominados por alguna broma pesada? Si así era, ¿quién era el jodido con raro sentido del humor en este caso?
Una chica de pueblo llamada Linda Lanier era la mitad de la ecuación biológica; ¿quién había suministrado los otros veintitrés cromosomas?
¿Algún amante de una noche o un jefazo de algún estudio de Hollywood? ¿Un tocólogo con un negocio a horas extra de raspados a embarazadas sin ganas de parir? ¿Un multimillonario?
Seguí sentado en aquel café, pensando durante largo rato. Y volvía, una y otra vez, a Leland Belding. Sharon había crecido en tierras de la Magna, vivido en una casa de la Magna. Su madre había hecho el amor con Belding…, hasta los botones de las oficinas lo sabían.
¿Martinis en su solárium?
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