Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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Pero, si Belding había sido quien la había dado vida, ¿por qué la había abandonado? ¿Se la había pasado a los Ransom, a cambio del derecho a malvivir en sus tierras y dinero en efectivo en un sobre sin remitente?

Y veinte años más tarde la casa, el coche.

¿Reunión?

¿La habría reconocido al fin? ¿La habría nombrado heredera? Pero se suponía que él había muerto seis años antes.

¿Y qué había de su otra heredera, la otra pequeña comedora de helados?

¿Un doble abandono? ¿Dos chabolas en dos trozos de tierra árida?

Consideré lo poco que sabía acerca de Belding: obsesionado con las máquinas, con la precisión. Un ermitaño. Frío.

¿Lo bastante frío como para prepararle una trampa mortal a la madre de sus hijas?

Una hipótesis. Una fea hipótesis. Se me cayó la cucharilla. El estrépito partió el silencio del bar de camioneros.

– ¿Está bien? -me preguntó la camarera, en pie ante mí, con la cafetera en la mano.

Alcé la vista.

– Ajá, claro. Estoy muy bien.

Su expresión me decía que esto era algo que ya había oído muchas veces.

– ¿Más? -alzó la cafetera.

– No, gracias. -Le di dinero, y salí del bar. No tuve problemas para mantenerme despierto el resto del camino hasta L. A.

31

Llegué a casa justo después de la medianoche, con una sobrecarga de adrenalina y borracho de preguntas. Era raro el que Milo se fuera a la cama antes de la una. Lo llamé a su casa. Rick tomó el teléfono, haciéndome llegar esa extraña, como embotada, sensación de vigilancia que los doctores de las salas de urgencias adquieren, tras muchos años en primera línea.

– Doctor Silverman.

– Soy Alex, Rick.

– ¿Alex? ¡Oh! ¿Qué hora es?

– Las doce y diez. Siento haberte despertado.

– Está bien. No hay problema -bostezó-. De todos modos, ¿qué hora es?

– Las doce y diez. Lamento haberte despertado.

Suspiró.

– Oh, sí. Ya lo veo. Me lo ha confirmado la esfera luminosa -otro bostezo-. Llegué a casa justo hace una hora, Alex. Tengo turno doble. Y me quedan un par de horas de tiempo antes de que me empiece el segundo. Debo de haberme quedado dormido.

– Parece una respuesta razonable a la fatiga, Rick. Vuelve a dormirte.

– No. Tengo que ducharme, y tragar algo de comida. Milo no está aquí. Le ha tocado guardia nocturna.

– ¿Guardia nocturna? No las ha hecho durante bastante tiempo.

– Durante una temporada no tuvo que hacerlas. Por veteranía. Pero ayer, Trapp cambió las reglas. El muy cerdo.

– Le está haciendo la vida un infierno.

– No te preocupes, Alex, el hombretón se vengará. No para de pasear arriba y abajo, con esa mirada… medio de león enjaulado, medio de toro a punto de embestir.

– Conozco esa mirada. De acuerdo, intentaré hallarlo en la comisaría. Pero, por si acaso, déjale una nota para que me llame.

– Lo haré.

– Buenas noches, Rick.

– Buenos días Alex.

Llamé a la Oficina de Detectives de West L.A. El poli que me contestó sonaba aún más dormido que Rick. Me dijo que el detective Sturgis estaba fuera y no tenía ni idea de cuándo regresaría.

Me metí en la cama y, finalmente, me quedé dormido. Me desperté pasadas las siete, preguntándome qué habría hecho Trapp con su teoría del asesinato sexual de los Kruse. Cuando salí a la terraza a por la prensa, allí estaba Milo, tirado en una tumbona, leyendo la sección deportiva.

– ¿Qué tal van los Dodgers, grandote? -le pregunté. La voz que me salió era de otro, ronca y espesa.

Bajó el periódico, me miró y luego miró al paisaje.

– ¿Te has tragado un camión? -me preguntó.

Me encogí de hombros.

Inhaló profundamente, aún absorto en la vista.

– ¡Ah, la buena vida! He dado de comer a tus peces… y juraría que al grande negro y dorado le están saliendo dientes.

– Lo he estado entrenando para que se convierta en un tiburón. ¿Qué tal es la vida en la ronda nocturna?

– Jodida. -Se puso en pie y estiró-. ¿Quién te lo ha dicho?

– Rick. Te llamé anoche, lo desperté a él. Parece que Trapp ha vuelto al sendero de la guerra, ¿no?

Gruñó. Entramos en la casa. Se preparó un bol de cereales con leche, se quedó en pie en el mostrador de la cocina y se comió el cereal a cucharadas ininterrumpidas, sin detenerse a respirar.

– Dame una servilleta. Sí, es toda una fiesta esto de trabajar en la Dimensión Desconocida. Hacer el papeleo de los casos que los chicos del turno de día creen conveniente olvidar realizar. Montones de atracos a mano armada y muertes por sobredosis. Hacia el final de la ronda la mayor parte de las llamadas son pura mierda, con todo el mundo moviéndose con verdadera lentitud… tanto los malos como los buenos. Como si toda la maldita ciudad estuviese colgada de tranquilizantes. Tuve dos avisos de muertos hallados en la calle, y los dos resultaron ser accidentes. Pero, al menos, ahora puedo ocuparme de algunos cadáveres que son heterosexuales. -Sonrió-. Aunque la verdad es que todos nos pudrimos igual.

Fue a la nevera, tomó un recipiente de cartón de zumo de naranja, me sirvió un vaso, y se quedó el recipiente para él.

Le dije:

– ¿Y a qué debo el placer de la visita?

– Es la hora de las preguntas y las respuestas. Estaba conduciendo de vuelta a casa, escuchando la emisora de la policía, cuando algo interesante surgió en la frecuencia de Beverly Hills: un robo en North Crescent Drive.

Recitó la dirección.

– La casa de los Fontaine -dije.

– La mismísima Mansión Verde. Di un rodeo para echar una ojeada a lo que pasaba. ¿Sabes quién resultó ser el detective al cargo? Nuestro viejo amigo Dickie Cash…, me imagino que aún no ha logrado vender su guión de cine. Le conté un cuento acerca de que quizá estuviese relacionado con un homicidio ocurrido en Brentwood, y logré los detalles básicos. El robo ocurrió en algún momento de la madrugada. Un trabajo sofisticado: había un sistema de seguridad de alta tecnología, pero cortaron los cables que había que cortar, y la empresa de seguridad ni recibió un silbidito. La única razón por la que se supo lo que estaba pasando es porque un vecino se fijó en que había una puerta trasera abierta, la que da al pasaje de atrás… Sin duda fue nuestro amiguito, jugando a Sherlock Holmes. Cash me dejó entrar en la casa. ¡Vaya gusto el de esos dos: en el dormitorio principal tienen un mural de enormes labios rojos, muy húmedos! El inventario de artículos desaparecidos es bastante típico de ese barrio: algo de porcelana y plata, un par de televisores de pantalla supergrande, estéreos. Pero dejaron atrás montones de cosas realmente caras: otros tres televisores, joyas, pieles, plata mucho mejor, todo cosas fáciles de colocar a un perista. No fue un botín demasiado bueno, después de todo ese preocuparse en cortar los cables adecuados. Dickie estaba intrigado, pero no se sentía muy predispuesto a hacer demasiado, en vista de la ausencia de los dueños, y del hecho de que no fueron lo bastante corteses como para dejarle a su Departamento una dirección en la que pudieran contactarlos.

– ¿Y qué hay del museo en el sótano?

Se pasó la mano sobre la cara.

– Dickie no sabe nada de un museo y, a pesar de lo muy culpable que yo me sentí por ello, no le informé de nada. Me mostró el ascensor, pero no había ni llave ni código de acceso para operarlo; ni la Empresa de Seguridad sabía nada al respecto. Pero, si alguna vez logran bajar ahí abajo, apuesto diez contra uno a que parecerá Pompeya tras la gran fiesta de la lava.

– Están anudando cabos sueltos -dije.

Asintió con la cabeza.

– La cuestión es… ¿quién?

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