– ¿Eso incluye el conocerlo todo sobre Shirlee y Jasper Ransom?
– Especialmente eso. Ellos necesitan de un cariño especial.
– Sobre todo ahora.
Su rostro se derrumbó, como si de repente hubiesen pinchado un globo.
– ¡Oh, vaya! -exclamó y abrió un cajón de su escritorio. Tomando un pañuelo bordado, se secó los ojos. Cuando de nuevo los volvió hacia mí, la pena los había hecho aún más grandes. Luego dijo-: Ellos no leen la prensa. Apenas si pueden con un cuaderno de lectura elemental. ¿Y cómo voy a decírselo yo?
No tenía respuesta para eso. Estaba ya harto de buscar respuestas.
– ¿Tienen alguna otra familia?
Negó con la cabeza.
– Ella era todo lo que tenían. Y yo. Me he convertido en su madre. Y sé que soy yo quien va a tener que enfrentarse a este problema.
Se apretó el pañuelo contra una mejilla.
– Le ruego que me perdone -me pidió-. Estoy tan estremecida como el día en que leí lo que había pasado…, aquello fue un horror. No podía creérmelo. ¡Ella era tan hermosa, estaba tan viva!
– Sí que es cierto.
– En realidad, yo fui quien la crió. Y ahora ella ha desaparecido, se ha apagado. Como si jamás hubiera existido. ¡Una pérdida tan inútil, tan estúpida! El pensar en su muerte me hace enfadarme con ella… lo cual no es justo, porque era su vida. Ella jamás me pidió lo que yo le daba, jamás… ¡Oh, no sé!
Apartó la cara. Había empezado a corrérsele el maquillaje de las pestañas. Me recordaba una de las carrozas de un desfile, al día siguiente del mismo…
– Era su vida -acepté-. Pero dejó a un montón de gente llorándola.
– Esto es más que dolor -me dijo-. Yo ya he pasado por el llorar a alguien. Esto es peor: creía conocerla como a una hija, pero durante todos estos años debió de llevar dentro mucha tristeza. No tenía ni idea de ello: jamás lo expresó.
– De hecho, nadie lo sabía -le dije-. Realmente, jamás mostró cómo era.
Alzó las manos y luego las dejó caer como pesos muertos.
– ¿Qué pudo ser tan terrible como para que perdiese toda esperanza?
– No lo sé. Y por eso es por lo que estoy aquí, señora Leidecker.
– Llámame Helen.
– Y tú a mi Alex.
– Alex -pronunció-. Alex Delaware. ¡Qué extraño es conocerte después de tantos años! De algún modo, me parece como si ya te conociese. Ella me habló de ti…, de lo mucho que te amaba. Te consideraba como el único y verdadero amor de su vida, a pesar de que sabía que nunca podría funcionar, a causa de tu hermana. Y, a pesar de ello, te admiraba profundamente por el modo en que te dedicabas a Joan.
Debió haber leído el asombro de mi rostro como si fuera dolor y me lanzó una mirada cargada de simpatía.
– Joan -dije.
– La pobrecilla. ¿Qué tal está?
– Más o menos igual.
Asintió con la cabeza, tristemente.
– Sharon sabía que su condición nunca iba a mejorar. Pero, aunque tu dedicación a Joan implicaba el que nunca ibas a poder dedicarte totalmente a otra persona, te admiraba por ser tan buen hermano. Lo que es más: yo diría que eso intensificaba el amor que sentía por ti. Hablaba de ti como si fueras un santo. Pensaba que, hoy en día, es raro hallar ese tipo de fidelidad familiar.
– No soy lo que se dice un santo…
– Pero eres un buen hombre. Y sigue siendo verdad aquel viejo dicho acerca de lo difícil que es encontrar a uno. -En su rostro apareció una expresión de estar perdida en recuerdos-. El señor Leidecker era otro. Taciturno, un holandés tozudo… pero con un corazón de oro. También Gabe tiene algo de esa bondad; es un chico amable, y espero que el haber perdido a su padre no vaya a endurecerlo.
Se puso en pie, fue hasta uno de los pizarrones y lo limpió desganadamente, con un cepillo para el yeso. El esfuerzo pareció dejarla exhausta. Regresó a su silla, arregló unos papeles, y dijo:
– Éste ha sido un año de pérdidas. Pobres Shirlee y Jasper. Me da tanto pánico el decírselo. Todo es culpa mía: yo cambié sus vidas, y ahora el cambio les ha traído una tragedia.
– Ésa no es razón para culparse…
– Por favor -me dijo con voz suave-. Sé que no es nada racional, pero no puedo evitar sentirme del modo en que me siento. Si no me hubiera entrometido en sus vidas, las cosas hubieran sido muy distintas.
– Pero no necesariamente mejores.
– ¿Quién sabe? -dijo ella. Sus ojos se le habían llenado de lágrimas-. ¿Quién sabe?
Miró al reloj de la pared.
– He estado aquí encerrada toda la tarde, poniendo notas a estos ejercicios. Desde luego, me iría bien estirarme un poco.
– A mí también.
Mientras descendíamos por los escalones de la escuela, señalé al cartel de madera.
– El Rancho Blalock. ¿No estaban en negocios de barcos, o algo así?
– Acero y ferrocarriles. En realidad nunca fue un rancho. Allá en los años veinte, ellos se enfrentaban con el Southern Pacific, por las líneas de ferrocarril que iban a unir California con el resto del país. Hicieron estudios topográficos por San Bernardino y Riverside, buscando una ruta interior, y se compraron un buen pedazo de tierras en ambos condados…, incluso con pueblos enteros. Pagaron los precios máximos para sacarles la tierra de Willow Glen a los granjeros que habían estado cultivando manzanas en ella desde tiempos de la Guerra Civil. El resultado fue una gran extensión, que ellos denominaron rancho. Pero nunca plantaron o criaron nada en él, sólo se limitaron a alambrarlo y colocar guardianes. Y el ferrocarril jamás fue construido debido a la Depresión. Tras la Segunda Guerra Mundial, empezaron a vender algunas de las parcelas más pequeñas a particulares. Pero otras de las porciones, las mayores, fueron tragadas por otra gran empresa.
– ¿Qué empresa?
Ella se alisó el cabello.
– Una empresa de aviación, ésa que era propiedad del multimillonario loco, Belding. -Sonrió-. Y con esto, señor Delaware, acaba su lección de historia para hoy.
Entramos en el terreno de juego, pasamos por entre columpios y toboganes, y nos dirigimos hacia el bosque que cubría el pie de las montañas.
– ¿Aún tiene tierras por aquí la Magna?
– Muchas. Pero ellos no venden. Y no será que la gente no haya intentado comprarles. Y es precisamente esto lo que mantiene a Willow Glen convertido en un pueblucho sin futuro. La mayor parte de las viejas familias lo han dejado correr, vendiendo sus tierras a doctores y abogados ricachones, que usan los campos frutales para deducir impuestos, y dejan que se pierdan: las líneas de riego están obturadas, ni abonan ni podan. La mayor parte de ellos ni se molesta en hacer que recolecten la fruta. En algunos lugares, la tierra se ha vuelto tan dura como el cemento. Los pocos agricultores que siguen aquí se han vuelto desconfiados y suspicaces…, están convencidos de que todo forma parte de una conspiración para echarlo todo a perder, y que así la gente de la ciudad pueda comprar lo que queda a un precio regalado y edificar urbanizaciones o algo así.
– Eso es lo que me dijo Wendy.
– Su gente son de los últimos que llegaron, gente muy inocente. Pero no se puede dejar de admirarlos por lo duro que lo intentan.
– ¿Quién es el propietario de la tierra en la que viven Jasper y Shirlee?
– Ésa es tierra de la Magna.
– ¿Es cosa sabida?
– A mí me lo dijo el señor Leidecker, y él no era ningún chismoso.
– ¿Cómo es que se establecieron allí?
– Nadie lo sabe. Según el señor Leidecker, yo entonces aún no vivía aquí, un día aparecieron en la tienda del pueblo para comprar víveres, allá por 1956…, cuando aún había en el pueblo una tienda que vendía de todo un poco. Cuando la gente trató de hablarles, Jasper agitó las manos y gruñó, y ella lanzó risitas. Era obvio que eran retrasados mentales, niños que nunca iban a crecer. La teoría más aceptada es que se escaparon de alguna institución, que quizá se bajaron de un autobús, en alguna parte, luego no supieron volver a él, y acabaron aquí por accidente. La gente les ayuda cuando resulta necesario, pero en general nadie les presta demasiada atención. Y ellos no le hacen daño a nadie.
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